Cor orans: Corazón orante (=contemplativo) de la Iglesia
En esa línea he de añadir que orar es contemplar mirar con atención, es decir, mirar amando, en la línea del Reino de Jesús, entendido como tiempo de comunicación universal, de manera que el amor (el corazón) puede expandirse y compartirse de un modo gratuito y sorprendido, como fuente de existencia para todos (cf. Mc: 1, 4). Ésta es la gran paradoja cristiana:
– Decimos que ha llegado el amor (es decir, el Reino de Dios: Mc 1, 14), de manera que la Iglesia puede presentarse como experiencia de contemplación, fuente y espacio concreto de amor para todos... y en esa línea hablamos del "corazón orante" de la Iglesia.
-- Pero ese corazón orante (contemplativo y amoroso) de la Iglesia parece muy velado, encerrado en monasterios separados, casi vigilados... sin verdadera irradiación, objeto de documentos como éste que comenté el otro día, luminosos por su título(Cor orans, corazón orante de la Iglesia y de los cristianos), pero carentes de fuerza de transformación.

– En esa línea, la contemplación del amor cristiano parece apagarse y las iglesias concretas siguen manteniéndose en un plano de miedos y conflictos, como superestructuras de sacralidad ritual.No son presencia (anticipo) del amor abierto, universal, de Jesús y de su Espíritu, sino parcelas especiales de poder religioso, miedosas ante la cultura, enfrentadas con otras religiones.
La iglesia católica (=universal) anuncia la llegada y presencia del amor de Dios, pero corre el riesgo de olvidar o apagar su corazón amante, como si no creyera en el corazón que ora y ama. Ésta es su paradoja:
-- Por una parte, la Iglesia anuncia el mensaje de Jesús: ¡ha llegado el reino! Se hace presente el amor, los hombres y mujeres pueden contemplar, mirar a Dios, mirarse, en emoción de gozo transfigurado.
-- Por otra parte, cierta Iglesia parece que quiere negar (limitar) ese amor con su forma de vida establecida, impositiva, hecha ley más que libertad para volar e irradiar, como la luz.
Una hermenéutica dialogal
Entendida así, la iglesia aparece, al mismo tiempo, como promesa suprema y gran dificultad para el amor. Ciertamente, es promesa de amor, pues cultiva y transmite los signos más altos de la comunicación del Cristo (la Palabra del Reino, el mensaje de la Gracia salvadora, el Pan compartido). Pero ella puede volverse dificultad o problema para el reino: sociedad sin transparencia interna, lugar donde el amor se rompe y quiebra, derrotado por los varios tipos de poder sacral del sistema dominante.
Para que la promesa del amor eclesial, fundado en Cristo, triunfe sobre el riesgo de opacidad de una iglesia que se encierra en su dialéctica de poder mundano, resulta necesaria una intensa hermenéutica dialogal, abierta a la transparencia comunicativa, que ha de ser, a mi juicio, la nota dominante de la nueva reflexión y práctica cristiana.
Muchas instituciones eclesiales, creadas en gran parte para administrar un tipo de poder sagrado vinculado, de manera más o menos adventicia, al evangelio, han entrado en una crisis imparable. Frente a ellas debe desplegarse la autoridad del auténtico evangelio, vinculado a la comunicación gratuita de amor entre todos los humanos.
Se ha dicho y repetido que el siglo XXI será místico o no será: o los hombres y mujeres nos abrimos a un tipo de experiencia superior de interioridad, cultivo profundo del misterio, o terminamos matándonos mutuamente, de manera que no habrá para nosotros más vida posible sobre el mundo. No es mala esa frase (el siglo XXI será místico o no será), pero puede resultar ambigua, si es que nos cierra en una forma de experiencia elitista o evasiva, que no sea camino que conduce a la civilización universal del amor.
En esa línea, más que de mística quiero hablar de contemplación... y lo haré desde un fondo cristianos, diciendo que ni la mística vale por sí misma (si es sólo apertura individual o elitista al misterio), ni vale un tipo de iglesia que se encierra en sus signos sagrados. Lo que vale es la experiencia contemplativa y liberadora del amor, abierto a todos, siempre de un modo concreto.
