Lo Santo y los santos...pero sin Purgatorio
Comunión de “lo Santo” (con mayúscula) y de “los santos” (en plural). ¡No se confundan, por favor!. Este post no trata de la primera comunión de ningún periodista radiofónico de apellido parecido, sino del 1 y 2 de noviembre.
También en Japón los niños y niñas de primaria han comprado esta semana calabazas y máscaras para recorrer la vecindad pidiendo propina mientras gritaban ¡Haa-roo-uinnn...! , trasposición fonética nipónica del Halloween inglés. Este Japón lo importa todo, desde las chocolatinas de los enamorados por san Valentín hasta la rosa y el libro por sant Jordi.
Los antiguos irlandeses y escoceses celebraban el comienzo del invierno, la víspera del Samhaim, misterioso rito de tránsito y cruce del mundo humano con el divino. La liturgia cristiana bautizó la religiosidad local y la incorporó en el día de Todos los Santos.
Se quejaba un obispo catastrofista de “la ola de laicismo que nos invade” y de “las fiestas religiosas convertidas en puente para ir a la playa”. Pero también muchas festividades cristianas surgieron absorbiendo la fiesta local ya existente (empezando por la Navidad...).
En la misa infantil de las once, dialogando con el parvulado de la primera fila, tengo que explicarles que “Todos los Santos” y “Los difuntos” son una misma fiesta. Han escrito en un cartel con ideogramas japoneses de colores la frase del Credo: “Creo en la comunión de lo santo y de los santos”. Lo santo, porque estos dones que hemos presentado, este pan y este vino, que representan nuestra vida cotidiana, los santifica el Espíritu: le pedimos que “santifique estos dones”, que consagre nuestras vidas y las convierta en cuerpo y vida de Cristo para vida del mundo entero.
La comunidad cristiana se reúne en torno a “lo santo: la Eucaristía” (así nos lo enseñó el teólogo Ratzinger hace cuarenta y cinco años), y en ella se reúnen vivos y difuntos, por eso somos comunión de “los santos” reunida en torno a “lo santo”. La liturgia llama santos a quienes no lo somos, pero somos hechos santos por Dios que nos santifica..
En cuanto a los santos de los altares, bueno, ya sabemos que “ni están todos los que son, ni son todos los que están...”.
Para la misa de nueve el chip ha de ser distinto, porque vienen personas mayores, catequizadas en la era preconciliar. La viuda del señor Mikimoto pregunta si, a pesar de tantos sufragios, todavía estará su marido en el Purgatorio (“Como el pobre tenía tantos “asuntillos” fuera de casa...”, comenta sonriendo). Y el señor Takamoto viene a la sacristía preguntando cómo ganar indulgencias. Habrá que comenzar tranquilizándoles, en vez de agobiarles con imágenes de almas en pena o fuegos de purgatorio. “Nada de fuego, ni de sala de espera; nada de purgar, expiar o pagar penas para satisfacer, según el estilo jurídico heredado de la mentalidad romana; nada de comprar indulgencias como quien paga multas de tráfico”.
“Entonces, ¿es que ya no hay Purgatorio?”, dice perpleja la viuda Mikimoto.. “¿Será, dice el bromista Takamoto, que mientras el planeta se calienta el Purgatorio se enfría?” Pues habrá que aclarar en la homilía qué queda o qué no queda del Purgatorio.
Lo expliqué justamente hace un año en el blog de Religión Digital; pero, como en tiempos de fundamentalismos necesitamos reeducación en hermenéutica, vuelvo sobre el mismo tema. (Una “amable” lectora latinoamericana, caracterizada por lo cáustico de sus comentarios al blog, me deseaba el otro día años de purgatorio para expiar presuntas maldades de mis escritos...).
Ante todo, “Purificación” es el nombre del símbolo mal llamado “Purgatorio”. En vez de purgarnos antes de contemplar cara a cara el Misterio de la Vida, es al revés: el encuentro con ese misterio nos purifica, según dice la carta primera de Juan: “Se manifestará entonces lo que somos... Veremos cara a cara... Esa vista nos purifica” (1 Jn 3, 1-3; segunda lectura de la liturgia de Todos los Santos).
