Una historia de resistencia al necro-poder a la orilla del Magdalena Religiosidad para no dejar morir a los muertos
Los invito pues a que viajemos a Puerto Berrio, un poblado antioqueño del Magdalena Medio.
Ese río se sabe nuestras historias y nuestra vida, y aunque puede contar tantas cosas lindas, se ha visto obligado a relatarnos la muerte.
Hace ya muchos años, dicen que más de treinta, los porteños empezaron a ver cadáveres flotando en el río. Los grupos armados les prohibían sacar los muertos del río y darles “cristiana sepultura”.
Se llenaron de valor y comenzaron a desafiar a los violentos. Su religiosidad los llevó a resistir y a no dejarse dominar por el necro-poder que quería imponerse. Y arriesgando su vida, compadecidos de estos “espíritus” que necesitaban descanso, se decidieron a traerse los cadáveres al cementerio e inhumarlos, como amerita que se sepulte a un cristiano.
Esas historias, esos rescates del agua y del olvido... querían expresar verdades más hondas, más allá de la letra y del rigor: la certeza de que Dios cuida de todos y que la arbitrariedad de los malos no podía ni puede ser la última palabra.
Era el modo de resistir, de vivir esta guerra sin sentido, de hallar razones para ir adelante, para no dejar morir a los muertos
Hace ya muchos años, dicen que más de treinta, los porteños empezaron a ver cadáveres flotando en el río. Los grupos armados les prohibían sacar los muertos del río y darles “cristiana sepultura”.
Se llenaron de valor y comenzaron a desafiar a los violentos. Su religiosidad los llevó a resistir y a no dejarse dominar por el necro-poder que quería imponerse. Y arriesgando su vida, compadecidos de estos “espíritus” que necesitaban descanso, se decidieron a traerse los cadáveres al cementerio e inhumarlos, como amerita que se sepulte a un cristiano.
Esas historias, esos rescates del agua y del olvido... querían expresar verdades más hondas, más allá de la letra y del rigor: la certeza de que Dios cuida de todos y que la arbitrariedad de los malos no podía ni puede ser la última palabra.
Era el modo de resistir, de vivir esta guerra sin sentido, de hallar razones para ir adelante, para no dejar morir a los muertos
Esas historias, esos rescates del agua y del olvido... querían expresar verdades más hondas, más allá de la letra y del rigor: la certeza de que Dios cuida de todos y que la arbitrariedad de los malos no podía ni puede ser la última palabra.
Era el modo de resistir, de vivir esta guerra sin sentido, de hallar razones para ir adelante, para no dejar morir a los muertos
| Jairo Alberto Franco Uribe
Al tratar el tema de la religiosidad popular, no dejo de pensar en un fenómeno que, aunque no he visto en el lugar de los hechos, si me ha interesado bastante y he podido estudiar leyendo “Los Escogidos” de Patricia Nieto, viendo la película documental “Réquiem NN” de Juan Manuel Echavarría, siguiendo los testimonios en la plataforma digital de la Comisión de la Verdad y curioseando en la red.
Los invito pues a que viajemos a Puerto Berrio, un poblado antioqueño del Magdalena Medio. El Magdalena es el principal río de Colombia y recorre nuestra geografía de sur a norte para caer en el Atlántico. Ese río se sabe nuestras historias y nuestra vida, y aunque puede contar tantas cosas lindas, se ha visto obligado a relatarnos la muerte. El conflicto armado lo volvió un cementerio de agua, o, tal vez, de sangre y de lágrimas.
La gente del puerto fluvial es profundamente religiosa, miran la vida desde lo sagrado, y es por eso que para ellos hay significados de todo y todo lo que ven en la rutina de sus días les habla y les da sentido. Pareciera que en todo vieran un misterio, algo del más allá, una llamada, un consuelo, una explicación y hasta oportunidad para salvarse y salvar a los otros y a las cosas mismas.
Hace ya muchos años, dicen que más de treinta, los porteños empezaron a ver cadáveres flotando en el río, muchos cuerpos de hombres y mujeres, unos enteros y otros desmembrados, casi todos ya descompuestos y de mal olor, todos desfigurados. Ellos se llenaron de compasión y de horror. De compasión porque oían historias de torturas, de asesinatos, de desapariciones y porque muchos de sus propios familiares seguían siendo víctimas. De horror porque los grupos armados les prohibían sacar los muertos del río y darles “cristiana sepultura” y esto para ellos, además de cruel, era abominación: según los ribereños ni los muertos descansaban en la paz, ni ellos que los veían flotar podían volver tranquilos a sus trabajos y dormir en las noches.
