El valor de la soledad elegida Maestros del Desierto II: permanecer con uno mismo
Transitar hoy un camino espiritual pasa necesariamente por una vuelta hacia uno mismo, por aprender a estar uno consigo en una soledad buscada, que no impuesta
Hay muchas personas que rehúyen la soledad, no saben estar solas y, permanentemente, necesitan del contacto de los otros.
Ahondando un poco más en la vivencia que los primeros solitarios tenían sobre el Camino Espiritual (siguiendo lo expuesto en el texto “Maestro del desierto” del 20/3/24) topamos con un segundo aspecto de vital importancia para ellos y que hoy se torna en una conquista plausible, esto es, la capacidad de permanecer consigo mismo o, lo que es lo mismo, el valor de la soledad elegida.
Se dice del tiempo en que vivimos que la comunicación está totalmente globalizada. Es cierto que la mayoría de las personas de nuestro “Primer Mundo” tienen móvil que las mantienen en comunicación con cualquier individuo esté donde esté. Si bien es verdad que este alcance y amplitud tiene muchas cosas positivas, también es cierto que, paradójicamente, está dificultando las relaciones más cercanas, aquellas que se dan en el tú a tú. Hemos perdido parte de la capacidad de interacción entre aquellos que tenemos más cerca. Las relaciones se han hecho más virtuales que nunca llevándonos a vivir más hacia fuera que hacia dentro.
Los Padres del Desierto se cuidaron mucho del estar sólo hacia fuera por lo que buscaban largos periodos en los que cada uno pudiera permanecer consigo mismo. De no ser así, ¿cómo entenderíamos la capacidad que tenían para auto-habitarse y reconocer sus instintos, emociones y, en definitiva, saber lo que les sucedía?
Transitar hoy un camino espiritual pasa necesariamente por una vuelta hacia uno mismo, por aprender a estar uno consigo en una soledad buscada, que no impuesta. La soledad posibilita un tiempo en el que uno puede reconocerse en lo que es como persona, un periodo de no huida, de no distracción, para lograr permanecer consigo mismo y poder alcanzar el fondo de la propia alma (Tauler) que está habitado por la Presencia de Dios.
Permanecer en la celda era para el monje la oportunidad para de mantenerse en él y era, por ello mismo, la condición necesaria para el progreso espiritual, pero también para la maduración personal. Pero el hecho de estar allí no implicaba nada, ya que según se nos ha trasmitido del abad Ammonio: «podría darse que uno estuviera sentado en su celda durante cien años sin haber aprendido cómo debe uno sentarse en la celda.» Resulta del todo curioso que en reiteradas ocasiones repitan los Padres que las motivaciones para permanecer en la celda deben ser dos: el conocimiento de uno mismo y el estar dirigidos a Dios, siendo esta última decisiva para evitar que la persona caiga en la tentación que supone el egocentrismo.
Aquellos monjes eran maestros en el arte de la soledad pues vivieron procesos difíciles que les reportaron una lucidez y sabiduría que sigue siendo actual para nosotros. Hay muchas personas que rehúyen la soledad, no saben estar solas y, permanentemente, necesitan del contacto de los otros. Muchos de ellos incluso viven sólo para los ojos de los demás. Quien se mueve desde aquí sin haber logrado previamente reconocer sus motivaciones y el lugar desde donde actúa puede correr el riesgo de perderse en la vida de otras personas sin haber sido capaz de vivir la suya propia.
Los grandes místicos de la historia siempre encontraron una calidez especial en la soledad, un lugar ignoto no sólo de descanso, sino de encuentro con Aquel al que su alma tanto ansiaba. Permanecer en dicha soledad les ofrecía la posibilidad de habitarse y ser habitados por el Dios al que buscaban. Desde esta experiencia, tan decisiva para los que vivimos pendientes del mundo y hasta olvidados de nosotros mismos, escribía Juan de la Cruz: «En soledad vivía, / y en soledad ha puesto ya su nido; / y en soledad la guía / a solas con su querido / también en soledad de amor herido.»
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