Dom 14.8.22. Fuego he prendido en la tierra /2. Vida de Dios, infierno del Diablo
En la postal anterior he presentado y comentado el evangelio del domingo (Lc 12, 49-53), diciendo que Jesús vino a traer fuego de vida a la tierra. Hoy retomo ese motivo, presentando una breve teología del fuego en el AT, para detenerme después en el “fuego del Diablo” (contrario a Jesús), que no es poder de amor y creación de Dios, sino riesgo satánico de destrucción humana, conforme a los jinetes de la muerte de Mt 25,31-45: Los que condenan a otros al hambre y desnudez, a la enfermedad, injusticia y cárcel, pierden su humanidad, apartándose de la vida de Dios destruyéndose a sí mismos en el fuego del diablo, como he mostrado en Dicionario de la Biblia
| X. Pikaza
TEOLOGÍA DEL FUEGO. AT
(1) Fuego. Revelación de Dios, posible castigo de los hombres
El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que transciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14).
El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24).
Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios proviene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3). Éste es el fuego que obedece a Elías, profeta (1 Re 18, 38-39; 2 Re 1, 10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1, 4-7; 2, 5; Os 8, 14; Jer 11, 16; 21, 24; Ez 15, 7, etc.).
Pero el fuego de Mt 25, 41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo. En esta línea han empezado a situarse ya las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comienza a realizar el juicio (Jl 2, 3; 3, 3). También es importante Ez 38, 22; 39, 6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3, 1–3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios.
(2) Moisés. El Dios de la la zarza ardiente.
Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de oriente y occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente:
«Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí» (Ex 3, 2-4).
Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gen 12, 6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta.
Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa pobre zarza se desvela Dios, como vida en aquello que es más débil, más frágil. Moisés ha ido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el espectáculo, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero Dios, que le hablará desde el fuego de la zarza, tiene otra intención, se manifiesta de otra forma, revelándose como Yahvé (El que Es) y enviándole a liberar a los hebreos.
(3) Fuego destructor, fuego de condena (Gehenna).
El la línea anterior, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica, como principio positivo y constitutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos; los otros son agua, tierra, aire) o domo poder destructor, que todo lo aniquila para recrearlo (Heráclito). En esa línea, el fuego, en fin, tiene una clara connotación psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos conduce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o nos lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles), convirtiéndose así en sinónimo de muerte, destrucción.
En ese sentido, el fuego puede presentarse como es símbolo del fracaso del hombre que se pierde, destruye y se quema ante Dios, contra Dios.. A pesar de ello pensamos que hay algunas líneas que pueden destacarse. Del fuego que destruye a los malvados habla Jb 36, 9-10 y de forma todavía más concreta en 4 Es: los perversos se han alzado contra el pueblo de los justos y parece que van a destruirlo; pues bien, entonces surgirá «ese hombre» (Hijo de hombre), arrojará fuego de su boca y destruirá a los enemigos (4 Es 13, 10-11; cf. BarucSir 37, 1; 48, 39). Este fuego destructor suele tener carácter propedéutico: función suya es quemar a todos los perversos, a fin de que resulte posible el orden de Dios, el mundo nuevo. Sólo viven y perviven, resucitan, los amigos de Dios o los salvados. De los otros no queda más recuerdo positivo ni existencia; serán aniquilados. El fuego de condena está simbolizado por la gehena.
Dentro de la lógica de la teología israelita, resulta normal que en un momento dado el castigo de los pecadores deje de tomarse como aniquilación y se interprete en forma de condena duradera. Junto a la vida de los justos en el nuevo eón que ya se acerca está el castigo o sufrimiento de los condenados. El fuego, que antes era destructor, se vuelve ahora principio de tortura. Así lo supone Is 66, 22-24: frente a los salvados, que ascienden y llegan al templo, se amontonan en la parte más honda del valle que está junto al templo los cadáveres de los rebeldes, pudriéndose y quemándose por siempre (cf. Jdt 16, 17; Eclo 21, 9-10). Esta doble imagen, de la montaña de Dios (templo, cielo) y del valle de los muertos (corrupción, fuego), pervive a lo largo de la tradición posterior.
