Vive
Algo asombra cuándo se leen los relatos de la resurrección, algo que vale la pena mirar con detenimiento: No es su rostro, ni su voz, lo que hace que los discípulos lo reconozcan, sino las manos y los pies, es decir: las heridas. Es como si dios estuviera validando que dar la vida es la única forma de vencer la muerte, que ir hasta el final es la única forma de que no haya final. Jesús resucitado se hace reconocer por sus heridas, para que desde entonces VIVIR signifique algo distinto para todos.
Sobre la resurrección no se pueden hacer afirmaciones descriptivas. Y se desvirtúan los relatos del sepulcro y las apariciones si se miran como narraciones descriptivas y no como anuncios de la buena noticia. Los evangelistas no querían contarnos cómo resucitó Jesús sino gritarnos que Vive. Por eso el detalle del reconocimiento por las heridas de las manos y de los pies no es un asunto de apariencia, no se trata de confundirnos ni de darnos pistas encriptadas sobre la corporalidad post mortem de Jesús, sino que nos anuncian que aquel al que crucificaron no fue vencido, sino que precisamente al arrancarle la existencia, él estaba dando todo de sí, y que quien sintió el abandono del padre en la cruz, fue rescatado como hijo pues eran esas heridas las que curarían a todos los hijos (e hijas) para siempre.
Por supuesto que el anuncio de la resurrección nos habla de la vida después de la muerte, no hay duda que nos arroja una esperanza contundente, pero no es menos cierto que nos habla de la vida de Jesús antes de la muerte. No resucitó simplemente un muerto, sino uno que había dado la vida amando hasta el extremo. La forma de vivir del Maestro es la enseñanza misma, cada una de sus palabras fue también una de sus acciones, el que habló del perdón, perdonó a los que se encontró en el camino. El que habló de la liberación de toda opresión, hizo libres a muchos que no podían ya vivir por sí mismos en aldeas y veredas. El que luchó contra toda intención de privatizar a dios, lo acercó en miradas, caricias y gestos a la intimidad de los comunes y corrientes. El que pidió renunciar a todo no tuvo nada. El que decía que ponerse de último era la cura para esa tonta obsesión de querer ser el primero, se hizo el menor de todos, el más pequeño, el más invisible, hasta fundirse en el anonimato de una muerte indigna. El que denunció la hipocresía de los religiosos de profesión no cedió ante su presión, pero tampoco les devolvió el golpe. El que decía que el reino de dios era para todos sin distinción, le dio un tiquete expreso al condenado que le acompañaba en sus últimos instantes. No falló en su coherencia. No se deshicieron sus convicciones ante la embestida de la tortura y de la venganza. Vivió siendo él, libre y pleno hasta el último instante. Y eso lo certificó dios padre, levantándole de la muerte, y dejándoles a sus amigos ver sus heridas.
Y bien, podemos insistir de manera melancólica y un poco trasnochada en que la verdadera religión es prepararse para morir y haber ganado por méritos de abstinencia de todo aquello que es considerado impuro el derecho a gozar de la eternidad. Pero también puede ser que reconozcamos en este mundo que nos ha tocado vivir, la misma necesidad de perdón, libertad, intimidad con el Padre, independencia, servicio, autenticidad, inclusión de todos, que reconoció Jesús - un hombre que no predicó otra abstinencia distinta a la del odio, el rencor, la ambición y la soberbia - y dediquemos nuestra vida a darla. Porque un cristianismo dedicado a ganar la competencia de las religiones con su fundador inmortal presentado como un aventajado sobre los muertos es una mala broma.
Nuestro cristianismo no es un anuncio exclusivo sobre la reanimación de un cuerpo 72 horas después de haber sido certificada su defunción, sino un grito sobre la posibilidad de vivir a plenitud haciéndose cómplices del creador del universo en su intención de renovar todo lo que hemos podido dañar y reparar todo lo que hemos podido estropear, una complicidad que se juega en las pequeñas y grandes decisiones de todos los días, en las que afirmamos con la vida si creemos en la vida de Jesús, si estamos dispuestos a dar la vista a los ciegos, mientras por el camino somos curados de nuestra propia ceguera. En la que estamos dispuestos a anunciar a los pobres buenas noticias mientras que encontramos la alegría de desprenderse de todo y sentirse aún más importantes que los mandatarios del G8. Una vida en la que desde un corazón sin trincheras podamos sentarnos a la mesa con cualquiera, y podamos contarles de esa vida en la que creemos. Los seres humanos podemos ser alegres, generosos y cálidos, aún cuando nos inventamos esquemas y estructuras - incluso estructuras eclesiales - que nos hacen ser apáticos, acaparadores y fríos, distantes. Podemos ser libres, fraternos e indulgentes, así haya personas dispuestas a defender esas estructuras sacrificando a quien sea, claro, desde que sea otro, nunca a sí mismos, pero ser cristiano implica nunca dejar de creer en el ser humano, pase lo que pase, y dar la vida porque cada ser humano crea en sí mismo y en los otros tanto como dios nos cree.
A los que dan la vida los reconocen por las heridas, por nada más.
Vive Jesús. Vive vos también.