A los cincuenta de tu fallecimiento he venido a hablar contigo, abuelo, del dolor que puso verdad a tu vida, aullido de piedad, y que robó el miedo a mi infancia. Cuando ahora rehago los caminos, piso las mismas piedras, tomo la sombra bajo los mismos árboles, veo los mismos bichos, entonces cogido de tu mano ardorosa, ahora en alegre soledad, y cuando sobre las vigas del viejo caserón se deslizan las salamandras, mi mirada infantil, protegida por los mitos, protectores del pensamiento, acampa debajo de mi alma. En este mundo, rueda de espanto, “anónimo aguacero de lágrimas”, tu ausencia siempre presente que zumba y asaeta desde el otro lado del muro, refresca mi memoria, atrapada entre escombros y mordisqueada por los hierros de la vida, y rehace esperanzas que tienen mi corazón en un puño. El tiempo, máquina trituradora de sueños, no ha cambiado ni una sola palabra de cuantas me dijiste. Ahora sé, abuelo que “la muerte no produce sombra cuando es vida”.