Frente al lugar de la vida o salvación se encuentra el campo de la muerte, identificado con la gehenna, valle de mala memoria, al borde de Jerusalén (cf. 2 Rey 16, 3; 21, 6), basurero donde arden sin fin los desperdicios de la ciudad, lugar que se convierte en signo de castigo para los injustos (cf. 1 Hen 90, 26; Jer 7, 32; 19, 6; ApBar 59, 10). Del sheol, donde todos los muertos llevaban sin distinción vida de sombras, en el momento en que se va expresando la esperanza en una supervivencia, pasamos al simbolismo de la doble suerte de los hombres: nuevo eón para los justos, gehenna o castigo para los impíos. Sólo ahora puede hablarse de una doble resurrección: unos para la vida y otros para la ignominia eterna (Dan 12, 1-2).
(6) ¿Novedad de Jesús?
En este contexto se sitúa la palabra de Jesús. Recordemos que, según la tradición evangélica, Jesús ha rechazado el uso del fuego como expresión de un castigo dentro de la historia: no ha querido ser Elías que destruye con la llama de Dios a las personas enemigas (cf. Lc 9, 54-55). Tampoco alude al fuego como fuerza del juicio que aniquila, en la línea de aquello que se pone en boca del Bautista (Mt 3, 1-12 y par; cf. ApJn 20, 9). Jesús anuncia el juicio y lo anuncia seriamente; pero nunca ha interpretado a Dios en forma de principio o portador de un fuego que destruye a los malvados. Dios viene a salvar, no a destruir; viene para amar a los pecadores y no para aniquilarlos con su llama.
Pues bien, rechazando el fuego del castigo histórico, Jesús parece haber acentuado el papel del fuego en la condena escatológica, pero lo ha hecho siempre de forma parabólica, en forma de llamada a conversión. El mismo Jesús que no quiere actuar como juez que destruye a los hombres del mundo ha anunciado, con radicalidad hasta entonces insospechada, la posibilidad de un rechazo humano, el peligro de un final que se expresa en la condena (cf. Mc 9, 42-45; Mt 10, 28; 13, 40-42).
En ese contexto se sitúa Mi 25, 41, cuando dice a los que están colocados a su izquierda: «Id al fuego eterno». Fuego (pyr) significa alejamiento del Señor, separación respecto al Hijo del Hombre («apartaos de mí»). Fuego es Dios como principio de vida (→ luz). Por el contrario, a lejanía de Dios se convierte fuego de destrucción, en soledad, fracaso. Ese fuego es aionios, es decir, definitivo, es la expresión de una vida que llega a su fin, a un final que no tiene retorno. Pero, dicho eso, debemos añadir, que el texto de Mt 25, 31-46, no es un texto filosófico, dedicado a la naturaleza del fuego o del infierno, sino un texto parenético.
No está diciendo lo que pasará al final, sino que está intentado precisar el sentido del presente, como tiempo en que los hombres pueden comunicarse entre sí, en amor mutuo. En ese sentido, el infierno (fuego definitivo) es el rechazo del otro, es el negar la vida al pobre, hambriento sediento, es el negar la comunión al distinto (desnudo, extranjero), es el negar la ayuda al oprimido (enfermo, encarcelado). Jesús ha ofrecido un mensaje de gracia total, de manera que ha ofrecido el Reino de Dios a todos los hombres y mujeres, sin condiciones de ningún tipo, con la sola comunión de que lo acepten, es decir, de que se acepten a sí mismos como amigos, perdonados, agraciados. Donde ellos no se aceptan así, donde no se reconocen unos a los otros, corren el riesgo de perderse, pero siempre en el interior de un Dios que acaba siendo fuego de → amor.
2.Mt 25, 31-46. BENDICIÓN DE DIOS, INFIERNO DE FUEGO DEL DIAGLO
Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
El Reino ha sido hêtoimasmenên hymin (preparado para vosotros) apo katabolês hosmou (desde el comienzo del cosmos). El Reino es Dios, el Dios de Cristo, como herencia de bendición para los hombres. , de manera que se implican y separan de esa forma Reino (basileia) que es objeto de la herencia (vinculado al holam ha-ba, el eón que viene, el futuro de la la esperanza de Israel) y este mundo entendido en forma de kosmos temporal, que ha tenido un comienzo y tendrá igualmente un fin. El mismo cosmos se encuentra internamente dirigido al Reino, preparado por Dios para los elegidos a quienes se dirige aquí la palabra del Hijo del hombre.
