Se barajan nombre "políticos" para un obispo ¿Cómo elegir un obispo castrense, o cómo no tenerlo, para ser cristianos y católicos?
Presenté el otro día el tema del nombramiento de un obispo para Ciudad Rodrigo. La problemática de hoy es más compleja. No se trata de un posible obispo para una diócesis pequeña, en riesgo de extinción, sino de un obispo católico para una institución muy específica del Estado como es el Ejército.
Estos días se viene discutiendo mucho sobre el tema, tras la muerte del obispo anterior. Se trata no sólo de su nombramiento, con intervención del rey de España, sino de la conveniencia militar, religiosa y evangélica de un obispo católico para el ejército, con todo lo que ello implica, dentro de un Estado laico como es el español (con la herencia episcopal de la guerra 1936-1939).
Éste es un problema vinculado al Concordato entre el Estado Español y la Santa Sede, de manera que un cambio exigiría un cambio del Concordato y, en general, de las relaciones entre el Estado Español y “religión católica”. No quiero ofrecer aquí una respuesta concreta, que el lector atento podrá deducir de lo que sigue. Pero quiero decir desde el principio que tengo muchísimas dudas (reservas) sobre el articulado concreto del Concordato, y más dudas sobre la conveniencia de una diócesis castrense, con su obispo, su clero y sus “fieles”.
No se trata de negar la historia, que ha sido en España la que ha sido, con sus sombras y sus luces. No quiero opinar sobre ellas, sino replantear el tema desde mi experiencia y conocimiento de la Biblia. Estoy convencido de que es absolutamente necesario “mover ficha”, y que la primera que ha de hacerlo es la Iglesia católica no sólo por respeto a la “supra-confesionalidad y laicidad” del Estado, sino por ecumenismo y fidelidad al evangelio.
No quiero opinar sobre el posible modo de actuar del Rey, del episcopado católico español, ni del Sr. Nuncio, con el Vaticano. Pero creo que todos, empezando por la Iglesia deben mover ficha. Quizá lo mejor sería no nombrar obispo Castrense, venga de Valladolid, de Oviedo o de Madrid, para estudiar a fondo el tema y actuar en consecuencia, como intentaré mostrar en lo que sigue.
Éste es un problema vinculado al Concordato entre el Estado Español y la Santa Sede, de manera que un cambio exigiría un cambio del Concordato y, en general, de las relaciones entre el Estado Español y “religión católica”. No quiero ofrecer aquí una respuesta concreta, que el lector atento podrá deducir de lo que sigue. Pero quiero decir desde el principio que tengo muchísimas dudas (reservas) sobre el articulado concreto del Concordato, y más dudas sobre la conveniencia de una diócesis castrense, con su obispo, su clero y sus “fieles”.
No se trata de negar la historia, que ha sido en España la que ha sido, con sus sombras y sus luces. No quiero opinar sobre ellas, sino replantear el tema desde mi experiencia y conocimiento de la Biblia. Estoy convencido de que es absolutamente necesario “mover ficha”, y que la primera que ha de hacerlo es la Iglesia católica no sólo por respeto a la “supra-confesionalidad y laicidad” del Estado, sino por ecumenismo y fidelidad al evangelio.
No quiero opinar sobre el posible modo de actuar del Rey, del episcopado católico español, ni del Sr. Nuncio, con el Vaticano. Pero creo que todos, empezando por la Iglesia deben mover ficha. Quizá lo mejor sería no nombrar obispo Castrense, venga de Valladolid, de Oviedo o de Madrid, para estudiar a fondo el tema y actuar en consecuencia, como intentaré mostrar en lo que sigue.
No quiero opinar sobre el posible modo de actuar del Rey, del episcopado católico español, ni del Sr. Nuncio, con el Vaticano. Pero creo que todos, empezando por la Iglesia deben mover ficha. Quizá lo mejor sería no nombrar obispo Castrense, venga de Valladolid, de Oviedo o de Madrid, para estudiar a fondo el tema y actuar en consecuencia, como intentaré mostrar en lo que sigue.
