Vestidos 5. Velo de mujer, velo de Dios

Hace unsas semanas he tratado del vestido en la Biblia. Quiero volver al tema, destacando hoy y mañana el tema del velo,

tan importante en la actualidad, por la cuestión de algunas musulmanas. No quiero ni puedo resolver el tema, pero me gustaría ayudar plantearlo. Hoy ofrezco unos motivos introductorios, mañana entro en el tema. Quiero que lo Teresa de Liseiux repose unos días, volveré a plantearlo.

1. Judaísmo

El tema del velo, vinculado a la mujer, nos sitúa en el centro de una honda problemática de opresión y encerramiento, pero también de misterio y comunicación luminosa. Es velo que oculta y oprime, pero es también promesa de revelación más honda y signo de una gracia que no puede desvelarse ante el primer curioso, ante el voyeur dominador y/o violador de turno. Sólo el amor es capaz de mirar tras el velo sin destruir lo mirado, sólo el amor es capaz de enriquecer y vestir con un velo de gloria y respeto a las personas que, de otra manera, sin amor, corren el riesgo de quedar a merced de la voracidad pornográfica que mira y se ríe, destruyendo de esa forma todo lo que mira, como sabe la Biblia en el caso Noe, borracho y desnudo ante la miada irreverente de uno de sus hijos (Gen 9, 22-23). Actualmente, nos hallamos en el ojo de huracán de una cultura que intenta rasgar todos los velos y mirar así detrás de todas las ventanas y paredes, poniéndolo todo al desnudo (¡desnudo irreverente!), de la televisión de turno. Hay unos velos de intimidad que son necesarios para la existencia humana. Por eso, ante ese tema, resulta necesario velar lo que ha de ser velado (por intimidad y por misterio) y desvelar lo que debe ser desvelado, por libertad y por vedad humano. Lógicamente, en el fondo del tema del velo está el motivo más hondo de la verdad del hombre y de la mujer.

1. Velo de mujer. El velo que cubre, en algunos momentos, el rostro de la mujer forma parte de las costumbres antiguas de los pueblos del Oriente Próximo, entre los que se encuentran los judíos. Así Rebeca se pone el velo cuando se acerca aquel que será su marido (cf. Gen 24, 66); también las prostitutas se cubren con un velo a la vera del camino (cf. Gen 38, 14-15). El Cantar de los Cantares habla también del velo de la novia, que sirve para cubrir pero también para incitar al amante, prometiéndole un encuentro posterior, ya sin velo (cf. Cant 4, 1.3; 6, 7).
Ciertamente, algunas mujeres judías ponían un velo ante su rostro en algunos momentos; y así lo hacían, de un modo especial, las novias (como siguen haciendo todavía algunas, el día de la boda, cuando van veladas hasta el compromiso ante el altar). De todas formas, no parece que ese velo haya tenido en la Biblia israelita un sentido religioso o social más profundo, como ha sucedido y sigue sucediendo en algunos lugares de tradición musulmana. El velo de la mujer, como el vestido de hombres y mujeres, forma parte de la misma trama de la comunicación personal, hecha de ocultamiento y manifestación, de intimidad y entrega.
El velo en sí no importa. Lo que importa es la comunicación: aquello que los hombres y mujeres pueden y quieren decirse con sus cuerpos transparentes (¡ojos y manos, boca y palabra…!), en contextos de intimidad (madre-hijos, amigos, esposos…) o de relación pública. En ese sentido, el velo sirve para ocultar, pero también para prometer y reservar contactos especiales con amigos o familiares… Pero dejemos el tema teórico y vayamos al velo concreto que algunas mujeres han tendido y tienden sobre sus cabezas o antes sus ojos.

