Carta semanal del cardenal Osoro La persona unificada
Estamos en los últimos meses del curso escolar y, a pesar de todos los trabajos que afrontan alumnos y profesores, a pesar de las preocupaciones de los padres sobre sus hijos y de estos sobre cómo terminarán su curso, son tiempos de esperanza. Sí, esperanza de que todos están realizando un camino de luz, un camino de verdad, de buscar que el ser humano sea más y viva conforme a la verdad de lo que él es. Qué bien suena eso de que toda persona está en el camino de la verdad. Y la verdad siempre es combativa, pero también es combatida. Hemos de decir que la verdad no es una cosa, sino esa adhesión de mi corazón a aquello que da pleno sentido a mi vida.
Seamos conscientes de que todo ser humano quiere caminar en la luz de la verdad. Ahora, en esta Pascua, estamos viendo cómo los apóstoles fueron perseguidos por la verdad; ellos nunca quisieron negociar con la verdad. En medio de las persecuciones que sufrieron incluso hasta dar la vida, ante tantas miradas combativas que les pedían que abandonasen el anuncio de Cristo en el que ellos habían descubierto el Camino, la Verdad y la Vida, mirad con qué fuerza afirmaban lo que para ellos era piedra de fundamento: «Hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres». Hemos conocido a quien nos ha dado una nueva vida que nos compromete en la transformación de la historia viviendo de su misma fuerza que es su Amor.
¿Por qué os digo esto? Porque siempre nos está asediando la mentira. Y entre la verdad, que es hija de la luz, y la mentira, que es hija de las tinieblas, está toda una gama de semiverdades en el mercado de nuestra historia; son verdades a medias que no engendran la unificación de la persona humana. Para que se dé esa unificación hay dos puntos siempre que es imprescindible que estén unidos: la espiritualidad y el compromiso. Hoy se dan dos situaciones extremas: una espiritualidad que aísla de la realidad, pues está orientada a lo que yo llamaría el confort espiritual, desentendiéndose del mundo, y, en el otro extremo, un activismo o compromiso que nos lanza a un trabajo por una sociedad más justa, pero olvida el compromiso interior, revierte hacia lo exterior y llega un momento que seca mi vida y la deja sin sentido.
Como veis, en la vida siempre aparecen las tinieblas disfrazadas de luz, pero no son más que flashes, que no dan alegría ni esperanza, ni profundidad, ni capacidad de compromiso por todos. La luz verdadera viene y permanece cuando se dan esas dos categorías que unifican a la persona: la espiritualidad y el compromiso. Ambas categorías unidas revierten en una formulación del ser humano unificado. A mí me gusta decir que se educa cuando se hace sentir al educando que es una persona en la que no se dan separaciones ni enfrentamientos interiores, ni exteriores; todo está integrado. Sienten su persona como unidad: todo está aceptado, integrado, iluminado, y esa unidad es un gran bien, que genera paz, reconciliación y comprensión.
Para que la persona viva con esas dos categorías imprescindibles, os propongo un modo de educar que, durante XXI siglos, levantó a la humanidad e hizo descubrir la dignidad del ser humano, pues alimentó la conciencia con principios, la cultura con comportamientos coherentes y la organización de la sociedad al invitar a construir la familia humana como hermanos:
1. Déjate poseer por Jesucristo que es el Camino, la Verdad y la Vida. Esto engendra en tu vida tal fuerza que te convierte en un testigo suyo. Te hará ver que siempre vendrán dificultades, pero estas nunca pueden llevarnos a la desilusión, a no anunciar, a no proclamar, porque sabemos que dejar entrar a Jesucristo en la vida es sanador, es salvador, es regenerador y rehabilitador de la existencia y las relaciones. ¡Qué hondura adquiere la vida humana cuando nos sabemos testigos de una Persona que nos da su vida, su fuerza, su gracia, su amor y su pasión! Cambia todo: a nuestro alrededor vemos hermanos, vemos hijos de Dios, vemos imágenes de Dios a quienes hay que dar la mano, a quienes no hay que poner muros, sino ofrecerles el mismo juicio que hizo Cristo sobre todos los hombres: amarlos incondicionalmente.
2. Entra en un diálogo constante con el Señor, pero hazlo sin aislarte de las situaciones que viven los hombres. En medio de todas las situaciones repite la oración que Cristo nos enseñó; te da espiritualidad y compromiso, te hace entrar en lo más hondo de tu vida y salir al mundo no solo para mirarlo, sino para poner manos a la obra: 1) Padre nuestro, lo eres de todos los hombres, por eso todos estos que me encuentro son mis hermanos; 2) que estás en el cielo, que para encontrarme contigo he de salir de mí mismo, como tú, Señor, lo hiciste tocando todas las llagas y heridas de los hombres; 3) santificado sea tu nombre, tu santidad y tus huellas están en todos los caminos de los hombres, también en nuestra vida personal; 4) venga tu reino, necesitamos que venga, pues el que tenemos los hombres y hacemos no nos gusta, engendra deterioro en nuestras relaciones y en nuestro corazón, hemos de dejar que las armas tuyas entren en nuestro corazón y así entren en este mundo y se vea la hondura de tu reino, y 5) hágase tu voluntad, que es lo mismo que decir: «Aquí me tienes, Señor, me pongo a tu disposición , cuenta conmigo». A partir de esto, pide al Señor lo que quieras, hazlo como un pobre que pide, con la seguridad de que Él te dará respuesta.
3. Asume el compromiso de dar la luz, la confianza, el amor mismo de Cristo. No puedes dar otra cosa más que su Luz. Él es la luz; la oscuridad o la tiniebla no pueden entrar en nuestra vida. Lo nuestro no es la oscuridad, no es la noche, es el día. Y todo porque Cristo ha resucitado. Está entre nosotros y, con cariño, nos dice como a Pedro: «¿Me amas más que estos?, ¿me amas?, ¿me quieres?». Son preguntas que nos sigue haciendo el Señor para conquistar nuestro corazón y para que dispongamos nuestra vida en la dirección que Él nos marca: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Espiritualidad y compromiso nos unifican, nos dan el ser y el modo de hacer y comportarnos. El encuentro con Dios me hace ir al prójimo, me hace hacer lo que Él hizo, que siendo Dios se acercó a los hombres haciéndose hombre.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Cardenal Osoro, arzobispo de Madrid