Introducción
Los estados de este mundo, los dueños del sistema tienen que apelar a las armas (con ejércitos y “violencia legítima”) para mantenerse. Pero, desde una perspectiva cristiana, una paz armada no es paz, sino violencia establecida. Desde ese fondo empezaré diciendo que “el camino de la paz de Jesús”, que es la iglesia, ha de estar formado por personas que renuncian a la guerra, una comunidad de desarmados insumisos, objetores de conciencia.
Según el evangelio, la Iglesia como tal debe renunciar (en principio) no solo a las armas, sino a toda forma de defensa armada y a todo pacto de colaboración con los poderes militares (no con los soldados en cuando personas). Sólo allí donde unos hombres, como los cristianos consecuentes, empiecen renunciando unilateralmente a la guerra podrá superarse toda guerra.
En esa línea, elevo una especie de “reserva” ante un tipo de práctica social de la Iglesia, que habla de paz, pero que no llega a ser radical en sus planteamientos, en la línea de Jesús. Es posible que mis reflexiones susciten el aburrimiento de algunos (¡son muy largas!) y el rechazo de otros (¡son utópicas, quizá innecesariamente críticas!). Pero las dejo ahí, por si alguien quiere revisarla.
PRINCIPIOS. REFLEXIONES SOBRE EL EJÉRCITO EN LA BIBLIA Y EN LA IGLESIA ACTUAL
En tiempo de Jesús, existía había en la tierra Israel (Palestina) un ejército de ocupación romano (en Judea y Samaría), con una milicia autónoma pero subordinada (de Herodes Antipas en Galilea) y una guardia paramilitar del templo (en Jerusalén). Al lado de eso había grupos de judíos nacionalistas, dispuestos a elevarse en armas contra Roma, creando su propio ejército celota.
Pero Jesús no formó parte de ningún movimiento armado legal o no-legal, no sólo porque en su tiempo no había un ejército celota propiamente dicho, sino porque su ideal mesiánico no era de tipo militar, sino de transformación social, aunque le hizo matar el representante del ejército de Roma.
Dos propuestas. Jesús y Pedro
El evangelio distingue dos estrategias mesiánicas: una de violencia, que suele asumir formas militares; otra de comunión voluntaria y no violenta, con riesgo de ser ajusticiado (como sucedió con Jesús). Así lo ha mostrado de Marcos al evocar las figuras de Jesús y Pedro, en Cesarea de Filipo, un lugar apropiado para grandes decisiones, en Iturea, no en Galilea, lejos de Jerusalén (cf. Mc 8, 27-33).
Pedro afirmó públicamente que Jesús era el Mesías, rey de Israel, y le propuso, al menos implícitamente que subiera a Jerusalén, utilizando la fuerza de Dios e imponiendo su Reino con armas. Jesús le contestó diciendo que el Hijo del Hombre tiene que sufrir, regalando su vida, lo que significa que subirá a Jerusalén, pero sin armas.
Tanto Jesús como Pedro sienten la “atracción” de Jerusalén (ciudad que está al fondo de Mc 8, 27-33), pues un profeta debe manifestarse en Judea, para que todos vean sus obras (cf. Jn 7, 1-8), culminando su misión en la ciudad sagrada (cf. Lc 9, 51; 13, 33), donde ha de irrumpir el Reino de Dios, pero sus estrategias son distintas. Pedro define a Jesús como Mesías y quiere que tome la ciudad Jerusalén como David (2 Sam 5, 6-9), para coronarse rey de Dios, ante su pueblo. Jesús subirá, como quiere Pedro, pero lo hará como Hijo de Hombre, no para conquistar la ciudad sino para proclamar la llegada de un Reino de Dios diferente.