– La teología del siglo XXI deberá presentar el amor del evangelio como fuente de contemplación y liberación o perderá todo sentido (dejará de existir) . Para ello, ha de centrarse en una cristología que interpreta a Jesús como mesías no violento que supera la estructura de poder del mundo, abriendo para los humanos la experiencia originaria de la gracia.
Normalmente, los humanos han pensado que la sociedad sólo puede mantenerse sobre bases de poder sacral, sometimiento religioso y sumisión política. Pues bien, retomando sus bases evangélicas, el Cristo del siglo XXI ha de ser fuente de liberación personal, que se acoge en fe y se expresa como gracia, para abrirse luego en formas de comunión no jerárquica (el poder en cuanto tal no es sagrado), de amor gratuito que libera y vincula en libertad no violenta a todos los humanos.
– La iglesia del siglo XXI deberá ofrecer a los humanos un espacio de comunicación contemplativa y/o social o dejará de existir. Ella abrirá sobre la tierra un camino de contemplación que brota del amor de Jesús y se expresa en el mismo diálogo interhumano, centrado en el Espíritu, o perderá su valor.
Han existido entusiasmos y místicas violentas, vinculadas a la evasión espiritual y a la imposición social. Pues bien, en contra de eso, la verdadera contemplación se expresa en el encuentro con Jesús y se abre en formas de comunicación personal, de diálogo de amor entre los humanos.
El mensaje y camino de Reino de Jesús, que aquí estamos proponiendo, sólo es posible allí donde ese mismo Amor, acogido como don supremo o misterio de la vida (en Cristo), se traduce en formas de comunicación humana (en el Espíritu), por medio de la iglesia.
En este fondo entendemos la aportación fundamental de Jesús, que ha sido Mesías de la palabra y el amor abierto a los demás, en diálogo con los necesitados de la tierra, no especialista en interioridad transcendental, ni asceta alejado del mundo. No ha querido (o podido) emplear mediaciones mesiánicas de tipo administrativo o económico, militar o legalista, para conseguir con ellas su "reino", sino que su mediación ha sido siempre el amor liberador (que cura y sana), abierto a la comunicación (pan compartido, banquete final) de todos los humanos.
Ciertamente, no existe amor abstracto, en general, sin concretarse en mediaciones, es decir, a través de caminos distintos y tareas, al servicio de la comunidad cristiana y de la misión evangélica (como sabe 1 Cor 12-14). Pero todas ellas han de ser mediaciones de amor y en el amor, no consecuencia de un tipo de ocultamiento, de manejo de poder o de violencia, que después se justifica diciendo que "sirve" para organizar o defender el amor.
Jesús, mediación de Amor. Contemplación personal.
Como acabo de indicar, el amor suscita mediaciones, pero en sí mismo no se puede entender como mediación para otra cosa, sino que vale en cuanto tal, como verdad suprema de la vida, presencia de Dios y plenitud del ser humano: no conduce hacia una meta, es ya la meta; no sirve para nada, vale totalmente por sí mismo. Esta es la experiencia primera en el camino que lleva hacia la civilización del amor.
Muchos hombres y mujeres del tiempo de Jesús esperaban un mesianismo con otras aportaciones sociales, administrativas, sacrales o militares. Jesús, en cambio, ha ofrecido a los humanos la verdad del amor, encarnado en su mensaje, vida y muerte; esa es su aportación, esa su identidad. Así queremos definirle: es mesías del amor ya cumplido, iniciador y meta del encuentro personal (con Dios, con otros seres humanos), como indicarán algunos textos centrales de la tradición cristiana: Mc 10, 21; Jn 15, 12-15; 2 Cor 3.
