Para explorar el santuario del terruño y escuchar su gente, dejarse penetrar por su aliento, escuchar su voz, saborear cada una de las sensaciones, y guardarlas todas en la memoria de los que raramente nos atrevemos a hablar porque nos traen la inocencia de los días en que todo era tierno y nuevo, son necesarias horas de contemplación. El campesino pule la tierra con el esmero que el armero pule el acero y lo espera todo con la inquietud del peregrino a las puertas del santuario, del alcohólico a las puertas de la taberna. El campesino escucha los sollozos de la hierba, del bosque, de la verde melena de los sauces y teme, presa de amor y de miedo, el canto feroz de la tormenta. Las nubes son para el campesino un alfabeto de banderas clavadas en los muros del cielo. Su unión con la tierra es tan intima que se encandila con ella como el adolescente con su amada.