En el agua del Jordán
Apenas cinco metros de Jordán separan el reino hachemita de Israel. Un tímido soldado jordano, que no habla el inglés (mucho menos el castellano), se entretiene esperando que arrancara el derby Atlético-Real: apenas conocen más de nuestro país. Al otro lado, ni un alma. Febrero no es un mes de peregrinaciones y el escenario del Bautismo de Jesús (Israel cuenta con otro memorial, pero éste es el único con dos orillas) resulta casi fantasmagórico desde el otro lado. Sería fácil pasar a Israel desde este paso, al menos hoy.
El lugar donde Jesús fue bautizado es uno de los ejemplos de colaboración entre dos países, pequeñas briznas de esperanza para un futuro de convivencia pacífica en el avispero de Oriente Medio. Pocas horas antes, desde Aqaba, la vista nos dejaba contemplar Arabia, Egipto, Israel y Jordania. Un poco más al norte, Siria, donde los bombarderos jordanos seguían descargando su furia contra un enemigo invisible, pero muy real, especialmente para los auténticos musulmanes. En aquel rincón, entretanto, los pájaros siguen cantando, y el silencio resulta abrumador. Una gran pila de piedra redonda nos invita a renovar las promesas del Bautismo.
Termina de caer el día cuando, tras la Eucaristía, regresábamos hacia Monte Nebo y Madaba, última etapa de este peregrinaje que nos ha llevado a la cueva de Lot, Petra o Gerasha. Caminando antes de llegar al autobús, pasamos al lado de cuatro iglesias cristianas (ortodoxa, católica, anglicana...) en construcción. Uno de los sacerdotes comenta la tristeza para los seguidores de Jesús por no poder encontrar, ni siquiera al borde del Jordán, la capacidad para reunirnos y orar juntos en torno a un mismo lugar. Tan cerca, tan lejos. Esa es también la historia de nuestra fe.
Tan lejos, tan cerca. Como se demostró en la misa celebrada en Petra, en la que nos acompañaron dos turistas chinos, cristianos de esa iglesia perseguida, hermanos en esta tiera también de mártires. Nos hacen falta más desiertos, me temo, hasta alcanzar nuestra propia tierra prometida. Aunque nos quedemos a las puertas, como le sucedió a Moisés.
Una peregrinación siempre es un momento para encontrar sorpresas: en uno mismo, en los demás y en nuestra relación con Dios. En esta ocasión, casi todas han sido gratas. Los componentes de este viaje somos, afortunadamente, muy distintos. Tenemos diferentes visiones acerca de cómo debería ser la Iglesia y la relación de sus pastores con el pueblo, la corresponsabilidad o la importancia de determinadas tradiciones. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Al borde del atardecer, el gran ejemplo del Dios que se hizo hombre y se mostró al mundo tal cual era, recibiendo la bendición del Padre delante de todos. Como uno más, como el Hijo amado, con quien se alegraba el Creador. Haciendo realidad el sueño de Jesús: Allá donde dos o más os reunáis en mi nombre, allí estaré yo entre vosotros.
Siempre hay ocasión para comprobar que esto es posible, por más que a pocos kilómetros, desde varias bases jordanas, vuelen cazas para causar muerte a aquellos que matan. Alá, Yahvé, Dios... no es éste su plan. No lo es. Y tampoco ha de ser el nuestro.
Buen viaje