Se llenaron de valor y comenzaron a desafiar a los violentos. Su religiosidad los llevó a resistir y a no dejarse dominar por el necro-poder que quería imponerse. Y arriesgando su vida, compadecidos de estos “espíritus” que necesitaban descanso, se decidieron a traerse los cadáveres al cementerio e inhumarlos, como amerita que se sepulte a un cristiano. Y las ideas de sus mayores y las del Evangelio de Jesús resonaban en sus cabezas y sabían que la dignidad de estos “ninguniados”, a los que se había querido borrar la imagen de Dios de sus cuerpos y recuerdos y hacerlos desaparecer comidos de los peces y las aves de carroña, requería nombres precisos y pronunciados con afecto.
Así, estas gentes del río, además de enterrar los cuerpos, se vieron “adoptando” las víctimas y, sin importar quiénes eran, qué habían hecho o no, sin saber sus datos, les fueron inventando biografías que, aunque no fueran tal como ocurrieron, pues al menos los sacara del anonimato. Los que flotaban en el río y traían al cementerio no eran más muertos sin nombre, eran “escogidos”. Esas historias, esos rescates del agua y del olvido, aunque sin asidero en la biografía real de los rescatados, querían sin embargo expresar verdades más hondas, más allá de la letra y del rigor: la certeza de que Dios cuida de todos y que la arbitrariedad de los malos no podía ni puede ser la última palabra. Así los muertos enterrados resultaban con nombres y apellidos, les inventaban anécdotas y les asignaban fechas de cumpleaños.
Pronto los muertos empezaron a responder, era que ya no estaban muertos, la religiosidad de los sencillos los había resucitado y los imaginaba vivos, en el purgatorio o en el cielo, nunca en el infierno, y los veían retribuyendo favores. Se volvieron guardianes de sus cuidadores; así, los enterradores narran historias de gracias concedidas por los enterrados: a una señora le devolvieron el hijo que se habían llevado los violentos, a otro muchacho le consiguieron un empleo, la anciana se curó del cáncer… y así. Y las tumbas se fueron llenando de gratitud, ya no era sólo compasión y sí muchos exvotos y flores.
El “más allá” de los muertos se fue confundiendo con el “más acá” de los vivos, y el sufrimiento de unos y otros se fundió en uno sólo y se fue llenando de esperanza, de perseverancia, de aliento de Dios. Los muertos resultaron santos protectores, y los sepultureros y los que cuidaban las tumbas, agradecidos beneficiados. Se volvieron comunes las fiestas en el cementerio, para reconocer los favores y hasta para celebrar los cumpleaños con fechas imaginadas de los que ya no estaban más muertos y si muy presentes en los que les hicieron el favor de adoptarlos y hacerlos suyos.
Aquí no había definiciones, no se daban explicaciones, los dogmas se quedaban lejos y no se hundían en el río y no venían a los entierros, aquí había sólo caridad cristiana, noción vivida, no elucubrada, de la dignidad de todo hijo e hija de Dios, sentimiento vivo de que somos todos uno y que nadie puede ser excluido, de que en medio de la guerra se puede ejercitar el amor más arriesgado.
La religiosidad compasiva y la familiaridad con los muertos creó también líos. Era que, con todo este movimiento de sacar los asesinados del río y enterrarlos, de darles nombres y hacerlos familia, se hacía muy difícil el reconocimiento de los cadáveres a los oficiales forenses casi siempre llegados tarde; así la parroquia y la alcaldía, con razones también muy válidas, tenían que poner leyes y prohibir, o al menos exigir alguna disciplina a tanta compasión y familiaridad con los difuntos adoptados. Pero esto era como detener el mismo rio Magdalena, de hacerle dique a corrientes imposibles; así que la gente siguió, tal vez un poco más reglamentada, pero siguió. Y es que también era el modo de resistir, de vivir esta guerra sin sentido, de hallar razones para ir adelante, para no dejar morir a los muertos.