Al decir que el cosmos ha tenido un comienzo (katabole) se supone que ha sido creado por Dios y que no es divino, superando de esa forma todo tipo de dualismo teológico. Si tiene comienzo tendrá igualmente un fin, como una y otra vez lo indica Mateo, al emplear la palabra synteleia (13, 39.40.49; 24. 3; 28, 20), pero aplicada al aiôn, que es el mismo cosmos entendido de manera temporal (eón, siglo) . Es más, entre la katabole tou kosmou de 25, 34 y la syntelela tou aionos de 13, 49 y 28, 20 se establecen unas relaciones de complementariedad muy concretas: del comienzo del cosmos al final del siglo se mueve el curso de la historia[1].
‒ La palabra cosmos proviene del mundo intelectual griego y significa el mundo como un orden, armonía de elementos, totalidad bien integrada en la que existe unidad de conjunto; lo espacial tiene prioridad sobre lo temporal, la permanencia de estructuras sobre su mutabilidad y desarrollo.
‒ El eón, en cambio, deriva de un pensamiento hebreo en que las cosas se interpretan como historia: lo temporal prevalece sobre lo espacial, de tal manera que el conjunto de las cosas se interpreta a partir de su comienzo y de su meta[2].
Pues bien, la novedad de nuestra expresión, preparada ya en una larga tradición de convivencia entre la visión israelita y griega de la realidad, consiste en el hecho de haber enriquecido mutuamente los dos términos, dando al cosmos un sentido temporal (tiene un comienzo) y concediendo al eón caracteres espaciales (significa el conjunto de las cosas). Desde esta perspectiva se entiende el hecho de que al comienzo del cosmos.
El cosmos tiene un fundamento, un principio o katabole que consiste en la creación. Sin embargo, el hecho de que esa palabra cosmos esté bastante ligada a las representaciones de este mundo malo hace que en el NT no aparezca para indicar el mundo que viene, prefiriendo en ese contexto otras palabras como -nuevo cielo y nueva tierra» (cf. Ap 21, 1; Mt 12, 32) 28. Las observaciones precedentes pueden ayudarnos a entender la oposición entre cosmos y reino. Del cosmos se dice que ha sido creado; y se añade que aun antes de haberlo creado, en la supratemporalidad de su designio omnipotente, Dios ha preparado para los justos la herencia del reino. Dios mismos quiere ser rey-reino de los hombres, bendición, vida definitiva. [3].
La estructura de la frase (Mt 25, 34b) y el conjunto del NT, de acuerdo con la expectación apocalíptica, atestiguan que este mundo está creado en función del eón futuro, es decir, en función del amor y la vida de Dios, como plenitud de amor y realidad para los hombres. En la . Hen terminología de Mt 25, 34: el cosmos se dirige al reino.
Esto nos lleva a evocar el tema de la preexistencia del reino. La tradición apocalíptica judía refleja la creencia en un juez-salvador preexistente, guardado en Dios desde el principio, que vendrá a manifestarse poderosamente al del tiempo: el HH. La tradición rabínica amplía el abanico de realidades originales y sostiene que los elementos básicos de la obra salvadora-judicial han sido creados por Dios desde el principio: la Torah, la penitencia, el jardín del Edén, la Gehenna, el trono de la gloria, el santuario y el nombre del Mesías. No se cita el reino entre esas creaturas primordiales, pero su contenido se refleja evidentemente en el jardín del Edén, entendido de forma escatológica; a ese Edén/Reino pertenece, sin duda alguna, el santuario que es ahora el mismo templo de los cielos.
Al decir que el reino ha sido preparado por Dios desde el comienzo del cosmos se está evocando un dato que es perfectamente comprensible en el judaísmo . La novedad está en el hecho de poner «reino» (terminología cristiana) en el lugar donde estaría el Edén o eón futuro y el indicar que ese tiene una especie de preexistencia, pues está preparado desde el comienzo del cosmos[4]. De esa forma se vinculan ambas realidades.
La palabra cosmos remite a una experiencia espacial de la realidad que culmina en la visión del mundo como un todo eternamente idéntico a través del proceso de los campos; por encima de su plano se sitúa la eternidad sin cambio que sólo pertenece a lo divino, b) El eón, por el contrario, alude a una experiencia temporal: el mundo de ahora, imperfecto y temporal, terminará y dará lugar al nuevo eón, el reino.
