En el corazón de la selva
El vuelo apenas demora 45 minutos en una avioneta de las FAP de 17 pasajeros, que encuentra un inédito trozo de tierra empistado en este pueblo de unos 4000 habitantes. El aeropuerto está lleno de gente, motocarros, parasoles y bultos de todos los tamaños y colores; veo a los niños correr hacia la nave aún no del todo detenida, casi golpeándose con la hélice... Y es que al Estrecho solo se llega por aire o en lancha bajando el Amazonas, entrando en Brasil y remontando luego el Putumayo en un viaje que dura entre 10 y 15 días. La lejanía y el aislamiento marcan la vida acá.
Vamos en mototaxi a la casa de las Misioneras Parroquiales del Niño Jesús de Praga, que son las responsables de la misión desde hace años. No hay carros (solo hay dos, una camioneta de la Marina y otra de la Municipalidad que está malograda), casi todas las casas son de madera, tienen luz 16 horas al día (se corta por la tarde), hay señal de teléfono pero no de internet y la pobreza es visible, aunque sea carnaval y se cubra de barro con el que la gente se embadurna por las calles.
En casa nos espera la hermana Lupe, que tiene 82 años y lleva 49 en esta misión. Sí, han leído bien: 49 años "en el corazón de la selva", como le gusta decir. No es solo que sea la párroca de aquí... es que es la abuela del pueblo o la cacique, conoce a todos, a sus padres, a sus hijos, condecorada por el Gobierno por su lucha a favor de los indígenas, y hasta una aldea río arriba lleva su nombre. Está viejita pero todo pasa por ella y puede con todo, inclusive hacer el saque de honor pateando el balón en el campeonato de futbito, toma castaña.
La continuidad da frutos porque el domingo comprobamos que a la iglesia viene bastante gente, hay coro con instrumentos, lectores, monitor y tres ministros que normalmente presiden por turno la liturgia y dan la comunión. Las religiosas han trabajado muy bien dando el protagonismo a los laicos; hay hasta acólitos, pero a la hora del ofertorio no saben qué hacer con el pan, el vino y el agua porque esta parroquia está sin sacerdote desde hace años y la misa es algo muy ocasional. Eso sí, hay solamente dos imágenes: San Antonio el patrón y... ¿quién? ¡María Auxiliadora! Jeje.
El territorio parroquial abarca, además de la sede, un mundo de casi 80 comunidades Putumayo arriba y abajo, que se recorren poco (tal vez una vez al año) a causa de la falta de tiempo y del costo económico que supone salir en bote durante dos o tres semanas; en el Vicariato, con lo que la gente aporta no se cubre ni de lejos la vida de los misioneros ni el trabajo pastoral. Hay varias tribus nativas, asentadas en diferentes lugares adonde habría que llegar, y sobre todo es urgente acompañar a los pocos animadores o catequistas que van quedando.
Otra peculiaridad de este sitio es la frontera: el Putumayo separa a Perú de Colombia, de modo que en 2 minutos y 6 segundos cronometrados pasamos de un país a otro en fuera borda. El pueblito colombiano de enfrente se llama Marandúa (fundado por Lupita, claro está), y es pobrísimo. Tiene una sola calle, que en realidad es una pasarela de madera elevada para evitar la creciente del río, que cada año alaga casas, la escuela (única construcción de ladrillo), chacras y las pocas pertenencias de los vecinos. Como toda zona fronteriza, El Estrecho encierra desde siempre una complejidad: narcotráfico, tala ilegal, gente que va y viene, comercio ilícito, las FARC pululando por ahí...
Llueve y hace fresco; incluso por la noche necesito una mantita. Cierro los ojos, recuerdo el vuelo y pienso que, más que en el corazón, estoy en el pulmón del planeta. Lo he entendido con mis ojos. Y respiro.
César L. Caro