Caminando por las orillas de los cañones de la Riveira Sacra, los torrentes de las laderas, como ojos de los antepasados, asomaban de vez en cuando y nos miraban interrogantes, y las gárgolas de los claustros de los monasterios de San Estevo, de Santa Cristina y de San Pedro nos escupían torrentes de lágrimas derramadas por los cientos de monjes que habían llegado a estas riveras sabe Dios por qué y para qué. El dialogo de los oscuros campanarios de las humildes iglesias de las aldeas y la niebla que enterraba el río allá abajo arrullaban el profundo silencio de los bosques de helechos, de robles y de castaños allí desde siempre. Durante días andando, apenas hemos encontrado con quien hablar a no ser a alguien que, como nosotros, buscaba las huellas de quienes nos han dejado hace mucho tiempo, algunas lagartijas que, por las grietas de los muros centenarios se escabullían entre las matas de plantas colgantes y, como una oración, al atardecer, la última queja de pájaros que buscaban refugio en los recovecos de los árboles agujereados por el tiempo. Por todas partes, la primavera había restaurado el verdor de los valles y de los cerros.