La propuesta de Pedro forma parte de la estrategia tradicional del mesianismo israelita. Posiblemente él no buscaba una violencia militar directa (no busca un ejército), pero suponía y buscaba un triunfo social: una intervención de Dios y un tipo de poder que sea capaz de expandirse, si hace falta, por la fuerza, como quisieron antaño los macabeos (desde el año 167-166 a. C.) y como propondrán los zebedeos, que quisieron sentarse a los lados de Jesús, como ministros de un rey poderoso (cf. Mc 10, 35-37).
En contra de eso, Jesús no vendrá a Jerusalén para tomar el poder, sino para instaurar un Reino sin poder ni dominio militar. Lógicamente, más que Mesías davídico, al estilo clásico, será Hijo del Hombre, alguien que puede y quiere dar la vida por los otros, en la línea de los itinerantes, que anunciaban el Reino en Galilea, entregándose en manos de aquellos a quienes se dirigían. Así queda Jesús, bajo las autoridades de Jerusalén, queriendo cambiar el orden social desde la pobreza, sin poder militar, apoyándose sólo en la palabra de Dios que actúa por los pobres, a quienes él representa.
1.Pedro quiso ser por entonces una especie de obispo castrense.
La estrategia de Pedro se funda en una interpretación política de la Escritura israelita y parece más viable que la de Jesús, pues refleja las promesas y esperanzas de gran parte del pueblo, pero Jesús la presenta como opción puramente humana (“tus pensamientos no son Dos, sino de los hombres”: Mc 8, 33). Ésa había sido la lógica de los macabeos y de sus sucesores, retomada por los sacerdotes de Jerusalén, que habían asumido el poder (compartiéndolo luego con Roma), “en nombre de Dios”. Ésta será la lógica de los zebedeos, que quieren sentarse a los lados del trono, aunque pretendan hacerlo para bien del pueblo (cf. Mc 10, 35-45). Ciertamente, los zebedeos podrían ser mejores políticos que otros, pero, al fin, se situarían en una línea de dominio impositivo y terminarían necesitando un ejército para mantenerse
- La estrategia de Jesús es anti-castrense.
Jesús se funda también en la Escritura, pero en la línea del Siervo de Yahvé y de las profecías antimilitaristas de los profetas de Israel (cf. Is 2, 4; 52, 23 – 53, 12). Su misma opción de Hijo de Hombre, que sube a Jerusalén sin poder militar y queda desarmado en manos de las autoridades, aparece así como expresión de una voluntad salvadora de Dios, que se define en los evangelios por la palabra dei: es necesario (Mc 8, 31). Es necesario que las Escrituras se cumplan, pero no a través de un Mesías militar, sino de un Mesías-Hombre que queda desarmado bajo el poder de las armas de Israel y de Roma, como destacará el segundo anuncio de la pasión (en Mc 9, 31). Según eso, la misma Escritura de Israel ha ido marcando el camino de no-violencia activa de Jesús, que será Mesías de Dios sin ejército humano.
Como he señalado ya, en torno al año 167-166 a. C., sin apelar directamente a David, los macabeos se habían alzado en armas contra la contaminación de los greco/sirios y de los judíos que les apoyaban. Pensaron que la opción helenista iba en contra de la elección israelita y quisieron rechazarla por guerra. De esa forma impusieron y garantizaron un tipo de paz y libertad, pero amparada por las armas, como aquella que buscarán más tarde los celotas (el 67-70 d. C.). Pues bien, a diferencia de macabeos y celotas, Jesús ha querido recrear el reino davídico, pero de una forma no-militar, a través de una entrega y trasformación personal, sin violencia coactiva armada.