Orar recordando a lo seres queridos (más que orar por ellos, orar en compañía de ellos y por su intercesión) es tradición antigua en la Iglesia. Solamente desde el siglo cuarto se menciona un “purgatorio”. Predicadores como san Cipriano tomaron a la letra lo del “fuego que quema la paja y purifica el oro” (1 Corintios 3, 12-15) y usaron la palabra “purgar”, de donde salió el “purgatorio”. La mentalidad jurista latina elucubró sobre expiar y pagar penas, incluso por lo ya perdonado. Las iglesias griegas preferían hablar de “purificación” y divinización en el trance de la muerte, en vez de purga y satisfacción expiadora. El Concilio de Florencia buscó un compromiso (como ocurre a menudo en documentos eclesiásticos, para contentar a dos extremos de la feligresía): quitó lo del fuego, tranquilizando así a las comunidades griegas, y mantuvo la expiación, dando gusto a las latinas.
Pero se complicó la cosa por el trapicheo mercantil de las indulgencias, que con razón criticó Lutero. El Concilio de Trento prohibió las exageraciones pirómanas de la predicación, pero no se le hizo caso y siguieron exhibiéndose los cuadros de ánimas achicharrándose en llamas (De pequeño, recuerdo cómo me impresionaba ver esas imágenes de tamaño natural en san Nicolás y san Antolín, en Murcia, unos cuadros inmensos de ánimas en pena; ignoro si, por fin, los habrán quitado).
El Concilio Vaticano II corrigió de nuevo (Lumen gentium, 49-51) y el Catecismo del 92, en vez de “purgar”, habló de “purificarse”. Queda, por tanto, la riqueza del símbolo refrescante de la purificación, como en el agua bautismal cristiana o en el kiyome sintoísta con agua pura. Recordamos sin ansiedad a los seres queridos difuntos, que ya descansan, como se canta en el Requiem, en el lugar del "refrigerio, la luz y la paz”.
Lo dije, en vida de mi madre, en una homilía, y comentó ella, desde la sensatez creyente acumulada durante sus ochenta y nueve años: “Hijo mío, esta teología es un alivio, pero, ¿por qué los curas lo teníais tan callado hasta ahora?”.
También en Japón los niños y niñas de primaria han comprado esta semana calabazas y máscaras para recorrer la vecindad pidiendo propina mientras gritaban ¡Haa-roo-uinnn...! , trasposición fonética nipónica del Halloween inglés. Este Japón lo importa todo, desde las chocolatinas de los enamorados por san Valentín hasta la rosa y el libro por sant Jordi.
Los antiguos irlandeses y escoceses celebraban el comienzo del invierno, la víspera del Samhaim, misterioso rito de tránsito y cruce del mundo humano con el divino. La liturgia cristiana bautizó la religiosidad local y la incorporó en el día de Todos los Santos.
Se quejaba un obispo catastrofista de “la ola de laicismo que nos invade” y de “las fiestas religiosas convertidas en puente para ir a la playa”. Pero también muchas festividades cristianas surgieron absorbiendo la fiesta local ya existente (empezando por la Navidad...).
En la misa infantil de las once, dialogando con el parvulado de la primera fila, tengo que explicarles que “Todos los Santos” y “Los difuntos” son una misma fiesta. Han escrito en un cartel con ideogramas japoneses de colores la frase del Credo: “Creo en la comunión de lo santo y de los santos”. Lo santo, porque estos dones que hemos presentado, este pan y este vino, que representan nuestra vida cotidiana, los santifica el Espíritu: le pedimos que “santifique estos dones”, que consagre nuestras vidas y las convierta en cuerpo y vida de Cristo para vida del mundo entero.
La comunidad cristiana se reúne en torno a “lo santo: la Eucaristía” (así nos lo enseñó el teólogo Ratzinger hace cuarenta y cinco años), y en ella se reúnen vivos y difuntos, por eso somos comunión de “los santos” reunida en torno a “lo santo”. La liturgia llama santos a quienes no lo somos, pero somos hechos santos por Dios que nos santifica..
En cuanto a los santos de los altares, bueno, ya sabemos que “ni están todos los que son, ni son todos los que están...”.
