Llueve mansamente, “anónimo aguacero de lágrimas”, sobre la herrumbre de los postes y las cercas y la intensa verdura de los laureles. Como si todo se disolviese en la inmensidad, esta tarde de tormenta callada incita a una incierta y vaga piedad, infinito silencio, que nos abandona en los brazos de la inmutable y serena naturaleza. La vida parece quietud y la agitación muerte, las nubes montes de paja encendida, el valle un escenario armónico sin raíces ni barrancos, las cumbres un mar blanco de espuma de granito, los árboles enormes y viejos campanarios o viejas enlutadas por senderos perdidos buscando a sus antepasados. Los truenos que han perdido su voz de campana rota son bramidos de centinelas que alertan sobre la muerte de soldados en la guerra, vulgar torbellino, de ahí al lado y de los muertos del Mediterráneo, enjambre de maléficos sueños, cesto de mimbres que deja escurrir cadáveres, la nada del aire.