En esa línea se puede hablar de preexistencia del Reino. Desde un fondo helenista,se supone que hay un plano de realidad superior que constituye el fundamento de las cosas de este mundo; más que de pre- habría que hablar de supra-existencia, entendiéndola en sentido real: el mundo superior está ahí arriba, antes de que existan cosas en la tierra. Desde un fondo israelita preexistencia ha de entenderse más bien como predeterminación: después de este mundo que termine, Dios ha de crear un mundo nuevo (un Reino) que tenía ya dispuesto en el principio de las cosas. ¿Qué esquema se encuentra detrás de Mt 25, 34? Igual que se han cruzado y fecundado las representaciones del cosmos (espacial) y el eón (temporal) así se han encontrado y fecundado las dos visiones de la preexistencia. El reino de que habla nuestro texto es en primer lugar algo futuro: pertenece a la culminación del hombre en la plenitud de una vida que se abre a la creación total de Dios. Pero, a la vez, hay que tomarlo como la verdad más radical de lo pasado: el cosmos, los hombres que lo viven, han surgido de Dios para venir a ser llamados a ese reino, son función del reino.
Entre el principio de la obra de Dios y su final (Dios comienza preparando el reino y termina ofreciéndolo a los justos como su herencia) se sitúa toda la historia del cosmos, entendida en Mt 25, 31-46 como tiemplo en que el hombre se decide (decide su existencia) según fuere su conducta respecto del prójimo. Y como nota final es digno de anotarse el hecho de que el reino se halle preparado -para vosotros» (hymin), esto es, para los hombres. Mientras el fuego se halla ordenado para el Diablo y sólo como por accidente puede ser meta del hombre, el reino es la herencia que Dios ha establecido desde el principio para los hombres que realizan la justicia.
Apartaos de mi al fuego eterno (25, 41).
La sentencia que el juez dirige a los de la izquierda es apartaos de mí...) al fuego sin fin eterno (eis to pyr to aionion) cf. Mt 25,41). Lo primero que podemos decir sobre el fuego es que tiene un simbolismo múltiple.
En un plano religioso, el fuego es desde antiguo un elemento hierofánico, tanto en su aspecto positivo (da calor, ofrece vida) como en su vertiente negativa (es terrorífico, destruye). Desde un punto de vista filosófico, dentro de la tradición occidental, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica que se destruye y renueva (Heráclito) o como principio constitutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos). El fuego, en fin, tiene una clara hondura psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos conduce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles)[5].
Pues bien, desde la perspectiva de Mt 25, el fuego de la destrucción no viene de Dios, sino de la maldad de los hombres que se destruyen a sí mismo, no dando de comer ni beber, no ofreciendo dignidad ni acogiendo a loe exilados y desnudos, no cuidando a los enfermos, ni acogiendo a los encarcelados.
Este fuego final de los condenados no viene de Dios, ni pertenece a la estructura del mundo, sino que brota de la maldad de los hombres que se destruyen a sí mismo al no vivir en amor y en creación de vida, unos al servicio de los otros. Este el fuego de lo “diabólico”, esto es, de un mundo pervertido, angélico y/o humano que va en contra de Dios, de forma que no crea, sino que destruya la vida, puede destruirse a sí mismo.
Este no es el fuego de Ez 38, 22; 39, 6, entendido como “arma” de aniquilación final con la que destruye a los malvados, Gog y Magog, sino que es el arma anti-divina con la que los malvados se destruyen a sí mismo al oponerse (al no amar ni acoger a los necesitado: hambrientos, sedientos, exilados, desnudos, enfermos y encarcelados.
‒ Del fuego que destruye a los malvados habla Jub 36, 9-10 y de manera todavía más concreta en 4 Esd: los perversos se han alzado contra el pueblo de los justos y parece que van a destruirlo; pues bien, entonces surgirá «el hombre» (HH), saldrá de su boca el fuego y destruirá a esos enemigos (4 Es 13, 10-11. Cf. Bar Sir 37, 1; 48, 39; SaI 15, 4-5). Este juicio destructor suele tener carácter propedeútico: su función consiste quemar a todos los perversos para que resulte posible el surgimiento del orden de Dios, el mundo nuevo. Sólo viven y perviven, resucitan, los amigos de Dios o los salvados. De los otros no queda más recuerdo positivo ni existencia; serán aniquilados[6].
Pues bien, entendido de un modo radical ese “fuego” que destruye (puede destruir) a los malvados no brota de Dios que es creador, sino de los mismos malvados que se destruyen a sí mismos queriendo destruir a los otros.