2. Velo de Dios. Como en muchas otras culturas, las mujeres judías casadas han llevado un velo cubriendo su pelo (no su rostro), como signo de la vinculación especial tienen con sus maridos. Pero el velo más importante de la tradición judía no ha sido el que sirve para ocultar en algún momento el rostro de las mujeres, sino aquel que sirve para ocultar y distinguir a Dios: el que separa el interior del santuario, como espacio reservado al Dios escondido. Allá detrás de un gran velo (o, mejor dicho, de dos velos: uno para el Santo y otro para el Santo de los Santos) está Dios, en la oscuridad de su cámara secreta. No es la mujer la primera que debe velar su misterio, sino que lo hacen de un modo especial algunas diosas egipcias y griegas. En este contexto se suele citar siempre el caso de Isis, que dice «Yo soy todo lo que ha sido, es y será; y ningún mortal ha logrado arrancar jamás mi velo» (PLUTARCO, De Isis y Osiris 354 C). Ésta es Isis, la mujer divina de los siete velos, a la que todos han querido ver desnuda, sin lograrlo nunca, porque hay algo de Dios (¿del Dios-mujer?) que queda siempre oculto.
En una línea semejante, pero quizá más radical, se sitúa el Dios judío (Yahvé), que se vela y separa, para habitar de esa manera a solas, en la oscuridad del santuario. Por eso, la Biblia dice, una y otra vez, que quien “el rostro-cuerpo de Dios” tiene que morir: ¡Ay de mí, que he visto a Dios, dicen los profetas como Isaías! (Is 6, 5; cf. Ex 19, 21-22). En ese contexto se sitúa el velo del templo (que aparece de un modo constante en las ordenanzas del santuario de Yahvé (Es 26-40) y, de un modo especial, en la celebración de la liturgia del Yom Kippur (Lev 16). Ese velo de Dios (al que no se puede ver) constituye uno de los elementos más significativos de la religión israelita.
Este velo sirve no sólo para ocultar a Dios (manteniendo su misterio) sino también para impedir su el fuego de su luz “salga” de la cámara oscura y deslumbre y ciegue a los hombres, impidiéndoles vivir sobre la tierra. En el fondo de esta experiencia está la idea de que Dios tiene que “retirarse”, dejando así un lugar para los hombres, pues se expresara (¡irradiara como Sol inmenso!) con toda su luz (con toda su realidad) en medio de ellos les impediría ser y vivir como humanos. Así lo ha puesto de relieve la cábala judía posterior, cuando habla del zimzum, es decir, del ocultamiento de Dios, que se retira, a fin de que los hombres puedan vivir, en medio de la “semi-oscuridad” que es propia de los hombres y mujeres, que también tienen que velarse allí donde se ponen en contacto con las fuentes de la vida.

3. Velo de Moisés. En ese contexto se sitúa la famosa historia de Moisés, el hombre velo: «Aconteció que al descender Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, mientras descendía del monte, Moisés no sabía que la piel de su cara resplandecía por haber estado hablando con Dios. Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y he aquí que la piel de su cara era resplandeciente, y temieron acercarse a él. Moisés los llamó. Entonces Aarón y todos los jefes de la congregación volvieron a él, y Moisés les habló. Después de esto, se acercaron todos los hijos de Israel, y Moisés les mandó todas las cosas que Yahvé le había dicho en el monte Sinaí. Y cuando Moisés terminó de hablar con ellos, puso un velo sobre su cara. Cuando entraba a la presencia de Yahvé para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía. Entonces cuando salía, hablaba con los hijos de Israel lo que él le mandaba. Al ver los hijos de Israel que la piel de su cara resplandecía, Moisés volvía a poner el velo sobre su cara…» (cf. Ex 34, 29-35).
Moisés participa de la gloria de Dios y recibe una luz que le desborda, como si fuera una potente Luna del Dios Sol. Por eso tiene que ponerse un velo, porque los hombres normales no soportan el brillo que brota del Dios desnudo. El brillo del sol del mediodía quema los ojos de quien quiere mirarlo de un modo directo. De esa manera, la religión re-vela o desvela (quita el velo), pero lo hace velando de otro modo el misterio originario. Si las grandes realidades no se resguardan con un velo corren el riesgo de perder su hondura, su fascinación, su misterio. Pero se trata de un velo para mirar mejor y para libertar, no para oprimir y segregar.

2. Cristianismo

El tema del velo sigue teniendo cierta importancia en el cristianismo, como muestran algunos textos significativos que comentaremos brevemente. Del velo especial de las mujeres (sobre el pelo, ante los ojos), en la vida ordinaria, la Biblia Cristiana no dice nada. Todo nos permite suponer que ellas siguen básicamente las costumbres sociales del entorno, de manera que van con el rostro descubierto, aunque algunas casadas pueden llevar un velo que cubre sus cabellos, que son sólo para la caricia y la contemplación de sus maridos. Sea como fuere, el tema no es importante y no ha quedado reglamentado en ningún pasaje central de los evangelios. Todo nos permite suponer que, en el entorno de Jesús, las mujeres van y vienen con el rostro descubierto. Pero, partiendo de esa constatación, se pueden destacar algunos textos significativos, que han tenido mucha importancia en la tradición posterior de la Iglesia.