Ellos serán como señal en el camino, indicación y garantía de la meta que buscamos. De esa forma podrán ofrecernos las claves en el gran misterio del amor compartido, dialogado, que intentamos presentar como principio de la nueva civilización cristiana. Así nos servirán para plantear el tema de la contemplación como experiencia dialogal de amor:
– Contemplación, amor de/con Jesús: Mc 10, 21.
Recordemos la escena. Un hombre se acerca y le pregunta cómo alcanzará la vida eterna. Siguiendo la tradición israelita, Jesús le recuerda que cumpla los mandamientos. El hombre confiesa que "ya los ha cumplido": sabe actuar, es un buen cumplidor, se porta bien a nivel de leyes. Pero todavía no ha llegado al plano estrictamente religioso de la contemplación personal, el gratuidad. Por eso, el texto sigue: Jesús, mirándolo, le amó y le dijo: Una cosa te falta: vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme.
La religión (experiencia de reino) se sitúa para Jesús en el nivel del amor gratuito, no en el cumplimiento de la ley, ni en el dinero del rico. La ley no basta: no es signo o principio de amor. El dinero en sí no es religión, aunque sirve y resulta necesario para los pobres: para que ellos puedan enriquecerse con el don de la riqueza de esta mundo, abierta para reino. Como mesías del reino, Jesús sólo quiere amor: quiere caminar con aquel que le busca, dialogar con él a nivel de gratuidad, iniciando un camino de reino.
El evangelio no impone una ley, no se cierra en el cumplimiento de un mandato. Superando todo legalismo, desde la plena gratuidad del reino, Jesús contempla y quiere al hombre que le busca. En el lugar donde Pablo (Gal, Rom) situará la fe, como experiencia de encuentro gratuito con Dios en el Cristo, desbordando el nivel de la ley, ha puesto Jesús el amor, cuando ha mirado y llamado al hombre rico. Este es su punto de partida en el camino que conduce a la civilización del amor: le amó con la mirada y le dijo "sígueme, vamoS juntos".
Jesús viene a mostrarse así como un contemplativo: sabe mirar a una persona para amarla, suplicando una respuesta (esperando su amor). Pero el hombre rico del pasaje no acoge la mirada de amor de Jesús, no se deja contemplar por él, no responde a sus ojos con ojos de amor: calcula sus bienes y se marcha, porque depende de ellos. Este primer "fracaso" de la contemplación cristiana, fundado en la debilidad del Cristo, que mira a los humanos y suplica su amor, sin conseguirlo, nos servirá de orientación en todo lo que sigue.
– Contemplación, amor interhumano (Jn 15, 12-15).
Avanzando en esa línea, el Jesús de Juan ha reinterpretado la ley israelita (que sitúa al humano bajo el mandato de Dios). Por eso, ha presentado la voluntad de Dios como principio de comunicación personal, que vincula en amor a Dios y a los humanos (y a los humanos entre sí). Así lo indica estE pasaje básico de su obra y de toda teología del amor cristiano:
Este es mi mandamiento: que os améis unos a los otros, como yo os he amado. Nadie tiene amor más grade que aquel que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. No os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. Os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que he recibido (escuchado) del Padre (Jn 15, 12-15).
Este pasaje, que debe entenderse en línea eclesial, transmite el mismo mensaje de Mt 11, 25-27, interpretando el amor en forma de conocimiento mutuo, como iremos indicando en las reflexiones que siguen.
El mandamiento de Jesús se identifica con su misma vida: que os améis unos a otros como yo os he amado. Él no pide, por tanto, algo externo, que no ha realizado, no impone obligaciones de tipo legalista, sino que ofrece a los suyos su misma entrega personal (ha dado por ellos la vida), como signo y principio de conocimiento mutuo. Este es el mandato de Jesús, esta su gracia: que los creyentes puedan regalarse unos a otros lo que tienen (la vida), compartiendo así el camino, en contemplación personal, como él mismo lo ha hecho, en gesto de gozo amoroso de comunicación personal.
El evangelio ha vinculado de esta forma el amor de Jesús (que ofrece a los creyentes el don de su vida) y la contemplación interhumana (ellos entregan y acogen la vida unos de otros). Este es el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, de la economía de la ley (servidumbre) al despliegue de la amistad del Cristo, que instaura esa civilización de amor que buscamos.