Jesús no fue un suicida temerario, ni un guerrero violento, sino un hombre convencido del poder transformante del amor que se ofrece a los mismos enemigos (cf. Mt 5, 44; Lc 6, 27.35). Es muy posible que al referir la oposición ya señalada entre Pedro y Jesús, Marcos estuviera pensando en la “estrategia” militar de los rebeldes que el año 67 d. C. tomaron el poder y se adueñaron de Jerusalén, para esperar la llegada del Reino de Dios; esa decisión militar pudo ser patrióticamente hermosa, pero fue contraria a la paz del evangelio y terminó siendo horriblemente suicida, como F. Josefo ha narrado en su Guerra Judía.
En este contexto, debemos recordar que Pedro habría estado dispuesto a defender a Jesús con la espada (cf. Jn 18, 10-11), entregando así su vida (cf. Mc 14, 31 par), en un contexto de defensa militar, pero no ha podido acompañarle en el camino de no-violencia mesiánica. De un modo simbólicamente certero, el evangelio afirma que Pedro siguió un poco a Jesús, para luego negarle con más fuerza. Mientras Jesús confiesa ante el sumo sacerdote su carácter mesiánico en la sala de juicio (cf. Mc 14, 53-65), Pedro reniega de Jesús y de su propio pasado “mesiánico” en la parte inferior, ante criados y servidores del sumo sacerdote (Mc 14, 54. 66-72).
Hacer la paz, no simplemente las paces. En contra de un cristianismo militarizado
Jesús ha propuesto un mesianismo des-armado, que culmina y se expresa en su muerte y en la pascua de su iglesia, rechazando la violencia armada y toda forma de toma de poder. Por eso ha subido a Jerusalén sin armas, ni de Dios ni de los hombres. Pues bien, en contra de la dinámica central del evangelio, las sociedades cristianas de la Edad Media y Moderna han vuelto a sacralizar de algún modo el ejército, diciendo que se encuentra al servicio de la fe (cruzadas) o de la seguridad nacional (estados absolutos de los siglos XVI al XX), como si fuera una “iglesia en pequeño” (en muchos estados, los militares tienen sus propios obispos, formando una especie de diócesis aparte).
En ese contexto podemos hablar del surgimiento del ejército imperial (de USA y sus aliados), que dice estar al servicio de la democracia y la libertad en todo el mundo.
Pues bien, ha llegado el momento de que acabe ese modelo de ejército y de iglesia, si queremos que venga el Reino (y se cumpla el evangelio).
Si seguimos aumentando la carrera de armamentos acabaremos destruyéndonos todos. El ejército nació para mantener la violencia sagrada, establecida a través de la lucha en contra de enemigos considerados “malvados” o culpables. Pues bien, partiendo del mensaje de Jesús, debemos afirmar que ha llegado la hora en que los hombres aprendan a convivir sin luchar entre sí, sin defenderse y defender su propiedad por armas. Para los cristianos, ha llegado la hora de huelga militar completa, es decir, de la insumisión.
Ciertamente, la Iglesia no puede imponer su solución no-militar, pero puede y debe proclamarla y testimoniarla, no sólo con sus escritos, sino con el ejemplo de ministros y creyentes. En esa línea, ella debe empezar recomendando a los estados que renuncien no sólo a la agresión, sino a toda defensa militar, para vincularse de forma pacífica y dialogal (desmilitarizada), en estrategia de diálogo (y al servicio de la paz), conforme al evangelio. Para eso, la Iglesia que empezar creando una cultura de paz, donde el ejército no sea necesario, como seguiremos viendo.
Desde el nivel superior de los estados sería posible anunciar el surgimiento de un Estado Mundial, al servicio de la paz mundial. Los ejércitos de las naciones quedarían asumidos en el ejército mundial que, al fin, debería también suprimirse, por falta de enemigos exteriores. Se necesitaría sólo un cuerpo de policía humanitaria al servicio de la seguridad en todo el mundo. Ciertamente, éste será un cambio y proceso arriesgado, pero no sería una verdadera solución, porque si no se realiza con sabiduría (con una cultura ciudadana de paz), vinculada a un desarme radical de los corazones (incluidos los policías), el mismo poder central podría convertirse en principio y signo de nueva dictadura.