Para la misa de nueve el chip ha de ser distinto, porque vienen personas mayores, catequizadas en la era preconciliar. La viuda del señor Mikimoto pregunta si, a pesar de tantos sufragios, todavía estará su marido en el Purgatorio (“Como el pobre tenía tantos “asuntillos” fuera de casa...”, comenta sonriendo). Y el señor Takamoto viene a la sacristía preguntando cómo ganar indulgencias. Habrá que comenzar tranquilizándoles, en vez de agobiarles con imágenes de almas en pena o fuegos de purgatorio. “Nada de fuego, ni de sala de espera; nada de purgar, expiar o pagar penas para satisfacer, según el estilo jurídico heredado de la mentalidad romana; nada de comprar indulgencias como quien paga multas de tráfico”.
“Entonces, ¿es que ya no hay Purgatorio?”, dice perpleja la viuda Mikimoto.. “¿Será, dice el bromista Takamoto, que mientras el planeta se calienta el Purgatorio se enfría?” Pues habrá que aclarar en la homilía qué queda o qué no queda del Purgatorio.
Lo expliqué justamente hace un año en el blog de Religión Digital; pero, como en tiempos de fundamentalismos necesitamos reeducación en hermenéutica, vuelvo sobre el mismo tema. (Una “amable” lectora latinoamericana, caracterizada por lo cáustico de sus comentarios al blog, me deseaba el otro día años de purgatorio para expiar presuntas maldades de mis escritos...).
Ante todo, “Purificación” es el nombre del símbolo mal llamado “Purgatorio”. En vez de purgarnos antes de contemplar cara a cara el Misterio de la Vida, es al revés: el encuentro con ese misterio nos purifica, según dice la carta primera de Juan: “Se manifestará entonces lo que somos... Veremos cara a cara... Esa vista nos purifica” (1 Jn 3, 1-3; segunda lectura de la liturgia de Todos los Santos).
Orar recordando a lo seres queridos (más que orar por ellos, orar en compañía de ellos y por su intercesión) es tradición antigua en la Iglesia. Solamente desde el siglo cuarto se menciona un “purgatorio”. Predicadores como san Cipriano tomaron a la letra lo del “fuego que quema la paja y purifica el oro” (1 Corintios 3, 12-15) y usaron la palabra “purgar”, de donde salió el “purgatorio”. La mentalidad jurista latina elucubró sobre expiar y pagar penas, incluso por lo ya perdonado. Las iglesias griegas preferían hablar de “purificación” y divinización en el trance de la muerte, en vez de purga y satisfacción expiadora. El Concilio de Florencia buscó un compromiso (como ocurre a menudo en documentos eclesiásticos, para contentar a dos extremos de la feligresía): quitó lo del fuego, tranquilizando así a las comunidades griegas, y mantuvo la expiación, dando gusto a las latinas.
Pero se complicó la cosa por el trapicheo mercantil de las indulgencias, que con razón criticó Lutero. El Concilio de Trento prohibió las exageraciones pirómanas de la predicación, pero no se le hizo caso y siguieron exhibiéndose los cuadros de ánimas achicharrándose en llamas (De pequeño, recuerdo cómo me impresionaba ver esas imágenes de tamaño natural en san Nicolás y san Antolín, en Murcia, unos cuadros inmensos de ánimas en pena; ignoro si, por fin, los habrán quitado).
El Concilio Vaticano II corrigió de nuevo (Lumen gentium, 49-51) y el Catecismo del 92, en vez de “purgar”, habló de “purificarse”. Queda, por tanto, la riqueza del símbolo refrescante de la purificación, como en el agua bautismal cristiana o en el kiyome sintoísta con agua pura. Recordamos sin ansiedad a los seres queridos difuntos, que ya descansan, como se canta en el Requiem, en el lugar del "refrigerio, la luz y la paz”.
Lo dije, en vida de mi madre, en una homilía, y comentó ella, desde la sensatez creyente acumulada durante sus ochenta y nueve años: “Hijo mío, esta teología es un alivio, pero, ¿por qué los curas lo teníais tan callado hasta ahora?”.