Escribe estas palabras

La mayoría de las obras maestras de la humanidad han tenido ensayos, borradores, intentos que no salieron a la luz, o que salieron muchos años después. Recuerdo aún con emoción cuando la BBC editó una gran cantidad de material de grabaciones de estudio de los Beatles, que jamás se conocieron mientras que aquellos británicos andaban juntos. Corrimos con uno de mis amigos a averiguar de qué se trataba, cómo podríamos adquirirlo y qué íbamos a encontrar ahí. Encontramos canciones que no habíamos escuchado nunca, versiones de otras que sabíamos de memoria y que ahora tenían un sonido completamente nuevo, y también voces, comentarios, chistes, discusiones y cortes de guitarra, de bajo, que no servían para la grabación pero que luego tuvieron un inmenso valor para los aficionados. También leí hace poco “Claraboya” la primera novela del Nóbel José Saramago, que estuvo guardada en el archivo de los editores desde antes de que publicaran su primera narración. Ya Saramago había muerto, y los que seguíamos sus escritos con admiración pensamos que esa voz se había extinguido para siempre. Pero luego aparecen textos de sus entrevistas, de su blog, aquella novela que se desperdiciaba en los cajones, y un último escrito que no logró terminar. A quienes les gustan los Beatles o quienes disfrutan a Saramago recibieron aquellas producciones con mucha alegría, era como una voz traída del pasado, que alimentaba su afición y que llenaba de un nuevo aire esos compartimentos de la mente en los que se juega con la música y con las letras.

Sabemos – espero – que la Biblia no fue hecha de un tirón. Incluso la leyenda que cuenta que la traducción al Griego de los textos sagrados del judaísmo, que conocemos como la “versión de los LXX” o “Septuaginta” fue hecha por 72 sabios en 72 días, cada uno por separado, y que los resultados fueron increíblemente idénticos, obedece a una tradición oral simbólica, porque es claro que fue un trabajo más arduo y más complejo. Hace poco se encontró en un trozo de papiro reciclado para hacer una máscara en una reliquia egipcia, un trozo del evangelio de San Marcos que puede ser del año 80 ó 90 DC. Antes de eso, el papiro más antiguo del que se tenía conocimiento, era el P52 de la biblioteca John Rylands, que era un fragmentito de Juan, encontrado en Elefantina y que data del 120 DC aproximadamente. Estos papiros son un verdadero tesoro, no sólo para los que reconocen en la Biblia la Palabra de dios, sino para todos los estudiosos del mundo antiguo. Pensemos que las copias más cercanas a los grandes autores griegos son de unos 6 a 8 siglos posteriores a ellos. Mientras que de los evangelios han aparecido estos fragmentos que tal vez tengan 30 años de distancia con los autores originales.

Pero al decir autores originales no podemos pensar en una única persona sentada en un escritorio galileo fabricado artesanalmente por algún carpintero desaparecido –buena trama sería esa para una narración – sino en pequeños grupos de personas, que de mano en mano iban editando, agregando, quitando cosas, según encontraban que quedara mejor o que expresara mejor lo que habían vivido y lo que estaban viviendo. Por eso los grandes estudiosos, después de analizar los textos minuciosamente, comparando papiros aquí y allá, códices de pergamino de un lado y otro, pueden notar cuando un fragmento de un texto en algún libro de la Biblia no fue escrito por el autor mayoritario del libro, o por la persona a la que se atribuye (el caso de Juan 8, 1-11 o el final del Evangelio de Marcos o la carta a los Colosenses, por poner 3 ejemplos). Es de conocimiento común entre los biblistas que los primeros conjuntos de escritos de la Ley y los libros Históricos tienen al menos 4 escuelas de autores, que se reconocen claramente por su estilo, por su lenguaje, por su teología, y se ha podido ubicarlos en el tiempo de una manera bastante acertada. Claro es también que el libro del Profeta Isaías, es una colección de al menos 3 autores distintos que ejercieron su función profética bajo el mismo nombre en 3 épocas distintas y que fueron unificados por redactores y editores posteriores

Para algunas personas eso puede significar un grave problema. Creen que la revelación bíblica implica la uniformidad de los autores y la veracidad de las catequesis que recibieron, algunas veces con poco fundamento o con menos esfuerzo aún. Pero en absoluto. Lo que esos datos nos arrojan es una mayor y mejor comprensión de la revelación dinámica, en la que el pueblo que considera sagrados esos textos, no los venera inmediatamente como absolutos inamovibles sino como herramientas para construir tradición, para edificar sobre las bases recibidas, esos fundamentos de lo que sería siglos después su vida, su religión, su organización, su manera de enfrentarse a la adversidad política. Así es como hoy, nos encontramos con distintas versiones, con distintas maneras de organizar los textos, con biblias que tienen más o menos libros, y a veces no son claras las razones de tales diferencias.