Así pudo pasar con la Guardia Pretoriana de Roma. La policía tiende a ponerse al servicio del poder establecido, convirtiéndose en factor básico de represión (más peligroso que el ejército). El riesgo mayor del futuro no parece ser un ejército mundial, sino una policía planetaria, al servicio de los dueños del sistema.
Por eso, el cambio verdadero no puede venir de los estados (o de un posible Estado mundial), sino de los ciudadanos (y en nuestro caso de los cristianos) que deben asumir una estrategia de no-violencia activa. Eso significa que los cristianos deben asumir la estrategia de Jesús, empezando a subir a Jerusalén (buscando así la plenitud del Reino), sin armas militares, siguiendo una estrategia que esté en la línea de la deserción pacífica de los discípulos mesiánicos de Jesús que abandonaron la defensa de Jerusalén en la guerra del 67-70 (como vimos en cap. 4 al comentar Mc 13).
Optando por un tipo insumisión.
Como partidarios de una no-violencia activa, pienso que, en principio, los cristianos deben declararse en principio insumisos, desertores de las instituciones militares, no por miedo, ni para abandonar las tareas de la guerra en manos de soldados profesionales (¡que lucharían en su lugar!), sino porque quieren renunciar a la defensa armada (con sus tácticas y medios de violencia).
Debe recuperarse el ideal de los grandes profetas de Israel que, desde el siglo VIII a. de C., exigieron la ruptura de los pactos militares con las grandes potencias y el abandono de la defensa armada de Jerusalén, poniéndose en manos de Dios, para elaborar así una creatividad más alta, en línea de paz.
Hay que volver a la primera práctica de la Iglesia, que no condenó a los soldados sin más, como muestran los relatos simbólicos de los centuriones (Mt 8, 5-13; Hech 10, 1-22) y la reflexión de Pablo en Rom 13, 1-7), pero que no quiso que sus fieles fueran soldados.
Ésta es una decisión que las iglesias deben re-tomar muy pronto, renunciando no sólo a la defensa armada, sino a las tácticas de guerra, vinculadas al ejército (con sus capellanías militares), para asumir el compromiso de Jesús y sus primeros seguidores (que eran, sin duda, insumisos). Sólo así pasaremos de una paz de imposición (hacer las paces…, bajo control de las potencias militares) a la paz que brota de la creatividad de Dios, como alianza de amor.
PARTE II.
EL MENSAJE EVANGÉLICO DE LA INSUMISIÓN ANTE LA DOCTRINA DE LA IGLESIA
La Iglesia católica y la insumisión militar. Del Vaticano II a Benedicto XVI.
Este es a mi juicio el punto de partida: La Iglesia debe renunciar a la guerra y optar en conjunto por la no violencia mesiánica, al servicio de la vida, en seguimiento de Jesús y en amor activo a los demás. En este campo se decide el futuro del cristianismo (y de la humanidad). Si las propuestas no resultan claras y las exigencias no son radicales, en línea de paz, el edificio cristiano corre el riesgo de diluirse en hermosas palabras ineficaces y en el fondo poco cristianas.
Es poco lo que en este campo ha dicho, que yo sepa, el Magisterio católico, aunque el VATICANO II, en la Constitución Gaudium et Spes, siguiendo la inspiración de Juan XXII (Pacem in Terris) trazó ya las bases de un fuerte ideario de paz, en el que se incluye la objeción de conciencia y la insumisión activa. Avanzando en esa línea, el Magisterio Católico podría haber ofrecido una visión “evangélica” de la paz, una alternativa verdaderamente cristiana. Éstas son algunas cosas de las que dice el Concilio Vaticano II:
La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo… Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Ef 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz. Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible, sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad…
En la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: «De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra» (Is 2,4) (Gaudium et Spes 78). Parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de otra forma (Ibid 79).