– La servidumbre se define por la ignorancia y el mandato externo: el amo (=señor impositivo) no comparte con su siervo lo que piensa, no le dice lo que hace, no le da su corazón, ni se desnuda en gratuidad delante suyo. Por su parte, el siervo lleva puesto ante sus ojos un velo de ignorancia, va como arrastrado, sin saber por qué, y de esa manera se somete y obedece.
– La amistad, en cambio, se define en términos de comunicación: el amigo revela lo que sabe y siente, lo que puede y ama (revelándose a sí mismo, en debilidad y grandeza), a sus amigos. Por eso, cuando dice ya no os llamo siervos..., Jesús se presenta a sí mismo como amigo y redentor (fuente de amistad) para todos los humanos.
La redención ha de entenderse como transparencia liberadora: Jesús se muestra o revela a sí mismo, se ofrece plenamente, de manera que los suyos pueden contemplarle y compartir su vida, siendo así capaces de ofrecerla y compartirla (gozarla) mutuamente. El ocultamiento (o mentira) es la clave y forma de toda imposición y poder dictatorial, sea religioso, político o económico. Por el contrario, el don luminoso del amor o comunicación cristiana es la transparencia. La fuente y sentido de todo más gozo (y dolor personal, humanizante) la comunicación, el conocimiento compartido, en plano espiritual y psicológico, afectivo y corporal.
– Contemplación, mirar sin velos, mirarse en amor liberado (2 Cor 3).
Como venimos indicando, el evangelio se define, como fuente básica de comunicación en transparencia: contemplación personal de Jesús, que se expande y expresa por su Espíritu, vinculando en amor a los humanos. Esta es la experiencia que Pablo ha desarrollado de manera sorprendente en 2 Cor 3, reflexionando sobre la identidad del judaísmo y del evangelio.
Pablo presenta a los judíos como representantes de una religión de ley: no pueden contemplar a Dios, ni mirarse a la cara unos con otros, en gratuidad compartida, sino que llevan puesto un velo sobre sus corazones, cada vez que que leen a Moisés, es decir, cada vez que interpretan y formulan su experiencia más profunda (2 Cor 3, 15). La religión es para ellos un signo de sometimiento. Pero, cuando se vuelvan al Señor caerá su velo, pues el Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad (2 Cor 3,15-17).
Se consigue así la libertad del amor, que consiste en contemplar sin velo, mirarse y admirarse en amor y comunicación completa, en libertad y donación de vida. Aquí se funda y expresa aquello que pudiéramos llamar la luz del amor, que nos capacita para mirar a Cristo y mirarnos en respeto unos a otros. Por eso exclama Pablo, en palabra triunfante: En cambio, todos nosotros, contemplando sin velo en el rostro la Gloria del Señor, nos transformamos conforme a su imagen, de gloria en gloria, según el Espíritu del Señor.
Podemos mirar sin velo al Señor, y mirarnos así, de manera transparente, unos a otros, en contemplación que es comunicación de vida. Desde este fondo de transparencia, en el Espíritu y sin velo, ha de entenderse el canto al amor de 1 Cor 13, que Teresa de Lisieux ha tomado como punto de partida de su camino espiritual. De esa forma se vinculan los dos textos centrales de Pablo: la experiencia del amor como don supremo, presencia y verdad de Dios en nuestra vida (1 Cor 13) y la transparencia creadora del amor (2 Cor 3).
Ambos textos unidos constituyen el punto de partida y centro de la contemplación cristiana, como seguiremos indicando en lo que sigue. La contemplación cristiana es, según eso, seguimiento de Jesús (Mc 10), amistad comunicadora (Jn 15) y transparencia personal (2 Cor 3). Ciertamente, pueden mirarse y admirarse las diversas realidades de la naturaleza y especialmente el misterio religioso: la hondura y fuente de amor de toda realidad. Pero, en sentido estricto, sólo contemplamos con los ojos de la vida (del cuerpo y alma) a las personas, en gesto dialogal de entrega: ver y ser visto, mirarse uno en el otro, admirar juntos, todo lo que existe.
