La iglesia estaba tan llena de ramos como hacía muchos años no ocurría. Los niños, a la salida de misa, reglaron a la gente que chalaba en grupos, los bombones y caramelos que llevaban colgados en los suyos. Un grupo numeroso se fue a sentar a la terraza a seguir comentando la belleza de la c3elebración mientras tomaban un café. Más tarde, dos o tres del grupo acompañaron a un señor que no venía por hacía muchos años ha a visitar la casa de su abuelo. En la huerta aún existen los rosales que crecieron con las caricias de los chispeantes ojos del abuelo. La dulzura de la abuela se siente aún en los bancos a la sombra de los laureles. Luego entraron en la casa. Los pasos en los salones, entarimados con tablas de castaño, resobaban como en las grandes iglesias vacías, parecían pisadas de fantasmas sin eco. Las paredes están llenas de cuadros de santos viejos y de grandes fotos descoloridas de familiares ya casi todos desconocidos. La casa es un templo de culto a los recuerdos sin recuerdo, teñido de un aroma de flores marchitas. Todo, me dijeron, está marcado por un hálito de decadencia.