El Concilio ha dicho así unas palabras centrales, alabando a los que renuncian a la guerra (a la defensa armada) violencia y se defienden “con medios que están al alcance de los más débiles” (que evidentemente no pueden ser militares), destacando el valor de aquellos “que se niegan a tomar las armas”, queriendo servir a la humanidad de otra manera). En ese contexto, alaba a los “objetores de conciencia”, pidiendo que las mismas leyes civiles asuman “razonablemente” su gesto.
De esa manera, la Iglesia Católica rompía de hecho con una política de siglos por la que ella se había aliado con los ejércitos, tomando de hecho a los soldados como servidores de la causa de Dios.Por siglos y siglos, los cristianos hemos estado vinculados al ejército, dentro de una iglesia cuya política se ha inscrito en el contexto de unos pactos políticos y militares, de manera que ella misma (el Vaticano) ha tenido y sigue teniendo su ejército simbólico (la Guardia Suiza).
Hemos aplicado el evangelio a “las almas”, es decir, a la vida interior, pero, en lo exterior, nos hemos adaptado a la sociedad establecida, haciéndonos platónicos, en la línea militar de la República (con sabios jerarcas y capellanes castrenses para iluminar a los militares, defendiendo y bendiciendo así de hecho la causa de la guerra). No sólo hemos pactado con los “buenos” soldados, sino que hemos querido dirigirles, para que se pongan al servicio de los “sabios” (es decir, de los jerarcas de la Iglesia), utilizando incluso las conquistas militares como medio de extensión del evangelio.
Pues bien, en contra de eso, sólo cuando empecemos a desarrollar unos programas eficientes de no-violencia activa y defendamos de un modo radical el pacifismo evangélico (con objeción de conciencia) podremos hablar de paz cristiana. Para eso debemos salir fuera el espacio militar de los estados y poderes políticos, no para luchar contra ellos (ni para condenarlos sin más), sino para ofrecer a todos un testimonio y ejemplo más alto de humanidad, como ha dicho bien, pero miedosamente, el texto citado del Vaticano II al defender la objeción de conciencia (Gaudium et Spes 78-79).
Esa doctrina de la objeción de conciencia ha sido asumida de un modo miedoso y restrictivo por el magisterio posterior de la Iglesia, que parece haberla aceptado casi por compromiso (porque así decía el Vaticano II), pero sin desarrollarla, ni ponerla de relieve. Da la impresión de que esa “doctrina” del Vaticano II ha estorbado a la Iglesia, que sólo la cita por compromiso.
Juan Pablo II (1978-2005)
JUAN PABLO II, en Constitución Apostólica Spirituali Militum Curae, sobre la asistencia espiritual a los militares (1986), afirma que «las Fuerzas Armadas deben considerarse “como instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos”, pues “desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz”», con cita del VATICANO II, Gaudium et Spes, 79. Se trata de saber si las cosas son así, si de hecho los ejércitos contribuyen a “estabilizar la paz”.
Se me hace difícil decir que los soldados son ministros de Dios, para establecer su justicia en el mundo. Ciertamente, ellos merecen una presencia espiritual y una catequesis, como todos los restantes ciudadanos, pero no creo que deba haber unos «Ordinariatos militares o castrenses, que jurídicamente se asimilan a las diócesis, como circunscripciones eclesiásticas peculiares» (Spir. Militum Curae 1). De todas maneras, el tema resulta complejo, como indiqué en El Señor de los Ejércitos. Historia y teología de la guerra, PPC, Madrid 1997, donde puse de relieve la relación de Jesús y de la primera Iglesia con los soldados.
Es muy posible que la solución “política” no esté en que todos los soldados abandonen de repente el ejército. Pero la solución cristiana exige un cambio social de conjunto, un proceso de conversión, animado por el cristianismo y dirigido a la superación de las instituciones militares. En ese contexto, la deserción activa de los soldados cristianos me parece un elemento fundamental de la paz mesiánica.