Desde aquí entendemos a Jesús como aquel que mira y comunica a los creyentes lo que tiene (todo lo que es, lo que el Padre le ha dado). Por su parte, los creyentes (es decir, aquellos a quienes el mismo Cristo ha ofrecido el regalo de su vida) pueden comunicarse y/o contemplarse mutuamente, compartiendo la existencia.
Por eso, la vida espiritual cristiana es claridad personal de amor: comunicación fundadora de vida. Esa vida espiritual se ha tomado a veces como cultivo de interioridad mística o superación del plano racional. Pues bien, sin negar la validez parcial de esa postura, siguiendo en el fondo la historia de Teresa de Lisieux, interpreto la vida espiritual como experiencia de seguimiento personal de Jesús (Mc 10), que viene a reflejarse y culmina en el encuentro de amor. Desde ese fondo he de evocar nuevamente la imagen del velo de 2 Cor 3):
– Velo de Dios. Una tradición religiosa común a las grandes culturas (de Grecia a la India) afirma que Dios (lo divino) se halla escondido, tras una tela o cortina que nadie puede quitar o descorrer. Ese ha sido para Pablo el límite y final del judaísmo: la misma lectura de la Ley de Moisés pone un velo sobre los creyentes. El conocimiento velado permanece en un nivel de muerte o, mejor dicho, tiene miedo de la muerte, es decir, de la destrucción radical de la persona, "pero nosotros hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1 Jn 3, 14).
– Dios sin velo. El descubrimiento del sentido salvador de la muerte de Cristo (la entrega gratuita y creadora de la vida) nos permite quitar el velo, porque el amor es es transparencia vital. Ese amor o comunicación entre personas es más poderosa que la muerte. Por eso, no necesitamos ya ocultarnos en el miedo, ni tememos la destrucción, porque hemos descubierto y contemplado algo más intenso y duradero que todos los poderes de la muerte: el amor mutuo.
Esta es la experiencia radical del Cristo que Pablo (2 Cor 3) y Juan (Jn 15, 14-18) han expresado de manera definitiva. El amor personal permanece (o resucita), pues lleva en su hondura la vida de Dios, que es la amistad, la confianza mutua, el triunfo de la muerte. Desde aquí podemos volver a la experiencia ya indicada: Jesús pide a los suyos que le amen (y se amen) como él mismo les ha amado, es decir, en gesto de donación mutua, regalando unos a otros la existencia.
Ha pasado la noche de la ley y servidumbre, ha llegado el día del amor. Ha terminado la cultura de la violencia, tiene que expresarse para siempre la civilización del amor, como expresa de manera insuperable el texto ha citado de Jn 15:
* Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor (Jn 15, 15a). Hegel estudió esta relación de siervo y amo, de señor y esclavo, en términos de lucha por el reconocimiento, en claves de miedo y violencia, de mentira y frustración: para valorarse a sí mismo, un humano necesita que otro humano le valore (=reconozca) y, no pudiendo conseguirlo en transparencia (gratuidad de amor), le esclaviza; de esa forma consigue sólo un reconocimiento parcial, que no nace del amor y libertad, sino de la imposición (el amo obliga al siervo a que le acepte).
En el principio de toda servidumbre humana se encuentra según eso la fuerza y ocultamiento del amo o señor dominante, que no mantiene relaciones de reciprocidad con su siervo, que no le dice lo que es (quién es), que no se entrega por amor en sus manos, esperando una respuesta. En el principio de esa historia de esclavizamiento se encuentra la sumisión y mentira del siervo, que se inclina pero no ama, que obedece pero no acoge de verdad el mandato del amo.
