Va por ti, abuelo

Quienes hayáis mirado al cielo estos días, con esa mirada soñadora e ilusionada con la que ha de hacerse, estoy seguro de que os habréis percatado de que, desde el viernes pasado, hay una nueva estrella.

¿Que a qué se deberá esa nueva estrella? Yo os lo diré… es mi abuelo, que desde ese día y a sus 96 años de edad, volvió a "la casa" ,a compartir espacios con Susana, la que fuese su mujer.

Fue un hombre ligado a la tierra, a la naturaleza. Fue cazador, de los de antes, de los que tenían en la actividad cinegética un medio de supervivencia (su perra Caspita, su escopeta rudimentaria).

Fue herrero, por ese apelativo se le conocía, supo forjar los aperos de labranza y las herraduras que calzasen las caballerías que tirarían de ellas. Y fue quien, con su hacer, ayudaba a que la matanza del cerdo fuese un ritual al par que una fuente de suculentas viandas para las gentes de mi pueblo.

Cómo olvidar la manzanilla que cogía, las moras “pal Alberto _decía_” o las nueces que me cascaba para que yo no me tuviese que molestar.

Nos enseñó esa máxima de “estar ahí”. Ser partícipe pese a no oír (su trabajo en la fragua le privó de ese sentido); o de no ver, como es mi caso.

Cada domingo iba a misa sin importar que no oyese lo que en ella se decía.

Supo regalar sonrisas a quien se paraba a saludarle, o se acercaba a decirle algo. Y supo, también, crearlas por medio de sus expresiones y calidez, eso sí con la sobriedad del castellano.

No se resignó a la pasividad de ir dejando que la vida transcurriese vacía. Mantuvo el afán por enterarse de cuanto sucedía (siempre pendiente de la tele o el periódico), vigilando quién iba o venía, pidiendo que le dejasen ayudar en casa.

Ejemplificó el gusto por la disciplina: ése darle cuerda al reloj de bolsillo cada día, ése tomarse las gotas que le habían prescrito, esa rigidez en los horarios…

No puedo olvidar cómo me hablaba de los tiempos en que, allá por la posguerra, había venido a Madrid y los recuerdos que le quedaron (la pensión en la calle Amor de Dios, la farmacia El Globo…). De tantos otros recuerdos como cuando condujo el Man, el primer tractor que venía al pueblo o cuando conoció a Manolo Escobar y sus hermanos.

Al tiempo que escribo estos recuerdos, le veo, vislumbro su porte erguido, alto, su boina, la gayata. Veo cómo se afana en darnos los “aguinaldos” y cómo cada vez le digo “que nos los des muchos años”…

Oigo los martillazos en el yunque, el calor de la fragua alimentado por el fuelle…

Morir en casa, con la mente lúcida, sin apenas dolores, teniendo sus manos sostenidas por sus dos hijas, recibiendo el respeto y la compañía de mucha gente y siendo objeto de una misa “para él”, no como esos tantos funerales hechos a modo de plantilla en los que sólo varía el nombre de los protagonistas.

Y aún más, recibiendo (estoy seguro de que él lo contempló) el sentimiento ejemplar, genuino, pleno, desgarrado,de sus dos biznietas con un gesto como muestra: Isabel pidiendo que se introdujese en el ataúd la baraja con la que jugaban o cómo Susana lloraba sostenida por mi brazo.

Gracias a Dios por regalarme el haber podido presumir de un abuelo como él durante tantos años y gracias a Él por dejarme recuerdos compartidos.

¡Va por ti, Abuelo! (escrito por Alberto Gil, mi primo)
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