La violencia y el complejo de superioridad de la izquierda

El domingo pasado hubo una trágica muerte en pleno Madrid. Un joven de apenas 16 años muere apuñalado. El agresor era de ideología ultraderechista, el agredido, ultraizquierdista. Triste acontecimiento que muestra el fruto del odio y el fanatismo. Motivo además para reflexionar sobre cuáles son las raíces de que grupos extremistas puedan hacer mella en gente tan joven y motivo también, y especialmente, para plantear muy seriamente la necesidad de controlar, limitar y, en su caso, prohibir estos grupos. Más en general, pero no por ello menos importante, esta muerte debería hacernos cerrar filas en la defensa de los principios de la convivencia cívica, como es el de la tolerancia y el respeto al adversario, así como en la afirmación firme del marco legal y el Estado de Derecho como lugares que garantizan una coexistencia civilizada y que redundan en beneficio de todos.

¿Qué ha ocurrido en su lugar? Un triste espectáculo, al menos en ciertos ámbitos (en realidad, en los de siempre). Leo estupefacto que Izquierda Unida, entre otros, pide que se prohiban los grupos de ultraderecha. Se multiplican las manifestaciones “contra el fascismo”, y un pintoresco líder de un Sindicato de Estudiantes llama a la “movilización de la izquierda” (¿será el mismo que anuncia en la Autónoma de Madrid la conmemoración de la Revolución Rusa –por cierto, con reconocimiento de un crédito de libre elección-?) Nada se dice de los “antifascistas”. Los medios se concentran en los partidos de ultraderecha, mientras que a los colectivos enemigos y simétricamente fanáticos, apenas se los nombra. Lo que había sido el resultado trágico, pero desgraciadamente previsible, del embaucamiento de jóvenes por grupúsculos fanatizados que les hacen embarcarse en causas inexistentes, pasa a ser el problema de los grupos de ultraderecha. Un proyecto de vida truncado, una vida sesgada casi al empezar por culpa del fanatismo mentiroso, pasa a ser el resultado, único y exclusivo, de los radicales de derecha. Queda consumada la exculpación de los ultraizquierdistas, ya no son la contrapartida a los fanáticos de derecha, que oponen a la locura racista de unos su propio delirio de revoluciones y enemigos inexistentes de las mismas. Ahora, el problema está sólo en la derecha.

El desplazamiento de conceptos es imperceptible, pero radical. La tragedia, en lugar de ser el resultado del odio y el fanatismo, sin adjetivos, pasa a ser el resultado del odio de los ultraderechistas. El problema no es ya la violencia, es la extrema derecha.

El resultado de este desplazamiento tiene consecuencias dañinas de muy largo alcance. Si el problema no es el fanatismo y el odio, sino el fanatismo de derechas, entonces la izquierda queda libre de toda culpa, y la derecha es un elemento sospechoso. Nótese cuál es el panorama en que nos deja este desplazamiento: al lado izquierdo de las opciones políticas, nos podemos mover con libertad, no hay nada condenable ni peligroso, y todos los que se encuentran allí están libres de toda sospecha. Mírese ahora al lado derecho: hay unos que, sí, son demócratas y moderados, pero cuidado que hay un límite, tras el cual ya no hay demócratas. Además, si en la derecha hay una parte que tiene peligro, entonces la que no lo tiene resulta sospechosa: no llegan a ser peligrosos, pero casi; se les puede tolerar, pero a medias, y por supuesto, que no pretendan ser como los del otro lado, sin mácula.

Toda esta descripción no es más que una variante del dichoso complejo de superioridad moral que aqueja a la izquierda, con honrosas salvedades como la de Fernando Savater, Rosa Díez, Rosa Montero y (para sorpresa de quienes no la conocen) Pilar Rahola. Según este complejo, ser de izquierdas da un caché de bondad, ser de derechas uno de maldad, más o menos extrema. La presencia de este complejo, enormemente simple e infundado, está tan arraigada que sin rubor vemos diagnósticos tan disparatados como echar toda la culpa a una de las partes en un conflicto entre dos grupos igualmente extremistas y violentos, y por tanto condenables y punibles por ley (insisto, para los acomplejados de superioridad: los dos). El disparate llega al punto de hablar de grupos “antifascistas”, dándoles así un cierto marchamo de lucha contra el mal, ¿se imaginan ustedes el revuelo que se hubiera montado si a los ultraderechistas los hubieran llamado “anticomunistas”? Ojalá ese mismo alboroto se hubiera producido con este título de “antifascistas”. Para los izquierdistas aquejados de este complejo, los extremistas de izquierda son buenos chicos, idealistas y nobles, que a veces se pasan. Un liberal de derechas, en cambio, es un sospechoso de trabajar por el mal y la injusticia, poco importa si en su vida ha hecho mal a nadie.

Podríamos seguir hablando de este complejo, más allá de la trágica muerte de Carlos, y citar por ejemplo como muchos documentos, en lugar de hablar de las injusticias que atraviesan nuestro mundo, hablan de su “derechización”, como si fueran sinónimos, y como si un liberal no pudiera preocuparse de solventar las desigualdades y luchar por un mundo más justo. Resulta claro que ninguno de éstos que luchan contra la “derechización” ha leído a Rawls, por poner un ejemplo, y si lo han leído no se han enterado de nada. Claro que para qué tendrán que leer, nos replicarán, ellos son de izquierdas, por tanto buenos, es decir, que tienen razón.

Haría bien la izquierda en superar este complejo de superioridad moral, en condenar sin ambages la violencia, en luchar contra todos los fanatismos y en defender con rotundidad el marco de convivencia cívica, es decir, las leyes y el Estado, sin las veleidades románticas (y peligrosísimas) que ven a la ley como el enemigo a batir, en vez de cómo el baluarte a defender. Deberían salirse de clichés, y luchar contra esos fanáticos que amenazan a los más jóvenes, engatusándoles con delirios paranoicos, ya sean locuras derechistas que llaman a una defensa racista de una España que sólo existe en sus sueños, ya sean disparates que hablen de revoluciones, enemigos capitalistas, represiones imaginarias o paraísos cubanos. Algunos en la izquierda han dado ya el paso, pero son minoría. Otros parecen empeñados en seguir con el complejo. Deberían cambiar, aunque fuera por propio interés. El complejo de superioridad moral tiene cada vez menos credibilidad, y los que lo defienden se nos antojan, para muchos entre los que me incluyo, como personajes anacrónicos, dignos de un museo de fósiles del 68 (de la mala herencia del 68, que no todo es negativo). Han de hacerlo, a menos que quieran resignarse a perder la batalla de las ideas. Y si no, que miren a Francia o a Alemania…

I.O.
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