El grito de esperanza y pesar de una enferma de cáncer terminal en la Amazonía peruana Cantar el “santo” desde el dolor más rotundo
Incluso en los momentos más desesperados, aceptando que no hay salida, se puede reconocer a Dios su bondad y aclamarle por la vida que nos ha dado con toda su belleza, aunque sepamos que está acabándose. Para ello hay que tener mucho temple, gran serenidad… pero ante todo una fe robusta y arraigada en la ternura.
En ese “santo” escuchamos el trasunto sonoro de la fe de Neoyorkina, la melodía del amor que se encarna en el sufrimiento y en las caricias. La vida, como el río, no se detiene. Pero si estamos atentos nos muestra cómo navegar en la olada y cómo sentir la felicidad con el rostro vuelto hacia la lluvia.
Cuando me avisaron para ir a dar la unción de los enfermos a la señora Neoyorkina, pregunté asombrado qué nombre era ese. “Originalidades de nuestro pueblo naporuna” – me dijeron. Aquel día no estaba yo en Iquitos, pero el jueves pasado, ante su empeoramiento, su familia pidió misa en su casa.
Neoyorkina es de Santa Clotilde, río Napo, enfermera de larga trayectoria en nuestro hospital, hermana de Aníbal y las profesoras Lilian y Esperanza Flores y mamá de Anagali, también técnica en enfermería. Una familia muy del Vicariato, muy nuestra, muy creyente, en cuya casa sí tiene sentido celebrar la Eucaristía pidiendo la salud. Y allá nos llegamos de mañanita dando un paseo (está cerca) Gabriela, Rosalinda y yo.
La vivienda está repleta de gente porque Neo está sucumbiendo ante un cáncer que ha invadido sin recato su cuerpo, demoliendo su salud, frágil desde hace años. Sus familiares tratan de arroparla en lo que parece el final. Impacta verla impedida en la cama, con una pierna amputada y la vía cogida en su único pie, ese cabello corto y blanco, y aun así ofreciendo su mejor sonrisa como buena loretana y peruana.
Mientras disponemos los preparos de la misa nos cuentan que justo hoy es el cumpleaños de Anagali. “Hay torta?” – me sale automáticamente. “Claro, ahorita vamos cantar el happy”. Me revisto pensando que el cóctel emocional puede ser explosivo, y no me equivocaré. Estamos en un cuarto sin ventanas calculo más de veinte personas, este día en que la humedad remonta el 80%. El ambiente es asfixiante y enseguida noto que empiezo a sudar a chorros.
Hemos traído cancioneros porque no se concibe una misa o una oración a palo seco; y de hecho niños y mayores, mujeres y varones, conocen y cantan “Juntos como hermanos”, “Saber que vendrás” u otros éxitos populares. Llega la homilía y trato de ser muy delicado: no se puede nombrar lo que es evidente, pero tampoco esquivarlo… La cercanía de la muerte produce sorprendentes vínculos instantáneos de sentimientos, como en la película “Avatar”. Todos sabemos qué está ocurriendo.
La paciente lleva días con dolores terribles. Acá no hay cuidados paliativos, pero Gaby se las ha apañado, a través de videoconferencias con médicos en Polonia más sus contactos en Perú, para dar con una medicación suficientemente eficaz y una pauta correcta que alivie la situación de Neo y torne más humano el desenlace. Por si fuera poco, ella, sanitaria de profesión, es perfectamente consciente de lo que le pasa y lo que todavía podría tener delante.
Presentación de dones, prefacio. Llega el momento del “santo” y justo ahí los encargados de los cantos se chisporrotean, hay un indeciso silencio, nadie se arranca… hasta que resuena rotunda, fuerte, la voz de Neoyorkina entonando: “Santo, santo, santo es el Señor”. Una conmoción recorre la estancia, mi cuerpo empapado se estremece, nos miramos mientras atinamos con la estrofa.
Es posible alabar a Dios desde lo más profundo del peor dolor. Un poco antes, yo había preguntado: “¿Qué es lo mejor que podemos hacer para sentirnos felices?”- Y una señora acertó: “Agradecer”. Incluso en los momentos más desesperados, aceptando que no hay salida, se puede reconocer a Dios su bondad y aclamarle por la vida que nos ha dado con toda su belleza, aunque sepamos que está acabándose.
Para ello hay que tener mucho temple, gran serenidad… pero ante todo una fe robusta y arraigada en la ternura. En ese “santo” escuchamos el trasunto sonoro de la fe de Neoyorkina, el grito de su esperanza y de su pesar, la melodía del amor que se encarna en el sufrimiento y en las caricias. Me lo llevé archivado en mi sensibilidad e incorporado a mi admiración.
Solo un ratito después, la torta y el cumpleaños feliz. Que cumplas muchos más… La vida, como el río, no se detiene. Pero si estamos atentos nos muestra cómo navegar en la olada y cómo sentir la felicidad con el rostro vuelto hacia la lluvia. Gracias, Neoyorkina.