La "casta" vaticana
Nunca se le había cortado un traje tan severo a la mítica curia del Vaticano, cuya fama histórica es que circula por sus propios caminos, sea cual sea el pontífice. Sería algo semejante a los halcones que rodean a los presidentes de EEUU, o al politburó de la antigua Unión Soviética. Por no remontarnos demasiado, bastará con recordar que la curia romana torpedeó el Concilio Vaticano II de Juan XXIII y Pablo VI, o que Juan Pablo II se desentendió de ella entregando el gobierno ordinario de la Iglesia al cardenal Sodano, o que Benedicto XVI fue definido certeramente como "un cordero entre lobos curiales".
Pero el papa Francisco no habló de enfermedades genéricas de la curia, o de cualquier otro colectivo eclesial, sino que definió diáfanamente a una "casta", para utilizar ese concepto tan acarreado últimamente en España.
Una casta que Bergoglio aspira a reformar precisamente descastando los cargos eclesiásticos de un escalafón edificado durante siglos. Como jesuita, Francisco sabe que el exsuperior general de la Compañía, Peter Hans Kolvenbach, con quién tanto pugnó, lleva hoy una vida retirada en algún punto de Oriente Medio. Es decir, se bajó de su cargo y volvió a una existencia anodina. También sabrá Bergoglio que el teólogo más grande del siglo XX, el jesuita Karl Rahner, desempeñó en sus últimos años la tarea de portero de la residencia en que vivía, lo que significa que el forjador del Vaticano II y creador de la Teología Trascendental abría todos los días la puerta al cartero y al lechero.
En resumen, que si dependiera de la ejecución inmediata de Francisco, ningún eclesiástico se perpetuaría en labores administrativas y de gobierno dentro de la curia vaticana. Además, Bergoglio zanjaría la perversa tradición de que ser nombrado alto cargo de un dicasterio romano conlleve la ordenación episcopal, circunstancia que trocó la naturaleza del servicio episcopal en insignia de poder decisorio.
Y de todo ello ya ha dado muestras el Papa argentino. En febrero de 2014 creó 16 cardenales electores, y el próximo mes hará lo propio con otros 15. Pues bien, si se examinan ambas listas se obtienen tres constataciones restrictivas: 1) el número de eclesiásticos curiales es mínimo; 2) el número de italianos casi desaparece, y 3) las diócesis cardenalicias clásicas no cuentan para Francisco, es decir, que el hecho de ser arzobispo de Toledo, por poner un caso español, no obliga a Bergoglio a colocar el capelo sobre una determina cabeza.
Dado que la Iglesia católica consiste en una monarquía absoluta sucesoria (con elecciones mediante un órgano colegial, esto es, el cónclave de cardenales), la composición de dicho cuerpo electoral será definitoria para el futuro del catolicismo. Y el mensaje de Bergoglio está siendo que, primero, no se ha de ser cardenal en función de escalafones automáticos, sino según los méritos que el Papa juzgue adecuados. Y segundo, que han de ser creados cardenales fuera de los círculos habituales de la Iglesia más establecida y cómoda. Dicho de otro modo, hay que buscar cardenales por el ancho mundo y, particularmente, en los países donde la Iglesia trabaja duramente en la evangelización. Y, en cualquier caso, las birretas rojas han de ser impuestas fuera de los muros de Roma, ese lugar que horrorizó a Lutero y que es hoy sede de una ilustre casta curial.
(Javier Morán, La Nueva España)