Zona roja
- ¿Y en qué? – preguntamos.
- Pues cosechando coca.
Sabemos que en toda esta frontera mucha gente sobrevive gracias a esa droga, todo el mundo lo sabe, pero es algo de lo que no se habla. Es un secreto a voces que se omite deliberadamente en las conversaciones o se nombra entre dientes o en voz baja, y con eufemismos como “cultivo ilegal”, igual que al referirse al cáncer. Los “compradores” (es decir, los narcos) pagan a un real (0,24 €) el kilo de hoja de coca; hacen falta entre 100 y 150 kilos de hojas (que suponen más de 6000 plantas) para generar 1 kilo de pasta básica de coca (pbc) que luego se lleva a Manaos o a Bogotá y se vende a 3.000 reales (705 €) el kilo. Esa pasta se refina para obtener colhidrato de cocaína (lo que se esnifa) que se paga a más de 30.000 € el kilo en Europa.
¿Echamos cuentas? 30 € de hojas se transforman en 30.000 € de ganancia, restando los gastos en productos químicos, transporte, personal, armas…. El primer tratamiento mecánico y con disolventes para extraer el alcaloide se hace en laboratorios salvajes en medio de la selva. Hace poco, en otra comunidad, una de mis compañeras, al ir al baño, vio con sus propios ojos la olla gigante donde se procesaba la hoja, los primeros bloques de pcb recién salidos colocados sobre un plástico y dos tipos custodiando el bodegón con sendas metralletas. Yo me lo perdí, cosas de ser estreñido.
Un negociazo para los narcos, y para los campesinos apenas un modo de salir adelante y alimentar a sus familias en esta zona de extrema pobreza. De hecho aquel era día de pago; el pueblo había triplicado su población durante una semana, muchos jóvenes durmiendo en la escuela o donde se podía. Saludamos a varios indígenas que conocemos de otras comunidades cercanas, llegados para ganar un poco de plata juntando hojitas. En todo ese cuadro hicimos la celebración de la Palabra con su catequesis de Bautismo, qué te parece.
En otro lugar, algo más arriba, paseábamos en medio de un sembrado cuando alguien preguntó a nuestros acompañantes (el apu y la madre líder de una comunidad nativa) qué plantas eran ésas… Silencio. De nuevo: “¿Qué arbusto es?” – Silencio. Le hacíamos señas para que no insistiera, hasta que la mujer dijo con un hilo de voz: “Coca”. Todo el Yavarí y el Bajo Amazonas son una “zona roja”, área de sembríos ilícitos. Las autoridades lo saben porque fotografían las chacras de coca desde el aire, y cada cuatro o cinco años hacen una campaña de erradicación: llega el ejército y arranca las matas.
Con algunos que va habiendo algo más de confianza casi se puede tocar el asunto de frente. Te dicen que el gobierno arrasa las plantas pero no da ninguna alternativa: otros cultivos, proyectos agrícolas o ganaderos beneficiosos, subvenciones… Viven en un confín, aislados, sin tener adónde sacar sus productos, alejados, justo donde los narcos pueden esconderse y campar a sus anchas. Saben que la droga trae su cortejo de violencia, asaltos y muerte, pero “no queda de otra padre, y más si queremos educar a nuestros hijos y que estudien y sean algo en la vida”.
¿Qué hacer ante esto? ¿Ir por ahí lanzándole sermones a la gente, “esa cochinada mata a distancia, cultivarla es inmoral, etc.”? Sí, podría ser. Toditos en pecado mortal. O tal vez la policía debería detener a toda la población… Es fácil decirlo pero hay que ponerse en el pellejo de estas gentes abandonadas, sin agua potable ni luz. La solución pasa por apostar fuerte por el desarrollo de la región y perseguir a los narcos para acabar con la impunidad. Pero eso supone decisiones políticas y económicas cero rentables en un territorio insignificante demográfica y electoralmente hablando. Como si la Administración se hubiera anestesiado con un bocado de pbc para volverse como los tres monos: no ver – no escuchar – no hablar.
César L. Caro