De Jerusalén a Río de Janeiro. En busca del Jesús del Evangelio
¿Hay una tierra prometida? ¿Es Jerusalén la Tierra Santa? Viajar a las fuentes tiene sus riesgos. Depende mucho del tamaño y los ritmos del corazón del peregrino, de sus aspiraciones, sus sueños. También, cómo no, de la predisposición a creer. No es fácil hacerlo en Jerusalén, si tratamos de seguir al pie de la letra lo que nos cuentan las piedras, las iglesias, las rutas que supuestamente siguió el Resucitado.
Hace falta, como rezamos en la Eucaristía, anunciar Su Muerte, pero mucho más urgente resulta proclamar Su Resurrección. Andamos necesitados del Dios vivo, de aquella vida sobre toda vida que da significado a la Palabra, al sufrimiento, a la Pasión y al desenfreno. Si Jesús no vence a la muerte los restos se quedan en eso. En piedras muertas, en sepulcros vacíos y blanqueados, en Vías Dolorosas con estaciones perdidas entre el multicolor zoco de la Ciudad Vieja.
En recorridos imposibles, del Cenáculo al Huerto de los Olivos, del Gólgota a un Santo Sepulcro que supone el mejor ejemplo de la división entre los cristianos y, a la par de las distintas formas de vivir la fe. Coptos, etíopes, católicos, ortodoxos griegos... todos quieren tener su parcela de poder en el lugar en el que Jesús murió y fue sepultado. Las colas resultan inmensas ante el pequeño rincón en el que, según la tradición, se colocó el cuerpo del Mesías tras descender de la cruz.
¿Dónde está Dios? ¿En el Sepulcro, en Getsemaní, en Al Aqsa, en el Muro de las Lamentaciones? Una semana después, parece claro que no. Pero es innegable que Jerusalén tiene algo. Nada que ver con Roma, Santiago o Estambul. Pero se respira religión, no sé si religiosidad. Una ciudad en permanente lucha, con odio y resentimiento en muchas miradas, con contrastes apenas doblas una calle y pasas del barrio judío al cristiano, del musulmán al armenio, de las puertas clausuradas al Muro de las Lamentaciones.
Hay esperanzas de paz. Más en el corazón que en la realidad. Pero del alma es de donde surgen los sueños posibles. También la fe. Es imposible creer con la cabeza en Jerusalén, se corre el riesgo de caer en la rinrazón o la pedantería. Hay que hacer un esfuerzo por creer. Aquí y en cualquier lado. También en las favelas que en estos días visitará Francisco. También en estas letras.
Mientras escribo estas líneas, mis compañeros de viaje estarán adentrándose en el Monte Nebo, allí donde Moisés avistó la Tierra Prometida, a la que él no pudo entrar pero hacia la que condujo a su pueblo. Un viaje de ida y vuelta, varios siglos después.
Si Jesús regresara hoy probablemente no quisiera volver a hacer el camino de Via Dolorosa -si es que éste no surgió de la imaginación de Santa Elena, si es que el cireneo recogió la cruz en este punto, o la Verónica limpió su rostro en esta esquina, o la piedra donde fue recostado el cuerpo vencido del Nazareno es la misma que preside la entrada de la basílica, o el Gólgota es el rincón que apunta el altar, y bajo él la tumba del primer hombre cuyos huesos, al contacto con la sangre del Crucificado provocaron un terremoto...-, o tal vez sí, pues los rostros que avistamos en el recorrido son los mismos que hace dos mil años. Los mismos que sufren, rien, lloran, esperan... Los mismos hijos de la Guerra y del dolor, sean musulmanes, cristianos, judíos, turistas.
Hace falta fe para viajar a Tierra Santa. Hace falta fe, mejor dicho, para encontrar Tierra Santa en cada uno de esos rostros, en cada una de esas miradas, en cada uno de los espejos que nos muestran a las claras nuestro cansancio y nuestra falta de humildad. Hace falta mirarse en el espejo interior, y quizá tratar de atisbar en nuestras pupilas los ojos de Aquel que hizo posible que aún hoy perviva la esperanza.
En la Jerusalén reivindicada por todas los puños alzados; en el Belén rodeado por el Muro; en las costas del mismo Mediterráneo que, al otro lado, recoge cadáveres y sueños de una vida mejor; mucho más allá, cruzando el charco, en Río de Janeiro, donde Francisco también inicia un camino de esperanza. El de las rocas vivas, el de los corazones de piedra. El de los deseos dejados ante el muro o en las jambas de las puertas. Paz a los hombres (y mujeres) de la Tierra. De la santa y mísera tierra.
Shalom javerim lehitraot!!!