Los pactos de paz suelen hacerse con fines y medios militares, al servicio de la defensa propia y del mejor ataque contra los enemigos, como los pactos de Israel con Asiria o Egipto que condenaron los profetas (o como los que propone la OTAN). Pero los grandes profetas de Israel y luego Jesús no quisieran hacer las paces (por tratados militares) sino hacer la paz, por medio de una transformación radical del ser humano.
No queremos una paz de armas (aunque sería buena en un nivel), sino una paz de hombres y mujeres, sin soldados, sin armas, sin guerras ofensivas ni defensivas.
No se trata de condenar a los soldados como personas, pues ellos son representantes del conjunto social y, en principio, no son más violentos que otros ciudadanos, sino de rechazar la política de conquista y defensa militar, iniciando en contra de esa política un movimiento y compromiso activo de solidaridad no militar, que vincule el cristianismo con otras religiones y culturas que renuncian por principio a los fines y medio de la guerra.
No basta con hacer que el ejército se ponga servicio de la paz, como los Cascos Azules de la ONU (que realizan una buena tarea, en un momento, pero que, al final acaban siendo ineficaces), sino de abandonar la estrategia de las armas y de las instituciones militares, vinculadas al sacrificio, esclavitud y cautiverio de gran parte de la población actual, para buscar así formas de convivencia sin armas. Es aquí donde se encuentra la mayor dificultad y la mayor promesa del evangelio.
Así, el Catecismo de la Iglesia Católica (aprobado por Juan Pablo II, año 1992, Núm. 311) se limita a conceder, como a regañadientes, el derecho a la objeción de conciencia, de un modo limitado, como si la protesta en contra de las instituciones de guerra no se relacionara con Jesús ni se fundara en los principios del evangelio:
«Los poderes públicos atenderán equitativamente al caso de quienes, por motivos de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; éstos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana (cf. GS 79, 3)». ¿Por qué dice simplemente por motivos de conciencia y no “por inspiración o exigencia evangélica”?
Más generoso, aunque también restrictivo, pude parece el Pontificio Consejo Justicia y Paz, en su Compendio de la doctrina social de la iglesia (del año 2005): «Los objetores de conciencia, que rechazan por principio la prestación del servicio militar en los casos en que sea obligatorio porque su conciencia les lleva a rechazar cualquier uso de la fuerza, o bien la participación en un determinado conflicto, deben estar disponibles a prestar otras formas de servicio»(http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/justpeace/documents).Los redactores de este documento se limitan a recoger la propuesta del Vaticano II, insistiendo en que se trata de un derecho limitado (¡han de realizara otras formas de servicio!) no en su valor positivo. Es como si les costara aceptar la libertad y la objeción de conciencia, como si lo lógico para los cristianos fuera la guerra y no el rechazo de la guerra.
Benedicto XVI (1005-2013). Una propuesta desde el sistema.
Siguiendo su manera de entender el orden social y de concretarlo desde una perspectiva de autoridad, Benedicto XVI en su encíclica social Caritas in Veritate (2009), ha evitado cuidadosamente toda referencia a la insumisión y a la objeción de conciencia, como si se tratara de vías menores o poco adecuadas de transformación social, que no derivan de verdad del Evangelio. A tenor de lo que dice toda la encíclica, parece que el evangelio va más en la línea de la buena política (es decir, de un cambio de política) de los Estados y el Mercado, que debería realizarse partiendo de la autoridad de un poder central más alto, de tipo Autoridad económico-política, representada por las Naciones Unidas:
Ente el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la Arquitectura Económica y Financiera Internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad Política Mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad (Caritas in Veritate 67).
