Leyendo en el libro de la creación La fiesta de los zancudos y la encarnación
Estaba sentado al borde del rio y me puse a mirarlo.
Entonces, algo me llamó la atención: y era que el cielo estaba dentro de las aguas o, mejor, que las aguas también eran cielo, el azul y las nubes se veían en la corriente, el sol y sus rayos iluminaban desde lo hondo y el cauce parecía firmamento.
Y me pareció que esas corrientes que bajaban en silencio y con el firmamento dentro de ellas me explicaban la encarnación. El río decía: “Yo estoy en el cielo y el cielo está en mí”, y Cristo decía: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”.
El cielo en el río, el Padre en el Hijo: las creaturas todas podemos decir lo de las aguas y lo de Cristo. Lo que vimos en Jesús, la encarnación, no es exclusivo suyo, es patrón de todo lo creado.
Que Dios siga tomando el universo entre sus manos y diciendo silencioso: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre.
Y me pareció que esas corrientes que bajaban en silencio y con el firmamento dentro de ellas me explicaban la encarnación. El río decía: “Yo estoy en el cielo y el cielo está en mí”, y Cristo decía: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”.
El cielo en el río, el Padre en el Hijo: las creaturas todas podemos decir lo de las aguas y lo de Cristo. Lo que vimos en Jesús, la encarnación, no es exclusivo suyo, es patrón de todo lo creado.
Que Dios siga tomando el universo entre sus manos y diciendo silencioso: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre.
Que Dios siga tomando el universo entre sus manos y diciendo silencioso: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Estaba sentado al borde del rio y me puse a mirarlo. En un pequeño charco cerca de la orilla, montones de zancudos se bañaban y agitaban las aguas en ondas de círculos perfectos … y era como una fiesta. No solo zancudos, había muchos otros invitados, también arañas tejiendo, hormigas solitarias caminando por encima de palos caídos, hojas que se desprendían de los árboles, pececitos que pasaban y desaparecían en un santiamén.
Entonces, algo me llamó la atención: y era que el cielo estaba dentro de las aguas o, mejor, que las aguas también eran cielo, el azul y las nubes se veían en la corriente, el sol y sus rayos iluminaban desde lo hondo y el cauce parecía firmamento. El río y el cielo eran una sola cosa, la quietud de las aguas y la sombra de los árboles en la orilla hacían el milagro: allí donde su corriente se agitaba y no había arboles que lo cubrieran, allí el rio dejaba ver sólo su fondo de piedras y arena, lo de arriba ya no se veía en lo de abajo; bendita quietud y bendita sombra, gracias a ellas mezcladas de sol, el cielo cabía en el rio y era igual bajar la mirada que elevarla.
Y me pareció que esas corrientes que bajaban en silencio y con el firmamento dentro de ellas me explicaban la encarnación. El río decía: “Yo estoy en el cielo y el cielo está en mí”, y Cristo decía: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”; la quietud de María y la sombra del Espíritu obraron el milagro de Dios en lo humano, de lo humano en Dios. Bendita quietud y bendita sombra que, atravesadas de luz, hicieron que en la tierra fuera como en el cielo; bendita quietud y bendita sombra que nos dejaron contemplando a Dios en el hijo de la muchacha de Nazaret.
El cielo en el río, el Padre en el Hijo: las creaturas todas podemos decir lo de las aguas y lo de Cristo. Lo que vimos en Jesús, la encarnación, no es exclusivo suyo, es patrón de todo lo creado, y nosotros humanos podemos concienciarlo y expresarlo: Dios es en nosotros y nosotros somos en Dios; no somos Dios, pero Dios vive en nosotros y nuestra vida es la suya. La luz nos atraviesa y a más quietud y más sombra más patente el milagro: participamos por gracia de la naturaleza divina. El cauce del río tan profundo como el cielo y nosotros tan hondos como Dios, el cielo en el suelo, lo divino en lo creado, lo trascendente en lo inmanente, lo eterno en el tiempo; lo infinito en lo que se puede enumerar, lo absoluto en lo que vemos pasar.
El río presencia del cielo, nosotros carne de Dios: que los zancudos sigan la fiesta y agiten las aguas en ondas de círculos perfectos, que celebren también las arañas, las hormigas solitarias, las hojas y los pececitos del santiamén; que todo sea eucaristía y que en las gracias que damos con todas las creaturas Dios siga tomando el universo entre sus manos y diciendo silencioso: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre.