Una religión practicada en Colombia “No quiero litros de sangre, quiero carrotancados de sangre”
Les confieso que estas palabras atribuidas al General (R) Mario Montoya y relatadas por el sargento (R) Fidel Iván Ochoa Blanco en la última audiencia de la JEP en Dabeiba me hicieron llorar.
El gobierno, la oficialidad, hablaba de seguridad, pero era sólo una seguridad para los ricos, para que pudieran ir a sus fincas de recreo; los pobres no podían ni siquiera salir a buscar trabajo porque los reclutaba el ejército para asesinarlos.
Creo que aquí, en estas historias, nos encontramos con una religión, y tal vez esta sea una de las más practicadas en Colombia, la que adora al ídolo de la seguridad.
Y como toda religión idolátrica nimba de gloria a los que hacen los sacrificios, a los sacerdotes, los clericaliza, también a los militares, sacerdotes de este culto, se les atribuyó una gloria que supuestamente no podían perder hicieran lo que hicieran, así desaparecieran y asesinaran a los pobres,
Hay que decir que hubo soldados, como Jesús Javier Suarez Caro, que se rebelaron contra este estado de cosas, que no quisieron sacrificar al ídolo, que alzaron la voz; y apareció la inquisición, toda religión idolátrica tiene su propia inquisición, y los condenó, los expulsó de las filas y hasta los asesinó: según se conoció en la misma audiencia de Dabeiba a Jesús Javier lo hicieron aparecer también como muerto en combate con las antiguas FARC y así, mintiendo, cubierto con la bandera, entregaron su cadáver a la familia.
Para discernir ahora en tiempos de sinodalidad, ¿el obispado castrense? ¿Acólitos del culto a la seguridad?
Creo que aquí, en estas historias, nos encontramos con una religión, y tal vez esta sea una de las más practicadas en Colombia, la que adora al ídolo de la seguridad.
Y como toda religión idolátrica nimba de gloria a los que hacen los sacrificios, a los sacerdotes, los clericaliza, también a los militares, sacerdotes de este culto, se les atribuyó una gloria que supuestamente no podían perder hicieran lo que hicieran, así desaparecieran y asesinaran a los pobres,
Hay que decir que hubo soldados, como Jesús Javier Suarez Caro, que se rebelaron contra este estado de cosas, que no quisieron sacrificar al ídolo, que alzaron la voz; y apareció la inquisición, toda religión idolátrica tiene su propia inquisición, y los condenó, los expulsó de las filas y hasta los asesinó: según se conoció en la misma audiencia de Dabeiba a Jesús Javier lo hicieron aparecer también como muerto en combate con las antiguas FARC y así, mintiendo, cubierto con la bandera, entregaron su cadáver a la familia.
Para discernir ahora en tiempos de sinodalidad, ¿el obispado castrense? ¿Acólitos del culto a la seguridad?
Hay que decir que hubo soldados, como Jesús Javier Suarez Caro, que se rebelaron contra este estado de cosas, que no quisieron sacrificar al ídolo, que alzaron la voz; y apareció la inquisición, toda religión idolátrica tiene su propia inquisición, y los condenó, los expulsó de las filas y hasta los asesinó: según se conoció en la misma audiencia de Dabeiba a Jesús Javier lo hicieron aparecer también como muerto en combate con las antiguas FARC y así, mintiendo, cubierto con la bandera, entregaron su cadáver a la familia.
Para discernir ahora en tiempos de sinodalidad, ¿el obispado castrense? ¿Acólitos del culto a la seguridad?
Les confieso que estas palabras atribuidas al General (R) Mario Montoya y relatadas por el sargento (R) Fidel Iván Ochoa Blanco en la última audiencia de la JEP en Dabeiba me hicieron llorar. Sí, porque conozco muchas familias que buscan a sus seres queridos desaparecidos, a muchas mujeres buscadoras y sé de sus luchas, de su ir y venir preguntando por los suyos, de la tragedia que se ha somatizado en sus cuerpos, de la angustia que no deja sus hogares, de las esperanzas que mantienen contra toda esperanza, de la tierra en sus uñas que excavan el suelo duro de este país indiferente para encontrar, como dicen muchas de ellas, “al menos un huesito”.
Tremendo lo que hemos escuchado estos días de la boca de los mismos militares: que lo que se quería eran resultados operativos y que esto significaba bajas, que no bastaban los arrestos, que lo que se exigía a la tropa eran muertos y que estos muertos se tenían que buscar a toda costa para poder mostrarlos como triunfo. Que se volvió normal en el ejército mandar soldados a Medellín y a Turbo y a otros muchos pueblos a buscar indigentes, a los que deambulaban por las calles, a los que iban detrás de un empleo, a los pobres, y llevarlos lejos y asesinarlos, y después cogerlos ya cadáveres, desnudarlos de sus harapos y vestirlos de guerrilleros, y así, inertes, ponerles armas en sus manos y manipular sus dedos para que las dispararan.
Después, simulado el combate, hacer actas e informes precisos que dejaban en paz a las autoridades y que nadie ponía en duda. Y todo planeado hasta el mínimo detalle, los altos mandos entrenaban a sus soldados para que hicieran bien estas diligencias, que las hicieran a la perfección, que no hubiera errores que pudiesen dar con el engaño. Se asesinaba a los pobres, se les quitaba la honra, los desaparecían.
El gobierno, la oficialidad, hablaba de seguridad, pero era sólo una seguridad para los ricos, para que pudieran ir a sus fincas de recreo; los pobres no podían ni siquiera salir a buscar trabajo porque los reclutaba el ejército para asesinarlos. Para que todo esto pasara, para que fuera práctica corriente y sin consciencia, para que se volviera costumbre, para que las víctimas llegaran a ser 6.402, y esto es apenas un subregistro, tuvo que haber muchos que se lucraban y hacían vista gorda, tuvo que haber mucha corrupción en las fiscalías para que se archivaran esos procesos y los negaran, tuvo que haber mucha somnolencia en el obispado castrense para no darse cuenta y quedarse mudo.
Tuvo que haber tolerancia en nuestras iglesias y poca comunión para que no prendiéramos las alarmas y no echáramos de menos a los que empezaban a faltar, tuvo que haber muchos oídos sordos en los medios de comunicación para no escuchar y darles los micrófonos a las mujeres que desde el día en que perdían a los suyos los salían a buscar, tuvo que haber mucha indiferencia en la sociedad civil, tuvo que haber de todo esto y mucho más para que todo un General llegara a instruir a su tropa y, dueño de la vida y de la muerte, sumo sacerdote del dios seguridad, mandarles: “No quiero litros de sangre, quiero carrotancados de sangre”.
Creo que aquí, en estas historias, nos encontramos con una religión, y tal vez esta sea una de las más practicadas en Colombia, la que adora al ídolo de la seguridad; el estado se postró ante ella y estableció su culto y hasta le promulgó mandamientos, bástenos recordar el Estatuto de Seguridad de los tiempos de Julio César Turbay Ayala; los militares se volvieron sacerdotes y asiduamente derramaban sangre en los altares de su ídolo; los ricos daban los estipendios y pagaban los sacrificios humanos y apaciguaban a su dios para que cuidara sus haciendas, sus fábricas, sus casas, sus intereses; los políticos que ganaban poder con todo esto hicieron del negacionismo la profecía que alagaba los oídos de la autodenominada “gente de bien”; muchos cristianos sin discernir y como dormidos, se alegraron de esta especie de “Pax Romana” en la que su propio culto y su Iglesia tenía también protección y mantenía sus privilegios.
Sí, una religión esta que usaba el miedo para ganar prosélitos y que necesitó chivos expiatorios para sus sacrificios: “este es tu dios, Colombia, la seguridad, a ella darás culto, a ella sacrificarás la vida de los pobres”; esta llamada sigue escuchándose desde los minaretes y las torres de los poderosos de este país desigual que se oponen a la paz, que hacen “trizas” el acuerdo y obstaculizan su implementación, que quieren más y más guerra para que no falten víctimas en los altares.
Y como toda religión idolátrica nimba de gloria a los que hacen los sacrificios, a los sacerdotes, los clericaliza, también a los militares, sacerdotes de este culto, se les atribuyó una gloria que supuestamente no podían perder hicieran lo que hicieran, así desaparecieran y asesinaran a los pobres, y se volvió dogma hablar del “glorioso ejército nacional”, del “honor militar”, de los “héroes de la patria” como si fueran esencias que nada ni nadie puede tocar, más allá de sus decisiones y sus actos.
Hay que decir que hubo soldados, como Jesús Javier Suarez Caro, que se rebelaron contra este estado de cosas, que no quisieron sacrificar al ídolo, que alzaron la voz; y apareció la inquisición, toda religión idolátrica tiene su propia inquisición, y los condenó, los expulsó de las filas y hasta los asesinó: según se conoció en la misma audiencia de Dabeiba a Jesús Javier lo hicieron aparecer también como muerto en combate con las antiguas FARC y así, mintiendo, cubierto con la bandera, entregaron su cadáver a la familia. Estos soldados que sabían que la gloria estaba en cuidar a los más pobres, que el honor se ganaba si protegían a los otros, que ser héroes es dar la propia vida se parecen a Jesús, que se entró al templo que se había vuelto casa de ladrones, y puso patas arriba todo ese sistema religioso alimentado por sangre, volteó las mesas donde se negociaba el precio de los sacrificios, sacó de las jaulas a las víctimas.
No, la seguridad no es Dios, no nos puede salvar; los militares no son sacerdotes, son cuidadores; no es la sangre lo que nos protege, es cuidar la vida de los vulnerables; los pobres no son víctimas, su vida es la gloria de Dios.
Nota: Para discernir ahora en tiempos de sinodalidad, ¿el obispado castrense? ¿Acólitos del culto a la seguridad?
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