La Iglesia enseña cuando aprende
El Papa Francisco ha dirigido a los católicos 39 preguntas sobre moral sexual y familiar. De este modo ha dado comienzo a la preparación del Sínodo sobre la Familia que se realizará en 2015. Francisco quiere auscultar en el mismo Pueblo de Dios qué está ocurriendo en esta materia. Hemos de creer que las suyas no son preguntas retóricas, sino que el Papa realmente quiere escuchar.
Las primeras respuestas hechas públicas (Alemania, Bélgica, Francia, Japón y Suiza) han dado origen a una inquietud. Hay un abismo entre la enseñanza eclesiástica y la práctica de los bautizados. ¿Qué hará la institución eclesial para superar la incomprensión detectada? ¿Puede hacer un progreso doctrinal en estas materias? Progresos doctrinales en la historia de la Iglesia ha habido muchos.
La Iglesia ha recibido una revelación irreductible al esfuerzo humano por comprender a Dios. La Iglesia sabe de la salvación porque Dios se le ha autorrevelado. En esta autorrevelación de Dios como amor, implícitamente se le ha revelado también el sentido del hombre y del mundo. Pero esto que ella sabe por revelación ha debido llegar a comprenderlo en un lenguaje y en unas categorías culturales e históricas. Dios se le ha dado a conocer de un modo humanamente comprensible.
La prueba teológica de lo anterior es el mismo Jesús. Dios se autorreveló a la Iglesia en Jesús de Nazaret. Jesús necesitó de María y de José que le enseñaron la lengua, que le enseñaron a rezar y a amar, para elaborar su mensaje con sus propias palabras. La Iglesia, por su parte, no desechó el Antiguo Testamento para quedarse solo con Cristo. Sin el Antiguo Testamento, no habría entendido la novedad de Jesús y su mensaje. Pero, además, sucesivamente necesitó el griego, el latín y las lenguas germánicas para anunciar a Jesucristo en la cultura occidental, cultura que, por otra parte, fue siendo influenciada por la fe cristiana. Hoy la Iglesia hace un esfuerzo no solo en actualizar su predicación en nuevas categorías –muchas de ellas científicas -, sino también en otras lenguas y culturas: latinoamericanas, africanas, asiáticas y oceánicas.
La Encarnación es histórica. Por esto, no sabríamos quién es realmente Dios sin Jesús, un judío, varón y del siglo I. La revelación tiene lugar en la historia y adopta características históricas. En cuanto mensaje, por tanto, es tan concreto como limitado y provisional. Su contenido es eterno: el amor de Dios. Pero el modo de conocerse este amor varía en épocas y territorios distintos. Nadie, por lo mismo, puede pretender identificar su modo de entender a Dios con Dios mismo; y, en consecuencia, su modo de entender al hombre y al mundo, con el modo que Dios tiene de hacerlo porque nadie podría agotar su expresión histórica y cultural.
En virtud de Cristo, por decirlo así, la Iglesia sabe cómo Dios salva su creación; y en virtud del Espíritu Santo llega a comprender, no sin esfuerzo, cómo lo hace. La confesión de Dios trino es equivalente a creer que Dios se da a conocer de un modo histórico, a través de los cambios y progresos culturales. La fe cristiana es trinitaria. No binitaria. No termina en lo que Jesús pudo hacer y enseñar. Es trinitaria. El Espíritu Santo continúa haciéndonos comprender lo que sabemos de Cristo por el Evangelio y la Tradición de la Iglesia, y lo hará hasta el final de los tiempos. La “verdad” cristiana ha quedado entregada a sucesivas interpretaciones; tantas, como las experiencias que la Iglesia puede tener de Cristo. Estas constituyen la Tradición con mayúscula, muy distinta de las tradiciones. El tradicionalismo otorga un valor absoluto a expresiones religiosas que pudieron tener valor en una época, pero que en otras épocas han perdido toda vigencia. La Tradición no es por esto “relativista”. Supera el relativismo, triunfando sobre el fundamentalismo y el fideísmo porque supone un concepto histórico de la razón humana.
De aquí que la Iglesia enseña cuando aprende. Aprende, cuando vive abierta al habla del Espíritu quien, a su vez, no lo hace sino a través de la humanidad ubicada histórica y culturalmente. Una Iglesia que pretende enseñar sin aprender no vive de la Trinidad. Cuando la Iglesia enseña al margen de una experiencia trinitaria de Dios, no enseña a nadie. Lamentablemente desorienta, culpabiliza y se hunde en la irrelevancia.
Pero la Iglesia comprende la revelación de Dios de un modo institucional. En ella hay autoridades. Hay un Magisterio que enseña cuál es el modo correcto de interpretar la fe del Pueblo de Dios. La interpretación de la fe hecha por el Magisterio tiene prioridad sobre las interpretaciones particulares. Pero la fe reside en el pueblo de Dios en su conjunto. Es en el sensus fidelium –el sentido creyente de los fieles- que la jerarquía de la Iglesia ausculta la voz de Dios y saca las consecuencias concretas de la revelación. Los fieles agradecen del Magisterio de los obispos una enseñanza que los conserva unidos y les permite anunciar a Cristo a los que no son cristianos. Pero todos los cristianos saben de Cristo y, por tanto, pueden también enseñar sobre él. Los laicos pueden enseñar a los obispos, si aprenden de ellos. Los obispos enseñan a los laicos, si aprenden de ellos .Todos pueden aprender y enseñar en la medida que viven obedientes a la voz del Espíritu; con la diferencia que los fieles encuentran en la jerarquía de la Iglesia una interpretación auténtica del Evangelio tanto en el campo de las costumbres (moral) como en el de la fe (creencias), y con distintos grados de obligatoriedad.
Esto significa, evidentemente, que los fieles –laicos, sacerdotes y obispos- se pueden equivocar o desobedecer; y que también el Magisterio pueda equivocarse, como se ha visto a veces en la historia de la Iglesia (Galileo es el caso emblemático). El Magisterio puede enseñar algo que los cristianos, en su gran mayoría, no practican o no creen. Ha sucedido muchas veces que los años terminaron por darle la razón al Magisterio. Esto, teológicamente hablando, se llamada “recepción” (aceptación, acogida). Pero también puede ocurrir que la enseñanza de la Iglesia no sea “recibida” por el Pueblo Dios, porque no se ha considerado el habla del Espíritu a través suyo. Sucede cuando el rechazo de una enseñanza oficial de una parte muy numerosa de los cristianos se mantiene por décadas. Puede ser que en estos casos el Magisterio no logra enseñar a los bautizados porque no se rinde a aprender de ellos.
La Iglesia en su historia ha hecho numerosos progresos doctrinales. El Vaticano II es el caso más impresionante. En aquella oportunidad el Concilio desechó los documentos preparatorios de los teólogos de la Curia romana, aunque fueran muy ortodoxos, e inició, con enorme audacia y fe, una etapa de creatividad teológica nunca vista. Juan XXIII y Pablo VI, los papas del Concilio, en vez de interrumpir los debates, guardaron silencio, dejaron discutir, escucharon y poco a poco fueron consiguiendo que las Constituciones y Decretos se aprobaran con grandes consensos.
Las primeras respuestas hechas públicas (Alemania, Bélgica, Francia, Japón y Suiza) han dado origen a una inquietud. Hay un abismo entre la enseñanza eclesiástica y la práctica de los bautizados. ¿Qué hará la institución eclesial para superar la incomprensión detectada? ¿Puede hacer un progreso doctrinal en estas materias? Progresos doctrinales en la historia de la Iglesia ha habido muchos.
La Iglesia ha recibido una revelación irreductible al esfuerzo humano por comprender a Dios. La Iglesia sabe de la salvación porque Dios se le ha autorrevelado. En esta autorrevelación de Dios como amor, implícitamente se le ha revelado también el sentido del hombre y del mundo. Pero esto que ella sabe por revelación ha debido llegar a comprenderlo en un lenguaje y en unas categorías culturales e históricas. Dios se le ha dado a conocer de un modo humanamente comprensible.
La prueba teológica de lo anterior es el mismo Jesús. Dios se autorreveló a la Iglesia en Jesús de Nazaret. Jesús necesitó de María y de José que le enseñaron la lengua, que le enseñaron a rezar y a amar, para elaborar su mensaje con sus propias palabras. La Iglesia, por su parte, no desechó el Antiguo Testamento para quedarse solo con Cristo. Sin el Antiguo Testamento, no habría entendido la novedad de Jesús y su mensaje. Pero, además, sucesivamente necesitó el griego, el latín y las lenguas germánicas para anunciar a Jesucristo en la cultura occidental, cultura que, por otra parte, fue siendo influenciada por la fe cristiana. Hoy la Iglesia hace un esfuerzo no solo en actualizar su predicación en nuevas categorías –muchas de ellas científicas -, sino también en otras lenguas y culturas: latinoamericanas, africanas, asiáticas y oceánicas.