1. El velo del Templo de Yahvé se ha rasgado (simbólicamente) en la muerte de Jesús, como dice de forma unánime la tradición sinóptica (Mc 15, 37-38 par), indicando así que el tiempo de la religión sacral, que separaba a los hombres de Dios, ha terminado. Éste es el texto más importante de la tradición cristiana, sobre el tema del ocultamiento y la revelación del Dios oculto en la muerte de Jesús: «Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró. Y el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo». Jesús grita llamando a Dios, pero parece que Dios no viene y algunos presentes comentan con ironía: «Ha llamado a Elías, vamos a esperar si le ayuda». Pero Jesús muere y da la impresión de que no pasa nada.
No pasa nada y, sin embargo, los cristianos saben que ha pasado todo: el velo del templo de Dios, que ocultaba a Yahvé en un santuario de oscuridad y silencio absoluto, entre cuatro paredes, se ha rasgado, de dos en dos, dejando abierta la puerta del misterio, el santo de los santos. Los cristianos descubren que Dios está fuera, allí donde un hombre como Jesús muere desnudo, a la vera del camino que lleva a la ciudad. Sólo entonces puede confesar el Centurión: ¡Este hombre era Hijo de Dios! (Mc 15, 39). Dios no se oculta ya en el templo cerrado, tras el velo tenso, sino que se ha manifestado para siempre en el Cristo desnudo, es decir, en el amor de su evangelio. Ya no hay velos que tapen, no hay que ocultar nada de Dios, no hay que ocultar nada de la religión. Ese hombre desnudo que muere por amor, sin velo alguno que tape su cuerpo, es presencia de Dios.
El templo ha perdido su función; ya no hay necesidad de esconder a Dios tras un velo, ya no hay necesidad de resguardarse de su presencia, pues Dios se ha hecho Presente de manera total en Jesús crucificado. Sigue existiendo la sacralidad, pero no se expresa ya en forma de velo de Dios en el santuario. No hace falta ocultar nada: el ser humano, varón o mujer, en su amor hasta la muerte, sin velos ni muros de templo, es presencia desnuda de Dios. Desde aquí se ha de entender todo lo que diga el Nuevo Testamento y la tradición cristiana sobre el velo de Dios o de los hombres.

2. La carta a los Hebreos conoce y recuerda perfectamente la tradición del velo del templo, que sólo podía atravesar el sacerdote una vez al año, penetrando así en el Santo de los Santos, donde pronunciaba el nombre innombrable de Yahvé (Heb 9, 3; cf. Lev 16, 2 ss). Pues bien, Jesús no ha tenido necesidad de pasar a través de ese velo material del templo, como hacían los sumos sacerdotes, para pisar por unos momentos la Cámara Oscura y decir allí el nombre (¡YHWH, YHWH!), sino que ha penetrado en el mismo santuario de Dios (cf. Heb 10, 20), es decir, en su plenitud celestial, en el Reino de la Claridad total y de la vida, de manera que todos los hombres y mujeres pueden ya mirarse y al mirarse ver a Dios.
«Así que, hermanos, teniendo plena confianza para entrar al lugar santísimo por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo (es decir, su cuerpo), y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura» (Heb 10, 20-22). Así entramos en la Casa de Dios, que es la Casa de la Vida en amor, limpios, para mirar sin velos, es decir, para mirarnos unos a los otros, corazón a corazón.
Había antes un velo que era la falta de amor, un velo que nos impedía penetrar en el santuario oscuro. Entraba una vez al año el Sumo Sacerdote, pero en vano, pues no lograba descubrir el misterio. Jesús, en cambio, ha “roto” el velo o, quizá mejor: él mismo se ha hecho “velo”, pero velo transparente, desnudo, de manera que, al verle a él, vemos a Dios, penetramos con él en el misterio de Dios, cara a cara, humanidad a humanidad. Ese es el velo-cuerpo de Jesús, como ancla de esperanza nos amarra a la tierra firme del cielo, superando las olas de este mundo, para pasar a través del velo y contemplar a Dios. Contemplar a Dios en el Jesús desnudo de la Cruz… Eso significa contemplarnos unos a los otros, mirarnos sin miedo, descubrir la verdad (la verdad de lo humano, que es la verdad de Dios).
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