Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del Cristianismo



Mundo medieval y moderno en conflicto

Ortega considera falso reducir la fe medieval a cristianismo, ante todo porque éste estaba impregnado de la cultura grecorromana. Pero, además, la fe de la Edad Media tiene muchas dimensiones. Existe la fe en el Dios de la Biblia y el dogma, Este primer estrato es el principal y el que sustenta al resto.

Unido a él va un gran repertorio de creencias extrarreligiosas sobre el mundo, que puede considerarse una ciencia, cuya armazón constituye el escolasticismo. Aunque se llamaba ciencia, sobre sus temas principales no existía la duda, era algo incuestionable e intangible, de ahí que no se parezca nada a la ciencia moderna, que, ha nacido y vivido de la duda, esa es su nota distintiva y su paradoja incuestionable.

También la razón es una fe en el discurso de Ortega. Sin embargo, la razón en la que se ha creído desde 1600 hasta ahora lleva dentro de sí la duda. Todo es en principio dubitable, pero se cree que el hombre posee una facultad y una técnica para moverse en ese universo dudoso; estas no son otras que las de la razón. Hay, pues, gran diferencia entre la fe medieval y la moderna.

Ni la filosofía de Platón ni la de Aristóteles fueron jamás en Grecia objeto de fe. No pasaron de ser meras ideas, ocurrencias, diríamos en la terminología de Ortega. Pero en la Edad Media se funden con las creencias religiosas el platonismo por obra y gracia de San Agustín y el aristotelismo por solicitud de la teología escolástica. Ambas filosofías paganas se mezclan con la teología cristiana y se prolongan en el tiempo hasta llegar a las mismas puertas del Concilio Vaticano II encorsetando el dinamismo característico del cristianismo.

Una y otra filosofía, que son dos caras de la misma, han hecho una interpretación del mundo, que hace de éste una pluralidad de realidades inmóviles. Un mundo así concebido, cerrado y sin futuro, no despierta interés por la vida ni impulsa hacia la creatividad, sino que se limita a hacer reduplicaciones formulistas de sí mismo. Tanto en la ciencia como en la vida social y religiosa, "las formas sempiternas quedan en una selva tropical de fórmulas y formulismos".

Para todo hay una norma, no hay posibilidad alguna de vivir con espontaneidad, toda la vida está encorsetada. Por el contrario, en la vida moderna, todo es provisional, hay infinidad de sorpresas y descubrimientos nuevos.

No obstante, siempre ha habido voces discordantes que denunciaban esta situación, Así Erasmo de Rotterdam (1446-1536), humanista holandés que seguía el ideal de la devotio moderna, una forma de religiosidad austera enemiga tanto de los excesos místicos como de las especulaciones teológicas, se quejaba de que desde hacía muchos siglos todo era definitivo, no había más que un modo de ver las cosas humanas, por tanto, no existía posibilidad de cambiar.

Es más, el cambio se consideraba como algo contranatura. De ahí la asfixia insoportable de los hombres pensantes. El mundo, dice Erasmo, está sobrecargado de opiniones y dogmas eclesiásticos; pesa sobre él como una losa la autoridad fuerte de las Ordenes religiosas, que ha debilitado el vigor de la doctrina evangélica (Huizinga: Erasmus, 116).

En Italia se piensa que el mundo está próximo a su fin. En Francia el canciller de la Universidad de París, Juan Gerson, a quién se atribuyó algún tiempo La imitación de Cristo, dice que el mundo chochea. A su vez Petrarca se parapeta en la divisoria de dos mundos y nos dice que su alma unas veces mira hacia atrás y otras adelante. Ninguno de todos ellos divisa el porvenir. Esta cultura sin futuro cree que la historia está toda a la espalda. Los profetas, aclara Ortega, habían hablado de cuatro monarquías universales. La última es la romana y toda la Edad Media se vio a sí misma como continuidad de ésta.

¿Qué hacer con un cristianismo formulista, petrificado y sin fe viva? se preguntan los inconformistas. Delante sólo hay un mundo intransformable ante el cual la única solución que se ve viable es volver atrás, a las formas primarias y puras de la religión, del saber, de la poesía; a los evangelios, a la ciencia clásica. En definitiva, Humanismo, Renacimiento y Reforma fueron movimientos hacia atrás.

Para el mundo moderno, en cambio, la realidad es esencialmente transformación, nada persevera en su ser. A la realidad de hoy seguirá irremediablemente otra distinta. El hombre moderno vive mirando al mañana para ver llegar la realidad. Por el contrario, el hombre medieval está prisionero en un mundo sin futuro, la única salida para él es la vida del más allá. Es un mundo inamovible, hay lo que hay sin posibilidad de innovación.

A los europeos actuales sólo saber esto nos produce angustia, porque estamos acostumbrados a que cuando algo de lo que hay nos oprime huimos inmediatamente con el pensamiento al porvenir que traerá consigo el cambio necesario (Descreimiento, asfixia y rebelión V, 584-587).

Para el cristianismo hoy ha desaparecido esa pugna entre el mundo antiguo y el nuevo, aunque algunos sienten nostalgia de la situación de cristiandad medieval y quieren hacernos retroceder a ella. Pero la secularidad, característica del espíritu cristiano, que se ha ido abriendo paso para encarnase en la realidad humana en todos los tiempos, está más viva y activa que nunca en el nuestro y nos anima a mirar hacia el futuro, siempre adelante.

El que ha puesto la mano en el arado no puede volver la vista atrás, so pena de convertirse en estatua de sal. El Concilio Vaticano II ha supuesto una gran apertura en este sentido, pero se le ha arrinconado y espera tiempos mejores.

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