El sueño de una Iglesia plural y realmente católica

Ayer, durante una tertulia literaria, me ví en la obligación de defender, pese a sus múltiples sombras, la labor de la Iglesia -institución y pueblo de Dios- como vertebradora de los valores de una sociedad que, a lo largo de los siglos, ha conformado la cultura y la vida de Occidente. Con muchas luces y muchas sombras. Mis interlocutores, personas muy formadas, inteligentes, sensibles y constructoras de puentes, echaban pestes de la Iglesia. Porque la entendían, como lamentablemente la entiende la mayor parte del mundo civilizado, como una institución anquilosada, autorreferencial, demasiado centrada en la condena y en la advertencia del pecado, y en la obligatoriedad de seguir un camino estrecho, con multitud de normas, castigos, preguntas unilaterales y respuestas uniformes. Una Iglesia rica y poderosa, oscura y sin sintonía con el mundo actual.

Lo interesante de los clichés es que, aun conteniendo medias verdades o generalidades más o menos vagas, encierran verdades como puños. O, al menos, percepciones que son reales para buena parte de nuestra sociedad. Y eso, cierto o no, debería hacernos pensar, y mucho, a los que nos confesamos creyentes -y, por tanto, parte de esa Iglesia que es mucho más que edificios, capisayos y estructura, por otro lado-. Y actuar en consecuencia.

Ni Francisco ni los cardenales, obispos y demás nos van a sacar del marasmo. Pero bien pueden cumplir su función. Porque cada uno, dentro de nuestra diversidad, tenemos unos dones, unas funciones, unos "talentos", que desarrollar. Eso es, en buena medida, lo que celebramos en Pentecostés. Que, guiados por el Espíritu, podemos hablar distintas lenguas, ir a todos los rincones del mundo, con nuestras actitudes, formas y estilos, para llevar la Buena Noticia de la Vida y la Resurrección, del Amor y del Compromiso, de la Esperanza y la Alegría.

Construir una Iglesia plural, y realmente católica -por universal, por abierta, por sencilla, por inclusiva- es un sueño para muchos. Un sueño que hay que ir cumpliendo en el mundo real. Y ya es hora de despertarnos. Decía antes que ni Francisco ni cardenales ni obispos van a construir ese sueño. Ni cada uno de nosotros. En solitario. Pero todos tenemos nuestra misión. Y, en este sentido, las palabras del Papa hoy, en la solemnidad de Pentecostés, son todo un aldabonazo, una suerte de primera piedra, para la reconstrucción -o la reforma, o el cambio de estilo arquitectónico, o la implementación de nuevas argumentaciones estilísticas, o como lo quiera llamar cada uno, hasta revolución si me apuran (aunque uno se tiene por moderado, al menos por comparación con el resto de los que escriben en este mundillo tan curioso)- de la Iglesia. De la Iglesia de verdad. La que Cristo dijo que se haría presente allá donde dos o más se reunieran en su nombre, en nombre del Amor, y con la base del Espíritu que habla mil lenguas y se hace entender en cualquier circunstancia.

Hoy, Francisco ha dejado algunas frases. Éstas son algunas de ellas:





"No podemos encerrarnos en estructuras caducas que han perdido la capacidad de acogida"

"La diversidad de carismas es una gran riqueza en la Iglesia"

"En la Iglesia, la armonía la realiza el Espíritu"

"Si nos encerramos en nuestros exclusivismo caemos en la división"

"Vivir la diversidad en la comunión de la Iglesia"

"La Iglesia no puede seer autorreferencial"

"El Espíritu nos impulsa a salir, porque es el alma de la misión"

"El Espíritu nos impulsa hacia las periferias existenciales"

"Recordemos estas tres palabras: novedad, armonía, misión"







Francisco es sólo un hombre. El Papa, sí, pero eso no deja de ser coyuntural, pues su compromiso con la causa del Evangelio, al igual que el de cada uno de nosotros, viene impreso en el ADN de nuestra vida, y en la decisión que adoptamos -y que hemos de seguir refrendando cada día- de creer que el mensaje del Resucitado vale para cualquier lugar y época, y vale para construir una sociedad y un mundo mejores para todos. Insisto: para todos.

Incluso para los que puedan pensar que todo este post está trufado de utopía o de falsos deseos. Porque, en esto como en tantos ámbitos de la vida, todos somos necesarios. Incluso, los que aún azuzan hogueras. Aunque sólo sea para recordarnos que ese tiempo ya pasó, y que el sueño de una Iglesia plural, diversa, participativa, escuchante, armónica, plena del Evangelio de Jesús, aún es posible. Y que hoy es siempre todavía.
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