Un cuerpo sin ataúd, una madre desolada en medio de la selva Tristeza desnuda
El cadáver está sobre la mesa, la única que se ve en toda la casa, seguramente donde comen. Es de un hombre de treinta y tantos años. A los costados, seis desvalidas velas, paradas sobre tiras de cartón, para que recojan la cera.
La mamá de Denis se llama Olinda. Conversamos un poquito de pie, la voz instintivamente queda, así suele ser casi siempre, como si la muerte reclamase silencio. En su compostura, en su aguante, en su dignidad, veo la fuerza y la humildad de tantas mujeres que han padecido el ensañamiento de la injusticia.
Tocan a la puerta de la casa por la mañana para que vayamos a un difunto. Eso descuadra la marcha del día, pero la muerte no se puede programar y siempre tiene guardadas maneras nuevas de sorprender y enseñar, registros de sentimientos tal vez antes no explorados. Estamos en Aucayo y llaman “al padre”.
Es domingo y estamos ocupados con la misa; además, según nos explican, el joven Denis ya falleció, así que, con el sol en todo lo alto, caminamos hasta la casa varias personas: un par de animadores y los misioneros. Llegamos a una vivienda muy modesta, en alto porque esa zona alaga, y lo que vemos al entrar nos conmociona.
El cadáver está sobre la mesa, la única que se ve en toda la casa, seguramente donde comen. Es de un hombre de treinta y tantos años y está cubierto con una sábana color rosa, que solo le deja al descubierto medio rostro, la nariz afilada, los ojos perdidos y la tez cetrina propia de la muerte. A los costados, seis desvalidas velas, paradas sobre tiras de cartón, para que recojan la cera.
Hay unos cuantos niños y niñas sentados en un extremo de la estancia, junto a una cama sin colchón. Más allá, en otro cuarto, una hamaca colgada, ropa allí y acá, y la cocina asomando al fondo. Una pobreza que concuerda con el hecho de que el cuerpo siga sin ataúd a pesar de que han transcurrido muchas horas, pues el deceso aconteció de madrugada. Las calaminas del techo, demasiado bajas, desprenden un calor que vuelve el ambiente asfixiante.
La mamá de Denis se llama Olinda. Conversamos un poquito de pie, la voz instintivamente queda, así suele ser casi siempre, como si la muerte reclamase silencio. Recuerdo otros momentos en que la consternación se expresó en forma de gritos, y el sobresalto que eso provocó; pero acá la devastación es sosegada. Ella está deshecha pero serena.
Me cuenta que su hijo vivía en Lima hacía años, y que muchos meses atrás, cuando la enfermedad se declaró, ella se fue con él para acompañarlo en sus tratamientos médicos. Viendo que no había remedio (recuerdo cuántas veces, en las ilustraciones de Huaman Poma de Ayala en “Nueva corónica y buen gobierno” de 1615, se lee “y no hay remedio” al denunciar los abusos a que eran sometidos los nativos peruanos por los colonizadores), los dos regresaron al pueblo a esperar el final.
Escucho sobrecogido a esta madre de ocho hijos. En su compostura, en su aguante, en su dignidad, veo la fuerza y la humildad de tantas mujeres que han padecido el ensañamiento de la injusticia. El dolor es indescriptible, pero esta luchadora ha remado ya tanto, está tan acostumbrada al sufrimiento (Is 53, 3), que parece insensible en su circunspección.
Pasa un rato hasta que nos decidimos a hacer una oración. Intervienen don César y don Carlos, que son vecinos, y me hacen más llevadera la tarea de decir algo cuando las palabras estorban. Nos vamos despidiendo con el ruido de fondo de los juegos infantiles: la vida continúa incluso con Denis de cuerpo presente. Todavía van a esperar a mañana, a que lleguen familiares de lejos, para enterrarlo. Me preocupa que siga sin caja y les digo que, si no se consigue, nos avisen para dar un apoyo.
Nadie dice nada mientras volvemos a la misión. Una desolación tan rotunda no deja resquicio. Las dentelladas de la penuria material, en momentos como este, añaden crueldad a la pérdida. Igual que las penas con pan son menos, la tristeza despojada es más ancha.