En este contexto se sitúa la palabra de Jesús… que dice precisamente a los malvados (que no dan de comer, no acogen, no curan, no cuidan… que destruyendo a los demás pueden destruirse y se destruyen a sí mismo. Así pasamos del fuego de Dios como castigo contra los malvados al fuego de los malvados que se destruyen a sí mismos al oponerse a la vida de los pobres en este mundo. está en la línea de la tradición israelita. Sin embargo, debemos anotar que Jesús ha rechazado el uso del fuego como expresión de un castigo histórico: no ha querido ser Elías que destruye con la llama de Dios a las personas enemigas (cf. Lc 9, 54-55). A diferencia de las representaciones atribuidas a Juan Bautista (Mt 3, 1-12 y par.; cf. Ap Jn 20, 9), Jesús tampoco alude al fuego como fuerza del juicio que aniquila, él anuncia el juicio y lo anuncia seriamente; pero nunca ha interpretado a Dios en forma de principio o portador de un fuego que destruye a los malvados: Dios viene a salvar no a destruir; viene para amar a los pecadores y no para aniquilarlos con su fuego.
Esta es la paradoja de Jesús. (a) Por un lado rechaza todo fuego de Dios; su Dios Padre no castiga, no condena, no destruye… (b) Pero, al mismo tiempo, rechazando todo fuego de castigo de Dios, Jesús coloca a los hombres ante el riesgo de su propio fuego. Son ellos mismos los que “quemar”, destruir este mundo, destruyéndose a sí mismos. (Cf. Mt 10, 28 y Lc 12, 5; Mc 9, 42^50; Mt 13, 40.42; 7, 19). Hen ese contexto se sitúa Mt 25, 41.
Por eso, Cristo dice a los de la izquierda: Id al fuego externo… No al fuego del amor de Dios, sino al fuego que ellos mismos encienden condenando al hambre a los pobres, al exilio a los emigrantes, a la muerte sin más a los enfermos, a la cárcel a los que les parecen peligrosos en el mundo.
Este fuego de condena de Mt 25 no es obra y condena de Dios, sino obra y auto-condena de los hombres que se pierden y destruyen a sí mismos
Preparado para el Diablo y sus ángeles.
Es fuego “perdurable” (aionios, para siempre) de aquellos que condenan a los otros al hambre y desnudez, al exilio y enfermedad, a la cárcel y la muerte…. no es obra de Dios, sino fuego diabólico. Jesús advierte a los hombres que ellos pueden condenarse a sí mismo, destruirse para siempre, en el fuego de la condena definitiva y de la muerte.
Dios ofrece su reino a los justos(a los hambrientos, desnudos, oprimidos, enfermos, encarcelados..) como don de gracia, futuro de Dios. Pero ese mismo Dios de amor creador, revelado en Cristo, deja a los hombres en manos de su posible condena. De esa forma, Mt 25, 31-46 deja a los hombres ante el abismo de su propia condena, no de la condena de Dios, sino de la condena y destrucción que ellos imponen sobre el mundo si abandonan y destruyen a los pobres, hambrientos, desnudos, envermos etc.
Éste es el fuego diabólico…que no brota de Dios, sino de la maldad de unos hombres satánicos que se imponen con su violencia y destruyen (matan) a los enfermos, oprimidos etc.. Dios se ha arriesgado a crear a unos hombres que pueden condenarse a sí mismos
El reino ha sido preparado «desde el principio del cosmos»: pertenece al plano radical de la acción de Dios, es el comienzo y fin, el sentido original de sus acciones.
Por el contrario, del fuego se dice únicamente que «ha sido preparado para el Diablo y sus ángeles», es decir, para los hombres que se satanizan a sí mismos El fuego de la condena no viene de Dios, sino de la maldad diabólica de unos hombres, que destruyendo a los pobres, excluidos y enfermos… pueden destruirse (quemarse) a sí mismos para siempre.
El texto no dice si hay diablo y demonios en sentido ontológico... pero afirma que hay hombre satanizados, que se destruyen a sí mismo en su fuego de violencia dominadora al oprimir a los pobres.
