El rompecabezas de Santa Rosa
No es solo porque este pueblo de 1000 habitantes es una especie de Sodoma y Gomorra cutre y fronteriza (por la mañana los colegiales se ponen sus uniformes, al mismo tiempo que la miseria y la suciedad quedan desnudas de luces y músicas nocturnas desenmascaradas cada día como postizas y momentáneas, pero no menos letales). Es por la historia reciente de la Iglesia en este lugar, con sus despropósitos y herencias fregadas para los que venimos detrás.
La capilla es un “elefante blanco”, construida en poco tiempo con plata del extranjero, y a pesar de que solo tiene 7 años, por momentos muestra versiones más acabadas de la fealdad y la desolación. Pronto se caerá, pero no hay que preocuparse porque siempre está vacía y nadie saldrá herido. Al menos un consuelo hay.
Por algún motivo esotérico, la superioridad erigió acá un puesto de misión (¿para tener 16? ¿porque en frente están Leticia y Tabatinga con sus respectivos obispados?), un misionero laico gringo se empeñó en venir, y con la plata de su país construyó casa y dos malokas junto a la iglesia. Pasados un par de años se volvió a su tierra. Sin misioneros para hacerse cargo del puesto, ¿qué hacer? El Vicariato cedió la casa a una señora del lugar para que viviera en ella con su familia y además, como “cuidadora”, le asignó un dinero mensual… error total. Eso desencadenó una oleada de envidias y celos en otros católicos, se acusaron mutuamente de querer aprovecharse y robar, muchos desaparecieron emigrando a la misa a los dos países vecinos, la señora se adueñó de todas la responsabilidades en la comunidad y lo que hubiera de vida cristiana quedó hecho mazamorra.
En estos años, la fama de los hijos de esta familia de “andar en cosas feas” (drogas, asaltos, muertes…) no ha hecho más que empeorar la situación. Las apenas dos o tres viejitas que llegan a la celebración del domingo no darán ni un sol; una maloka ya colapsó (ganándole a la iglesia), y la casa es apabullada por el deterioro y el desorden. Y en medio de este caos acá caemos nosotros, los misioneros de Islandia, responsables también del puesto de misión de Santa Rosa en el Bajo Amazonas. Diosito.
El caso es que pasar dos o tres días en Santa Rosa intentando moverte bajo el sol abrasador te permite descubrir que la fe no se ha extinguido del todo. Preguntas, paseas, buscas y conversas… y conoces a vecinos que te dicen que son católicos. Llegamos incluso a armar una reunión y acudieron ¡unas quince personas! Entre ellos, alguno de los que yo llamaba “tránsfugas del domingo” y les hacía reír cada vez. Casi unánimemente el mismo comentario: “padre, mientras esa señora siga ahí, yo no vengo”. A mí me daban ganas de decirles lo mismito, pero lao, no puedo, más bien tengo que actuar con tiento pero “sin diseños ni intentos” como dice San Ignacio, decidido, poniendo a la gente en el centro.
No sé cómo haremos. De momento, reformar la maloka de visitas para que cuando vayamos allí podamos dormir medianamente y lavarnos la cara. Y mientras tanto, aprender que procesos de este tipo (crear un puesto de misión, construir una capilla) no se pueden hacer sin que se implique la gente; el resultado de obras tipo champiñón hechas con dinero de fuera es que los edificios quedan ahí abandonados, extraños, sin pertenecer a nadie, y esos son los “elefantes blancos”. No respondieron a una necesidad que produjo una movilización desde abajo, sino a la existencia de un dinero que había que gastar con presteza, mezclada con la buena voluntad.
Y por otro lado: ¿a quién se le ocurre dar una casa a alguien y además pagarle por ocuparla? ¿Estamos locos o qué? ¿Es que no sabemos desde chicos que el dinero produce un montón de problemas? ¿Acaso no es una ley que los servicios que prestamos a la comunidad los seguidores de Jesús los hacemos gratis? Pues ese es el sudoku que tenemos entre manos; de momento, hemos programado ir los domingos de noviembre unos u otros porque la presencia es clave. A ver si San Martincito de Porres nos ilumina la habilidad y la listeza y acertamos, porque, como decían, con buena voluntad no se pilotan aviones.
César L. Caro