Esta ha sido la esencia de la ley violenta, en plano social y religioso. Dioses y humanos "superiores" han inventado la jerarquía como poder divino: uno manda, otro obedece; esta sería la más honda verdad de lo sagrado. Pues bien, tanto en plano religioso como social, se establece así una relación de opacidad, de manera que al fin ambos (amo y esclavo, dios y su devoto) se ocultan y esconden (se engañan mutuamente. La sacralidad que surge de esta relación es mentirosa y opresora: un tipo de dios de oscuridad (sin transparencia) planea por encima del amo y del esclavo, como razón impositiva y fuente de violencia. De esta forma se establece una relación de engaño que está tejida de muerte y que a la muerte lleva: una vida de imposición no puede durar para siempre.
Este es el valor del argumento que los saduceos de Mc 12, 18-27 elevan contra la resurrección de los muertos: la vida tras la muerte carece de sentido si ella sirve para perpetuar una relación de servidumbre. Pues bien, conforme a la respuesta de Jesús, el Dios cristiano rompe esa relación de servidumbre, presentando la vida eterna como principio de gratuidad, que se expresa en las mismas relaciones humanas (de varones y mujeres)…
* Os llamo amigos, porque os he dicho (=os he dado a conocer) todo lo que yo he recibido (=he escuchado) del Padre (15, 15b). Significativamente, frente al siervo (doulos) pone Juan al amigo, no simplemente al libre (eleutheros), como hace Gal 3, 28. Lo contrario a la servidumbre y la opacidad de la ley que se impone, lo que se opone al "dios" del silencio y el puro mandato, no es la libertad en abstracto, sino la amistad (philia), es decir, la amistad compartida.
Lo propio de esa amistad es la transparencia comunicativa, expresada aquí en plano de palabra (os he dado a conocer...), pero abierta a todos los niveles de la vida, interpretada desde el recibir, el dar, el compartir. El Padre ha dado a Jesús todo lo que tiene, Jesús lo ha recibido, pero no para encerrarlo en sí, en forma egoísta, sino para ofrecerlo y compartirlo con sus amigos.
Siglos de ley y miedo, de sacrificios violentos y expiación por los pecados (de justicia impositiva), habían situado la religión y vida humana bajo la disciplina de la imposición violenta, del silencio y la obediencia a los mandatos exteriores. Normalmente, los mismos gestores sociales de la religión (sacerdotes y reyes) habían utilizado esa visión de Dios para imponerse con violencia sobre los demás humanos, teniendo de esa forma sometido al pueblo. Pues bien, en contra de eso, Jesús ofrece a los humanos su experiencia de Dios como libertad para (en) el amor.
Esta palabra (ya no os llamo siervos, sino amigos...) no está mediada por ninguna autoridad social, no depende de ningún jerarca o sacerdote externo, sino que Jesús la dirige de manera directa a cada uno de los creyentes. Ellos son, desde ahora, mayores de edad: amigos de Jesús, llamados a expandir su amistad sobre el mundo. En este fondo se entiende el texto programático de Jn 1, 18:"a Dios nadie le ha visto; el Dios Unigénito, que estaba en el seno del Padre, ese nos lo ha manifestado". No conocíamos a Dios por sacrificios de violencia, por leyes de imposición; pero ahora, en el amor de Jesús, lo hemos descubierto y acogido.
Esta contemplación personal, fundada en Jesús, constituye el principio de toda libertad cristiana. Así lo ha sentido y expresado Teresa de Lisieux en uno de los momentos culminantes de su obra, al final del Ms A: "Comprendo y sé muy bien por experiencia que el reino de Dios está dentro de nosotros (Lc 17, 21). Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras" (Ms A 83b, pág. 245). De esa forma establece su libertad personal dentro de la iglesia.
Juan lo había dicho ya de una manera convergente: "La Unción (=Espíritu) que habéis recibido permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe, sino la misma Unción os enseñará todas las cosas..." (1 Jn 2, 27). Esta Unción del Espíritu es el Maestro interior al que apela Teresa de Lisieux, es el signo del Doctor de los doctores, presencia divina de amor en el fondo del alma. Ella es la que ofrece al ser humano la verdad libertad interior, su auténtica grandeza.