La matanza de los pobres--
El pueblo salvadoreño ha sentido en su carne cómo le amargaban la vida con toda clase de servidumbres, que le fue impuesta con mucha crueldad. Y siempre que crecía la rebeldía frente a la opresión, la respuesta era la opresión. Hombres, mujeres, niños ancianos. Todos saben de esta dura realidad en los años ochenta y noventa del pasado siglo XX
Desde que empezó la guerra, las amarguras han ido variando. En las formas de la opresión y represión se han puesto distintas máscaras. Desde las patrullas de defensa civil a los operativos de guerra psicológica y desde los asesinatos selectivos a los bombardeos indiscriminados, ha ido creciendo y creciendo el río de sangre.
Bien vista tiene el Señor la aflicción de su pueblo. Y escucha el clamor que le arrancan sus enemigos. Él conoce sus sufrimientos. Es esa fe y esa confianza la que sostiene la lucha, en medio del torrente de la sangre y de las lágrimas.
Dios les pedirá cuenta
En 1981, las patrullas de defensa civil, integradas
por hombres de la zona, armados por los cuerpos de
seguridad del gobierno, imponían en el campo la violencia
o actuaban arbitrariamente contra gente como Jacinta,
una campesina de cincuenta años y su familia.
Hombres armados que renovaban en sus actos el pecado
original, el pecado mayor de querer "ser como dioses",
intentando matar así al Dios verdadero, al Dios de la
vida.
Cuando llega la noche quisiera ser palomita para volar alto y no estar en la casa durante esas horas...porque me recuerdo de todo. Sí llegaron seis hombres de la patrulla de la defensa civil a mi casa buscando armas. Yo les dije:
Si las tuviera ya las hubiera vendido para tener qué comer.
Pero ellos no hicieron caso. Registraron la casa, nada encontraban. Volcaron los sacos, nada encontraban. ¿Y qué si nada había?.
Entonces, tres de ellos me pusieron el fusil así prensado para que no me moviera y tumbaron en el suelo a mi esposo y se treparon sobre él y lo pescozaron, lo patearon, lo golpearon. Quebrado le quedaron el pescuezo. Yo mirando aquello les dije:
¡Miren que hay un Dios, un Dios que mira lo que ustedes hacen y que les pedirá cuenta de esta ingratitud!
¡Dios está muerto! ¡Ahora nosotros somos los dioses!
Y se carcajearon los malditos. Arrastraron a mis dos hijas mayores fuera de la casa y tres hombres hicieron zanganadas a cada una de las muchachas. Después las golpearon y allí las dejaron Y vinieron a reclamarme agua, siempre con el fusil apuntado.
¡Y no vayan a decir nada de esto ¿me oyeron?! Si no, venimos en la noche a matarlos a todos.
La más pequeña miró todo lo que hicieron a su tata y a sus hermanas. Muda se me ha quedado, solo llorando pasa, no dice una palabra. Las dos muchchas quedaron panzonas y mi esposo inútil, él ya no puede trabajar
(Carta a las Iglesias, núm 0, julio 1981).
Ver María López Vigil/Jon Sobrino, La matanza de los pobres, Ediciones HOAC, Alfonso XI Madrid 1983.
Mons. Oscar Arnulfo Romero arzobispo de El Salvador sufrió esta situación y el martirio, a él le dedicó Pedro Casaldáliga este poema:
El ángel del Señor anunció en la víspera...
El corazón de El Salvador marcaba
24 de marzo y de agonía.
Tú ofrecías el pan
el triturado cuerpo de tu pueblo:
su derramada Sangre victoriosa,
la sangre campesina de tu pueblo en masacre¡que ha de teñir en vinos de alegría la aurora conjurada!
El ángel del Señor anunció en la víspera
y el Verbo se hizo muerte, otra vez, en tu muerte;
como se hace muerte, cada día, en la carne desnuda de
de tu pueblo.
Y se hizo vida nueva
¡en nuestra vieja Iglesia!
Estamos otra vez en pie de testimonio,
¡San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro!
Romero de paz casi imposible en esta tierra en guerra
Romero en flor morada de la esperanza incólume de
todo el Continente
Romero de la Pascua latinoamericana
Pobre pastor glorioso
asesinado a sueldo
a dólar
a divisa
Como Jesús, por orden del Imperio.
¡Pobre pastor glorioso
abandonado
por tus propios hermanos de Báculo y de Mesa...!
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a
Cristo).
Tu pobrería sí te acompañaba,
en desespero fiel,
pastor y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.
El pueblo se hizo Santo.
La hora de tu pueblo te consagró en el kairós.
Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio.
Como un hermano herido
por tanta muerte hermana,
tú sabías llorar, solo, en el Huerto.
Sabías tener miedo, como un hombre en combate,
¡pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de
campana!
Y supiste beber
el doble cáliz
del altar y del pueblo
con una sola mano consagrada al Servicio.
América Latina ya te ha puesto en la gloria de Bernini
-en la espuma- aureola de sus mares,
en el retablo antiguo de los Andes alertos,
en el dosel airado de todas sus florestas,
en la canción de todos sus caminos.
de todas sus trincheras
de todos sus altares...
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!
San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro:
¡nadie
hará callar
tu última homilia!
Pedro Casaldáliga, obispo poeta-profeta
en Me llamarán subversivo
Lóguez Ediciones 1988