Según eso, Mt 25, 31-46 no implica un dualismo estricto. Condena y salvación no pueden entenderse como posibilidades igualmente radicales y primarlas. Primaria es sólo la revelación de Dios en el HH, la certeza de que existe un Dios creador que ha establecido la meta del Reino como sentido de la historia antes de toda historia. Sin embargo, junto a ese monoteísmo radical de la vida de Dios para los hombres, Mt 25, 31-46 habla de un tipo de “dualismo moral, escatológico”: Oponiéndose a la obra creadora del amor de Dios, los hombres pueden destruirse en el fuego de su propio infierno.
- Los hombres que destruyen a los otros se destruyen en supropio infierno.
- Pero el Dios de Cristo salva a los pobres, enfermos, hambrientos, oprimidos... que son sus hermanos.
El Jesús de Lc 12, 39 invita a los hombres al fuego de la vida que es amor: He venido a traer fuego, y quiero que el mundo arda… en el calor de la vida de Dios. Por el contrario, completando la palabra de Lc 12, 39, el mismo Jesús, en clave de pacto de amor, tiene que decir a los hombres que pueden perderse, eligiendo el fuego diabólico de la muerte, de la destrucción, si es que no se aman mutuamente, si es que se destruyen unos a los otros.
El Diablo aparece así como una especie de anticristo, una revelación invertida de Dios. Por eso tiene ángeles, como una contrapartida frente a los ángeles del HH (25, 31.41), y así ofrece una alternativa en la existencia de los hombres. Ese diablo del fuego de la muerte es un anti-dios, con su anti-cristo. El hombre es amor y tiene como meta el fuego de la vida de Dios. Pero los hombres pueden encender sus fuegos diabólicos de guerra, opresión y muerte, condenándose a sí mismos infierno, que no es Dios sino la negación de Dios.
Por eso, Frente al «venid» que se expresa a manera de reino (25, 34), está el «apartaos de mí» que conduce «al fuego del Diablo» (25, 34): Quedaos con vosotros mismos, es decir, con vuestra propia muerte, si así lo queréis, si así lo escogéis. Entre el fuego de la vida de Dios (que es bendición y el fuego de nuestra propia muerte nos sitúa Jesús en Mt 25. Éste es el terrible y grandioso tesoro del amor de Dios, que corre el riesgo de ser rechazado.
Este pasaje (Mt 25, 31-46) no habla de Satán y de sus ángeles como figuras ontológicas, en sentido helenista… sino como expresión del sentido radical del amor de Dios (que corre el riesgo de ser rechazado) y como expresión de una posible historia de destrucción de unos hombres convertidos en satanes.
Evidentemente, como todos los relatos simbólico del AT y del NT, este retablo del juicio de Dios (que es el auto-juicio de la historia humana) tiene un final abierto. No dice lo que hay, fuera de nosotros, como un destino externo…, sino lo que podemos ser, conforme a nuestra propia opción, a favor o en contra de la vida de Dios, esto, a a favor o en contra de la historia humana[i].
Con esto podemos trazar ya unas sencillas conclusiones.
(a) La palabra que invita a recibir la herencia del reino y que nos amenaza con el fuego del Diablo nos muestra que la vida del hombre se juega a partir de los valores del HH, es decir, de Jesús, esto es, de los pobres. Si destruimos a los hambrientos y pobres, si abandonamos a los extranjeros, olvidamos a los enfermos y condenamos a la pura muerte a los encarcelados nos destruimos a nosotros mismos.
En el fondo esta parábola parece haber un dualismo relativo: HH y Satán se encuentran frente a frente y parecen determinar la vida de los hombres, como las dos posibles mitades de la existencia, la derecha y la izquierda. Pero mirando las cosas con más profundidad descubrimos que ese dualismo es sólo un primer paso: el HH ha vencido a los poderes de lo diabólico. Así lo atestigua la historia de Jesús, lo muestra su Pascua.
Pues bien, sobre la historia y Pascua de Jesús, Mt 25, 31-46 sitúa al HH triunfante, al rey que ha superado por amor a los poderes enemigos, ofreciendo el reino de Dios a los hambrientos exilados, desnudos, enfermos, encarcelados. Por eso puede asegurar que Satán y sus ángeles se encuentran condenados para siempre en un fuego que es aionios, definitivo. En ese fuego de Satán, en lejanía absoluta respecto del HH, encuentran su fracaso los hombres que no siguen la voluntad de Dios. Ahora está claro: los que se oponen al HH perderán su vida en lo diabólico.
Notas
[1] Cf. O. Böcher, Der ¡ohanneische Dualismus im Zusammenhang des nachbiblischen Judentums (Gütersloh 1965) 119-20. 20 Cf. Hauck, Katabole, ThDNT, 3, 620-21; Delling, Syntelela, ThDNT, 8, 64-68.
