En la misión no hay fronteras
Son más de cincuenta, pero a la casa de formación diocesana llegamos unas veinticinco personas de todas las edades, carismas, estilos y pelajes. Uno de ellos el obispo de Alto Solimoes, Adolfo Zon, que es misionero javeriano. Parte importante del encuentro es conocerse, convivir y compartir experiencias, vicisitudes y caminho misionero saltando barreras idiomáticas (una mayoría es brasilera) y generacionales, sumando mentalidades, criterios y sueños. Echo de menos estos espacios, que en España sí tenía, así que aproveché mucho la oportunidad.
Normalmente, los análisis de la realidad suelen aventar bastantes quejas y lamentos, puesto que la situación social, económica y ecológica de esta zona está salpicada de graves problemas en los que todos nos vemos envueltos de alguna manera. Pero superada esta fase (que es como la primera avalancha hacia la mesa en la comida de un día de campo, voraz y decidida), un ramillete de textos del Evangelio y de Laudato Si nos ayudaron a enfocar la mirada trocando las dificultades en retos y poniendo en juego los activos de la esperanza.
Las reuniones de grupo, los plenarios, las intervenciones estuvieron sembradas de compromiso con los indígenas, lucha por la defensa de la naturaleza amazónica frente al acecho de los megaproyectos, cuestionamientos en torno a salir de la propia zona de confort, la inculturación, la fidelidad creativa a los carismas, la conciencia de la propia debilidad y al mismo tiempo de participar de la misión de Dios, no la nuestra. Siempre en un clima de entusiasmo a pesar de todo, sintiendo como un privilegio estar en esta hermosa selva y poder seguir a Jesús como misioneros sirviendo a esta gente, especialmente los más abandonados.
“¿Cuál es nuestra misión?”. Buena pregunta. ¿Cómo responder a los desafíos de nuestra triple frontera? ¿Qué significa tomar realmente en serio la inculturación, como proceso personal y pastoral que comienza por renunciar a la inercia de implantar esquemas, tradiciones y formas de religiosidad occidentales que los misioneros traemos de serie? ¿Qué pasos dar para ayudar a que vaya surgiendo una iglesia con verdadero rostro amazónico? Fueron preguntas que sobrevolaron el grupo y, aunque por supuesto no encontraron respuestas acabadas, fecundaron planteamientos y desataron pistas que iluminaron y enriquecieron.
Muy presentes estuvieron el próximo sínodo panamazónico como horizonte ilusionante, y también la REPAM como inspiración y modo nuevo de ser iglesia en esta región del planeta. El jesuita Alfredo Ferro, con sus aportaciones atinadas y clarificadoras, colaboró en centrar y dar perspectiva de conjunto al amplio abanico de temas que fueron desfilando. Se trataba también de concretar algunas acciones que pudieran surgir de esta sinergia amazónica, y salieron iniciativas de coordinación en el trabajo con los jóvenes y de formación permanente con el apoyo de la Universidad Javeriana de Bogotá.
Dos religiosas jóvenes especiales había entre nosotros: una postulante ticuna y una juniora cocama. Durante la Eucaristía final, una de ellas manejaba el proyector y la otra tocaba la guitarra. Imaginaba su andadura vocacional mientras Monseñor Adolfo comentaba aquel evangelio de “el que no renuncia a todas su cosas no puede ser discípulo mío” (Mt 14, 33). “Estas liberaciones y desapegos no son un fin en sí mismos – decía en su portugués aliñado de gallego-, solo tienen sentido en función de la misión, para que estemos totalmente disponibles para realizar la misión de Dios”. Esto se quedó meciéndose en mi mente, como un bote amarrado a la balsa en la noche. Libre… para la misión; porque el centro es la gente, los indígenas, la Amazonía, esta vida preciosa y compleja que cada día rebosa abundancia y adonde he venido a dar con mis huesos.
César L. Caro