Pombo y Arendt: la necesidad de saber juzgar moralmente

La semana pasada mi amigo Julián tuvo la amabilidad de cederme su espacio para hablar de Álvaro Pombo. Hoy escribo sobre un tema relacionado con su obra y que me preocupa desde hace tiempo. Me refiero a la necesidad y urgencia en nuestro tiempo de juzgar moralmente. No es ésta una acción que tenga hoy popularidad, consideramos que cada uno ha de tomar sus elecciones, sin que nadie pueda atreverse a hacer juicios sobre las mismas, menos aún utilizando criterios morales. En esta actitud hay parte de verdad, pues una actitud de cerrado moralismo es asfixiante tanto personal como socialmente. Nuestra cultura además viene tradicionalmente marcada por una fuerte imposición de formas de vivir, por lo que es comprensible que en nuestro caso sea más pronunciada la renuncia a juzgar, que por otro lado se da en toda la cultura occidental.

La obra de Pombo tiene para mí gran interés, entre otras muchísimas razones, precisamente porque se atreve a hacer juicios morales. Pombo comete la osadía de presentar caminos vitales de degradación y de enaltecimiento, sin que vacile a la hora de decidirse por unos frente a otros. En un tiempo en el que hubiera sido muy cómodo presentar sin más los caminos de Salazar y Allende sin decantarse por ninguno de los dos, Pombo hace un decidido alegato a favor de Allende. Pombo logra además recuperar temas morales sin caer en el moralismo simplón de los nuevos fundamentalismos que, como reacción desorbitada al relativismo de nuestros días, sueñan con paraísos perdidos de moralidad que, en realidad, nunca existieron.

Álvaro Pombo nos muestra, de una forma narrativa, cómo es posible hoy recuperar esa capacidad de juzgar moralmente. Otro autor muy admirado por mí e importante para este tema de juzgar moralmente es la gran filósofa y teórica política Hannah Arendt (1906-1975), de quien Paidós acaba de publicar una espléndida biografía (Elisabeth Young-Bruehl, Hannah Arendt. Una biografía). Arendt hizo de la tarea de comprender uno de los ejes de su vida. En especial, trató de comprender qué es lo que había hecho posible la crueldad de los regímenes totalitarios de Hitler o de Stalin. Dentro de estos esfuerzos se encuentra un libro memorable, Eichmann en Jerusalén. Este libro nació de los informes realizados para un semanario estadounidense (New Yorker) sobre el juicio a Eichmann, quien había sido el encargado de organizar el agrupamiento en guetos y los transportes de judíos a los campos de concentración y exterminio; fue, en otras palabras, el coordinador de la siniestra maquinaria de la “Solución Final”, como llamaron los nazis al plan para la eliminación de los judíos de Europa.

La primera imagen que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en un nazi como Eichmann, es la de un despiadado criminal sin sentimientos, alguien corroído de maldad hasta su misma raíz. Sin embargo, Hannah Arendt vio que era un “tipo corriente”, incluso vulgar, que se definía a sí mismo como alguien que había “cumplido con su deber”. No era alguien que destacase por su crueldad: organizaba los convoyes de judíos como quien cumplía con una tarea empresarial, sin que Arendt percibiera la saña propia de un criminal despiadado. Hannah Arendt no dudó de que Eichmann fuera una persona corriente, pero con esto no quitaba hierro al asunto, sino que le daba a la cuestión un tono más inquietante. En efecto ¿Cómo es posible que una persona normal, padre de familia, pudiera prestarse a colaborar en una maquinaria criminal como la de la “Solución Final”? ¿Cómo es posible que alguien, sin ser un psicópata, alguien que no carece de los habituales sentimientos de piedad, que quiere a sus hijos, pueda luego colaborar en el mayor crimen jamás organizado? Arendt llegó a la conclusión de que Eichmann, y con él tantos alemanes corrientes, habían puesto en suspenso su capacidad de juzgar moralmente. Se atuvo a la legalidad criminal de la Alemania nazi, se escudó en la obediencia a sus superiores y cerró los ojos ante la aberración que se cometía delante de él.

La suspensión del juicio moral fue, según Arendt, un elemento central en la maquinaria nazi. Gente despiadada hubo entre los nazis, sin duda, pero la Solución Final no hubiera sido posible sólo con ellos. Si la gente corriente no hubiera suspendido su capacidad de juzgar moralmente, afirma Arendt, los psicópatas poco habrían logrado. Arendt apoya esta última afirmación por su estudio de los países donde la Solución Final no había tenido, por fortuna, gran éxito, tales como Dinamarca, Italia y Bulgaria. En ellos, un sentimiento cívico, o de simple humanidad, había conducido a entorpecer de tal modo la maquinaria criminal, que muchos pudieron salvarse. Arendt habló de la “banalidad del mal” como el resultado de la suspensión del juicio moral: cuando se deja de valorar moralmente lo que se hace, entonces los males pueden convertirse en algo cotidiano, que no llame la atención.

¿Qué tiene todo esto que ver con nuestro tiempo?¿Por qué las reflexiones de Arendt son tan urgentes y las novelas de Pombo tan pertinentes? No vivimos, evidentemente, en regímenes totalitarios. Sin embargo, sí que creo que en numerosas ocasiones hacemos la misma desconexión del juicio moral. Esta desconexión, además, viene enormemente ayudada por un ambiente cultural hostil a todo juicio de valor. Los peligros de esta desconexión son múltiples y no hace falta irse a la Alemania nazi o la Unión Soviética (el otro régimen calificado por Arendt de “totalitario”). A nivel personal, como a mi parecer señala Pombo, la carencia de juicio puede llevar a elegir caminos de degradación. Además, un ambiente social en que no se ve bien hacer valoraciones morales de formas de vivir no ayuda precisamente a que las personas puedan, en conciencia, elaborar sus criterios. El rechazo, justificadísimo, al moralismo dogmático se ha llevado al extremo opuesto, resultando igualmente pernicioso. Por otra parte, a nivel social esta suspensión del juicio puede hacernos cerrar los ojos ante injusticias flagrantes. Poco a poco, nos hemos acostumbrado a una forma de vida destructiva con el medio ambiente, que se cobra además el precio de la pobreza y el hambre. Ante eso cerramos los ojos. Una vez más, no somos criminales que nos regocijemos con el hambre de millones, pero enturbiamos la mirada ante esas realidades, acostumbrándonos a vivir con esta terrible injusticia sin hacer nada en la mayoría de los casos. No estamos en la Alemania nazi, repito, ni nuestras desconexiones del juicio llegan al nivel de tantos alemanes (y no alemanes) que colaboraron con el asesinato masivo. Con todo, el ejemplo del grado de maldad “banal” al que “personas corrientes” fueron capaces de llegar, ha de servirnos de advertencia para nuestros días, para hacernos ver la importancia del juicio moral.

I.O.
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