[2] Cf. H. Sasse, Kosmos, ThDNT, 3, 868-80. H. Hasse, Aion, ThDNT, 1, 202-7.
[3] Cf. A. Vogtle, o. c., 26-27; 151-53. Exposición del tema y citas canónicas y extracanónicas en H. Sasse, Aiôn. ThDNT, 1, 203-6. Cf. también H. Sasse, Kosmos. ThDNT, 3, 888-95; A. Vogtle, o. c., 26-27. H. Sasse, o. c., 884-87. C. Hauck, Katabole, ThDNT, 3, 620; Grundmann, Hetoimos, ThDNT, 2, 704-706.
[4] Hemos traducidos «preparado por Dios» porque el etoimasmenén hace funciones de pasivo divino. Cf. M. Zerwick, Biblical Greek, núm. fc56, p. 76. 29 He presentado el esquema que expongo a continuación en Los orígenes de Jesús (Salamanca 1976) 182 ss., 240-42. Para todo el tema cf. R. G. Hamerton-Kelly, Pre-existence, Wisdom and the Son of Man (Cambridge 1973) p. 15 ss; a su juicio, el HH tiene una preexistencia “real”, págs.. 81-82. Textos fundamentales de la «preexistencia del HH» en 1 En 46, 1-3; 48, 1-7. Cf. B. G. Hamerton-Kelly, o. c., 20; Bousset, Die Religion, 285; Schelkle, Theologie des NT, 2, 188. Los textos fundamentales del rabinismo en Strack-Billerbeck, Komentar zum NT, 1, 974-75, 981-82; 2, 353-57.
[5] Cf. J. Friedrich, Cott im Bruder, 155. Cf. F. Lang, Pyr, TWNT, 6, 930 ss.; W. Jaeger, la teología de ¿os primeros filósofos griegos (FCE, México 1952) 111 ss.; G. Bachelard, la Psychoanalyse du Feu (Paris 1938).
[6] Cf. D. S. Russell, The Method, 357ss.; M. Hengel, Judentum und Hellenismus, WUNT, 10 (Tübingen 1969) 360ss. 38 P. VoIz, Die Eschatologie, 315-16; Bousset, Die Religion, 278 ss. 37 He desarrollado el tema en '¿Sufren los condenados el tormento del fuego?', Biblia y fe 3 (1977) 46 ss. Cf. J. Friedrich, Gott im Bruder, 157. 38 Exposición del tema y citas de la literatura intertestamentarla en P. VoIz, Die Eschatologie, 309-11.
[i] 50 R. H. Charles, The Apocrypha II (Oxford 1973) 185.447 ss.; D. S. Russell, The Method and Message, 249 ss.; Bousset, Die Religion, 251-52, 335 ss.; Strack, Kommentar zum NT, I, 983 ss. Aplicación a Mt 25 en J. Friedrich, Gott im Bruder, 159; P. Volz, Die Eschatologie, 311-12; O. Bocher, Das NT und die dämonischen Mächte, SBS, 58 (Stuttgart 1972) 38. Debemos señalar que según el judaísmo Satán no aparece de manera consistentey sistemática como «jefe de este mundo>; por eso tampoco se presentade forma consecuente la derrota definitiva de Satán. En ese campo el NT ha recorrido una evolución lógica: a) por un lado considera a Satán como Señor del mundo viejo; b) afirma, por el otro, que ya ha sido vencido escatológicamente por el Cristo. Cf. Foerster, Dlabolos, ThDNT, 2, 77.79-81; J. Ernst, Die eschatologischen Gegenspieler (Regensburg 1967) 271, 278-80; M. Limbeck, 'Satan und das Böse im NT', en H. Haag, Teufelsglaube, Katzmann (Tübingen 1974) 272-345. El surgimiento del Hijo de Dios está profundamente unido al juicio-condena de Satán en Ap 12; cf. E.-B. AlIo, Apocalypse, 182^4; H. B. Swete, The Apocalypse, 152-56; B. Noack, Satanás und Soterla (Kobenhavn 1948) 414-15. Sobre el dualismo «relativo» que está en el fondo de estos pasajes, cf.. Manson, The Teaching of Jesus, 156 ss.; O. Böcher, Der johanneische Dualismus, 23-51.