Hay que explicar que ni los libros de la Biblia se escribieron de un tirón, ni – en su mayoría al menos – se escribieron por encargo. Es decir, no hacen parte de un proyecto editorial. Fue el mismo pueblo de dios, a veces desde los gobernantes, a veces desde los líderes religiosos, y a veces desde las comunidades regionales, de pueblo o de tribu, quien iba definiendo la aceptación de ciertos textos y su uso. A veces se aceptaron textos por un tiempo y luego dejaron de usarse, quedando fuera de las celebraciones. Testimonio de esto son las menciones que se hacen en libros del antiguo testamento, a otros libros que luego no entraron dentro del Canon judío, como el libro de Henoc, o los libros 3 y 4 de Macabeos, por poner 2 ejemplos.

El Antiguo Testamento es la recopilación de los libros que la tradición Judía consideró sagrados y que fue organizando en 3 grandes bloques: La Ley, los Profetas y los Escritos. Pero los católicos hemos incluido unos 7 libros más, que en tiempos del origen del cristianismo se conocían y se leían en los rituales judíos y en las sinagogas, pero que luego no fueron incluidos en la lista oficial Judía por no haber sido escritos en Hebreo o Arameo, sino principalmente en griego. Posteriormente las iglesias protestantes adoptaron la misma lista oficial y por eso su Antiguo Testamento tiene 39 libros mientras el Católico tiene 46. También en el nuevo testamento existieron los mismos procesos. Durante muchos años en muchas comunidades se consideraron parte de los libros sagrados las cartas de Bernabé o la Didajé – enseñanza de los doce apóstoles – mientras que muchas otras comunidades no leyeron el Apocalipsis o la carta de Judas pues no las consideraban sagradas. Al final la Iglesia estableció, un milenio y más después, la lista oficial de los 27 libros que hoy todos tenemos en nuestras biblias.

Por lo visto el viaje de todas aquellas palabras, desde la boca de quienes las pronunciaron por primera vez, hasta quienes las imprimen en las editoriales bíblicas de hoy, no ha sido un viaje fácil. Papiros rotos, papiros perdidos, papiros sobre los que se escribieron otras cosas, papiros que se usaron como el papel maché y el engrudo para hacer artesanías, códices que dicen unas palabras, y códices que dicen otras. Y todo en lenguajes antiguos, usando formas de hablar que ya nadie usa, refiriéndose a lugares que hace mucho dejaron de existir. Copias, copias de las copias, ediciones de las copias de las copias, revisiones de las ediciones de las copias de las copias, traducciones de las revisiones de las ediciones de las copias de las copias, y, con todo respeto por el lector que ya se cansa del trabalenguas, versiones de las traducciones de las revisiones de las ediciones de las copias de las copias. Eso tenemos en las manos al mirar una Biblia Latinoamericana, una Dios habla Hoy, una Biblia del Peregrino, una de Jerusalén. Lo que hace que cada esfuerzo, unos sin duda mejores que otros, sea de cualquier manera una forma de preservar el tesoro.
Los 46 libros de la primera Alianza, y los 27 libros de la definitiva Alianza nos llegan como tesoros preservados durante milenios por hombres y mujeres que le apostaron al valor y la validez de la Alianza. Por eso no hay que tomarse los libros ni los textos a la ligera. Hace poco escuché una acalorada discusión contra un maestro de biblia por hacer la división de un texto del evangelio en un versículo distinto al que lo hacía la versión de la biblia que los alumnos leían, y otra discusión por el título de una parábola, lamentable caso de personas que asumen como fundamental lo que no lo es. Ni los capítulos ni los versículos ni los títulos aparecen en los textos originales. Solo párrafos y párrafos de palabras sin división alguna, como se usaba en la escritura antigua. Parte del viaje interesante de las palabras que nos llegan, trayendo en ellas La Palabra que nos da Vida.

Yo creo que ese viaje también nos habla de la actitud que debe tener el creyente ante la Palabra, una actitud de respeto, pero también de curiosidad, de sacralidad pero también de aventura, de trascendencia, pero también de cotidianidad. Un texto que ha viajado a través de tantos siglos y tantas peripecias para llegar hasta nosotros tiene muchas más cosas que decir, que las que encontraremos si abrimos y leemos y salimos a afirmar la primera cosa que entendimos. Seamos serios.
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