La Encarnación es histórica. Por esto, no sabríamos quién es realmente Dios sin Jesús, un judío, varón y del siglo I. La revelación tiene lugar en la historia y adopta características históricas. En cuanto mensaje, por tanto, es tan concreto como limitado y provisional. Su contenido es eterno: el amor de Dios. Pero el modo de conocerse este amor varía en épocas y territorios distintos. Nadie, por lo mismo, puede pretender identificar su modo de entender a Dios con Dios mismo; y, en consecuencia, su modo de entender al hombre y al mundo, con el modo que Dios tiene de hacerlo porque nadie podría agotar su expresión histórica y cultural.
En virtud de Cristo, por decirlo así, la Iglesia sabe cómo Dios salva su creación; y en virtud del Espíritu Santo llega a comprender, no sin esfuerzo, cómo lo hace. La confesión de Dios trino es equivalente a creer que Dios se da a conocer de un modo histórico, a través de los cambios y progresos culturales. La fe cristiana es trinitaria. No binitaria. No termina en lo que Jesús pudo hacer y enseñar. Es trinitaria. El Espíritu Santo continúa haciéndonos comprender lo que sabemos de Cristo por el Evangelio y la Tradición de la Iglesia, y lo hará hasta el final de los tiempos. La “verdad” cristiana ha quedado entregada a sucesivas interpretaciones; tantas, como las experiencias que la Iglesia puede tener de Cristo. Estas constituyen la Tradición con mayúscula, muy distinta de las tradiciones. El tradicionalismo otorga un valor absoluto a expresiones religiosas que pudieron tener valor en una época, pero que en otras épocas han perdido toda vigencia. La Tradición no es por esto “relativista”. Supera el relativismo, triunfando sobre el fundamentalismo y el fideísmo porque supone un concepto histórico de la razón humana.
De aquí que la Iglesia enseña cuando aprende. Aprende, cuando vive abierta al habla del Espíritu quien, a su vez, no lo hace sino a través de la humanidad ubicada histórica y culturalmente. Una Iglesia que pretende enseñar sin aprender no vive de la Trinidad. Cuando la Iglesia enseña al margen de una experiencia trinitaria de Dios, no enseña a nadie. Lamentablemente desorienta, culpabiliza y se hunde en la irrelevancia.
Pero la Iglesia comprende la revelación de Dios de un modo institucional. En ella hay autoridades. Hay un Magisterio que enseña cuál es el modo correcto de interpretar la fe del Pueblo de Dios. La interpretación de la fe hecha por el Magisterio tiene prioridad sobre las interpretaciones particulares. Pero la fe reside en el pueblo de Dios en su conjunto. Es en el sensus fidelium –el sentido creyente de los fieles- que la jerarquía de la Iglesia ausculta la voz de Dios y saca las consecuencias concretas de la revelación. Los fieles agradecen del Magisterio de los obispos una enseñanza que los conserva unidos y les permite anunciar a Cristo a los que no son cristianos. Pero todos los cristianos saben de Cristo y, por tanto, pueden también enseñar sobre él. Los laicos pueden enseñar a los obispos, si aprenden de ellos. Los obispos enseñan a los laicos, si aprenden de ellos .Todos pueden aprender y enseñar en la medida que viven obedientes a la voz del Espíritu; con la diferencia que los fieles encuentran en la jerarquía de la Iglesia una interpretación auténtica del Evangelio tanto en el campo de las costumbres (moral) como en el de la fe (creencias), y con distintos grados de obligatoriedad.
Esto significa, evidentemente, que los fieles –laicos, sacerdotes y obispos- se pueden equivocar o desobedecer; y que también el Magisterio pueda equivocarse, como se ha visto a veces en la historia de la Iglesia (Galileo es el caso emblemático). El Magisterio puede enseñar algo que los cristianos, en su gran mayoría, no practican o no creen. Ha sucedido muchas veces que los años terminaron por darle la razón al Magisterio. Esto, teológicamente hablando, se llamada “recepción” (aceptación, acogida). Pero también puede ocurrir que la enseñanza de la Iglesia no sea “recibida” por el Pueblo Dios, porque no se ha considerado el habla del Espíritu a través suyo. Sucede cuando el rechazo de una enseñanza oficial de una parte muy numerosa de los cristianos se mantiene por décadas. Puede ser que en estos casos el Magisterio no logra enseñar a los bautizados porque no se rinde a aprender de ellos.
La Iglesia en su historia ha hecho numerosos progresos doctrinales. El Vaticano II es el caso más impresionante. En aquella oportunidad el Concilio desechó los documentos preparatorios de los teólogos de la Curia romana, aunque fueran muy ortodoxos, e inició, con enorme audacia y fe, una etapa de creatividad teológica nunca vista. Juan XXIII y Pablo VI, los papas del Concilio, en vez de interrumpir los debates, guardaron silencio, dejaron discutir, escucharon y poco a poco fueron consiguiendo que las Constituciones y Decretos se aprobaran con grandes consensos.