Un lamento esperazado por la paz en Jerusalén

La próxima semana, palestinos e israelíes reanudarán, tres años después, las conversaciones de paz en Washington. Una esperanzadora noticia para los ocho millones de israelíes y los seis millones de palestinos que viven en Tierra Santa. Jerusalén se despertó con la noticia en pleno Sabbath, en mitad del ayuno del Ramadán. Dos religiones enfrentadas, dos pueblos que tratan de compartir la misma tierra.

Sexta etapa de la peregrinación de Ain Karen y Escuelas Católicas. Al fin, Jerusalén. La ciudad vieja, con sus cuatro barrios: armenio, judío, musulmán y cristiano. La ciudad de ciudades, con sus vicios, su impresionante zoco, su sinuosa Via Dolorosa, sus rincones vedados y sus bellísimas incoherencias. La ciudad de David y Salomón, bendita y maldita a manos llenas.

Jerusalén respira religiosidad por todos sus poros. Violencia latente, pasos cortados por la policía y el ejército. Rostros cansados que están hartos de no mirarse. Los judíos ortodoxos, con sus impresionantes ropajes, acuden al Muro de las Lamentaciones a media tarde. El único resto del Templo de Jerusalén sigue en pie, amenazado por la Mezquita de la Cúpula Dorada (allí donde judíos y musulmanes veneran el sacrificio de Abraham -unos dicen que a Isaac, otros que a Ismael-) y la de Al Aqsa, donde según la tradición islámica Mahoma subió al cielo. Sus cánticos se elevan al cielo en una sinfonía estremecedora, que invita a la oración al contacto con las piedras del muro. Oramos por la paz entre distintos hombres para un mismo mundo.

A la misma hora, miles de musulmanes salen de las mezquitas al término de la oración de la tarde, tras la cual se dirigen a romper el ayuno de Ramadán. En las estrechas callejuelas que surcan la zona vieja de la eterna Jerusalén, islamistas, judíos y turistas se entremezclan, se diluyen, se intercambian por la ciudad. Forman parte del mismo latido de Jerusalén, de la misma historia que arrancó hace miles de años y de la que en los últimos tiempos sólo llegan ecos de odios, invasiones y deseos mutuos de destrucción.

Y sin embargo, lo único que aquel beduino que sale de la mezquita quiere para su familia es la paz. Y sin embargo, lo único que pretende aquel rabino que agacha la cerviz ante el Muro de las Lamentaciones y deja un papel en el mismo, es la paz. La misma por la que oramos peregrinos, por la que trabaja la diplomacia y la que en este Sabbath de julio parece volver a tener una oportunidad.

La ciudad está lejos de encontrar el descanso que merece. Son muchas las disputas entre las tres religiones del Libro, entre aquellos que juraron defender al pueblo de Israel, los que perdieron su tierra al otro lado del torrente, los que erigieron un cementerio islámico en la misma puerta por la que, según la tradición, habrá de entrar el Mesías. Entre aquellos, en fin, que hace casi un milenio decidieron "reconquistar" la tierra en la que murió Cristo al grito de "Dios lo quiere".

Dios lo que quiere es la paz. Por ella oramos. Por ella haremos este domingo el Via Crucis. Por ella trabajan miles de educadores de Escuelas Católicas. Por un mundo en el que el respeto al otro sea la parte más importante del respeto a uno mismo. Sea en la sinagoga, la basílica o la mezquita. Sea en Getsemaní o en la tumba del rey David. Sea en el Cenáculo, a los pies del Santo Sepulcro o junto al Muro de las Lamentaciones. Vaya desde allí un lamento, sentido y esperanzado, por la paz que parece querer abrirse paso en mitad de este avispero, hermoso y desolador, desierto y oasis, enclavado en el centro de la Tierra.
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