Otras iglesias hermanas: también iglesias, también hermanas
Cuando Juan XXIII soñó con compartir la mesa del pan de vida con las otras iglesias hermanas (son iglesias y son hermanas), la vieja guardia cardenalicia se asustó. La frase no era políticamente correcta. Tijeras y lápiz rojo de censura dejaron el texto “afeitado”, listo para las páginas del periódico vaticano.
Cuando Juan habló a los seminaristas, un mes después de elegido Papa, dijo que le daba apuro oirse llamar “Santo Padre” o “Santidad”. La censura cortó esta frase.
En noviembre, Juan dio órdenes al redactor jefe de L,Osservatore Romano para que suprimiera melosas expresiones como “el inspirado Santo Padre”, “el muy supremo Pontífice” o “sus augustos labios”. En Navidad de ese año visitó la cárcel de Roma y les contó a los presos la anécdota de su hermano, que había sido pillado cazando furtivamente. Tampoco esto pareció apropiado en labios papales; el periódico se sintió obligado a suprimir la frase.
Pero fue más grave la censura conservadora cuando, al anunciar a los cardenales el proyecto del Concilio Vaticano II, añadió Juan XXIII: “una amistosa y renovada invitación a nuestros hermanos separados de las iglesias cristianas a participar con nosotros del banquete de gracia y hermandad, al que aspiran tantas almas en tantos rincones del mundo”. El lápiz rojo de la censura tachó la palabra “hermanos” y la palabra “iglesias”, convirtíéndolas en “fieles de las comunidades separadas”. También tachó la frase “participar en el banquete de gracia y hermandad”, traicionando así el deseo de Juan de que llegase el día de la eucaristía compartida por todos y todas. La sustituyeron por la frase “buscar la unidad y la gracia”, como si las iglesias protestantes no aspirasen a la unidad o como si no tuviesen la gracia y ésta fuera monopolio católico.
A Juan XXIII le dolió que la censura lo tratase como a niño de escuela elemental. Pero le dolió, sobre todo, porque “la versión corregida que se había dado a conocer era mucho menos amistosa y dejaba perplejos a los otros cristianos: no sabían si se les tomaba en serio, ni a qué se les invitaba. El filo del compromiso con el ecumenismo por parte del papa Juan quedaba embotado por lo timorato de los censores” ( Véase: P. Hebblethwaite, Juan XXIII. El Papa del Concilio, Madrid: PPC, 2000, p. 415; lástima que este libro de más de seiscientas páginas no se haya reeditado en edición de bolsillo, ya que vendría muy bien hoy día para fomentar memoria histórica eclesial).
Me he acordado de estas anécdotas de Juan XXIII mientras leía con pena y perplejidad el documento recientemente publicado por monseñores Levada y Amato, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (Responsa ad quaestiones, 29-VI-2007: Respuesta a algunas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la iglesia.). La historia se repite. Este documento, tan poco ecuménico como el titulado Dominus Jesus (6-VIII-2000: Declaración sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia), pone en medio siglo de retraso el reloj ecuménico, al que dio cuerda el Espíritu Santo en los días del Concilio.
Que el Espíritu nos renueve la memoria histórica para frenar los intentos de involución eclesial.
Cuando Juan habló a los seminaristas, un mes después de elegido Papa, dijo que le daba apuro oirse llamar “Santo Padre” o “Santidad”. La censura cortó esta frase.
En noviembre, Juan dio órdenes al redactor jefe de L,Osservatore Romano para que suprimiera melosas expresiones como “el inspirado Santo Padre”, “el muy supremo Pontífice” o “sus augustos labios”. En Navidad de ese año visitó la cárcel de Roma y les contó a los presos la anécdota de su hermano, que había sido pillado cazando furtivamente. Tampoco esto pareció apropiado en labios papales; el periódico se sintió obligado a suprimir la frase.
Pero fue más grave la censura conservadora cuando, al anunciar a los cardenales el proyecto del Concilio Vaticano II, añadió Juan XXIII: “una amistosa y renovada invitación a nuestros hermanos separados de las iglesias cristianas a participar con nosotros del banquete de gracia y hermandad, al que aspiran tantas almas en tantos rincones del mundo”. El lápiz rojo de la censura tachó la palabra “hermanos” y la palabra “iglesias”, convirtíéndolas en “fieles de las comunidades separadas”. También tachó la frase “participar en el banquete de gracia y hermandad”, traicionando así el deseo de Juan de que llegase el día de la eucaristía compartida por todos y todas. La sustituyeron por la frase “buscar la unidad y la gracia”, como si las iglesias protestantes no aspirasen a la unidad o como si no tuviesen la gracia y ésta fuera monopolio católico.
A Juan XXIII le dolió que la censura lo tratase como a niño de escuela elemental. Pero le dolió, sobre todo, porque “la versión corregida que se había dado a conocer era mucho menos amistosa y dejaba perplejos a los otros cristianos: no sabían si se les tomaba en serio, ni a qué se les invitaba. El filo del compromiso con el ecumenismo por parte del papa Juan quedaba embotado por lo timorato de los censores” ( Véase: P. Hebblethwaite, Juan XXIII. El Papa del Concilio, Madrid: PPC, 2000, p. 415; lástima que este libro de más de seiscientas páginas no se haya reeditado en edición de bolsillo, ya que vendría muy bien hoy día para fomentar memoria histórica eclesial).
Me he acordado de estas anécdotas de Juan XXIII mientras leía con pena y perplejidad el documento recientemente publicado por monseñores Levada y Amato, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (Responsa ad quaestiones, 29-VI-2007: Respuesta a algunas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la iglesia.). La historia se repite. Este documento, tan poco ecuménico como el titulado Dominus Jesus (6-VIII-2000: Declaración sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia), pone en medio siglo de retraso el reloj ecuménico, al que dio cuerda el Espíritu Santo en los días del Concilio.
Que el Espíritu nos renueve la memoria histórica para frenar los intentos de involución eclesial.