Evidentemente, esa tarea del “oportuno desame integral” resulta no sólo positiva, sino necesaria y también parece conveniente el surgimiento de una “Autoridad Política Mundial” al servicio de la seguridad alimenticia y de la paz. En ese sentido queremos empezar alabando calurosamente al Papa y alegrándonos mucho de su compromiso a favor de la paz, desde una perspectiva económica ejemplar, en línea de sistema.
Pero debemos añadir que, en principio, la propuesta de Benedicto XVI se sitúa en un plano de sistema de poder y no de evangelio.
Lógicamente, Benedicto XVI no puede apelar al Sermón de la Montaña, ni a las palabras centrales del mensaje de Jesús (no cita a Mc ni a Lc, ni los textos básicos de Mateo). Por eso, su propuesta, siendo muy sabia (quizá la mejor que se puede hacer desde un orden superior de política humanista), no responde a la exigencia originaria de Jesús, que no dictó lecciones para los gobernantes y los ricos del sistema, sino que abrió un camino de solidaridad sanadora y de paz desde lo pobres.
Lo que dice Benedicto XVI es, en el fondo, lo que deseaban J. Habermas y los mejores neo-ilustrados de izquierda. Pero, como vengo señalando a lo largo de este itinerario, para los cristianos, lo más importante es el cambio en el mundo de la vida, es decir, el surgimiento y camino de personas y grupos que opten por la paz desde abajo, es decir, partiendo de los pobres/itinerantes (que son los que pueden curar a los ricos).
Jesús vino a situarse en el “mundo de la vida”. No quiso cambiar el Estado y la economía mundial, sino a las personas concretas, iniciando con ellas (para ellas) un camino distinto de paz mesiánica, en una línea que se sitúa cerca de lo que llamamos “objeción de conciencia” y rechazo del mundo de la guerra. El cambio del Estado y de la Economía mundial ha de venir, pero vendrá después, a través del cambio de los pobres, pues sin una conversión/transformación radical de las personas y los grupos menores el cambio del Estado/Economía mundial no sólo resulta imposible, sino que puede terminar siendo contraproducente y contrario a los valores de la paz mesiánica.
Benedicto XVI: El riesgo de una Autoridad Política Mundial.
Sin duda, en el caso de que surja esa Autoridad Mundial que quiere Benedicto XVI, a través de unas Naciones Unidas verdaderamente eficaces, los estados particulares podrían desarmarse sin problemas, como se desarmaron los ejércitos de los nobles y las mesnadas de las ciudades cuando llegaron los Estados Nacionales, entre los siglo XVI y XIX. Con el surgimiento de ese Super-Estado Mundial desaparecerían los ejércitos nacionales (convertidos en meras policías regionales), pero no habría llegado el verdadero desarme, sino que podría surgir un tipo de imposición y dictadura político-militar más alta (como pudo haber sucedido en el Imperio Romano, cuando la el Ejército/Policía pretoriana tomó de hecho el poder).
En esa línea, sin el cambio radical de personas y grupos menores, el fortalecimiento de un Estado/Economía mundial podría convertirse en la mayor de todas las dictaduras, como la Biblia ha puesto de relieve al hablar de unos imperios mundiales en los que se unifica todo el poder económico/militar pero que, en vez de convertirse en “aliados de Dios” (como quiere Benedicto XVI) se convierten en antidivinos (las bestias de Dan 7 y de Ap 13-14).
Ciertamente, reconozco el valor de la propuesta admirable del Papa Benedicto XVI, con su esfuerzo por regular el poder/economía, poniéndolo al servicio del despliegue de la humanidad. Pero en este momento de la historia, tengo miedo de los “poderes únicos”, vinculados al único ejército/mercado, pues en esa línea quisieran avanzar, de manera fatídica, el imperio nazi y el comunismo soviético.
Desde ese fondo, dentro de la lógica cristiana, que está presente en el judaísmo del libro de Daniel y en el judeo-cristianismo del Apocalipsis, quiero poner de relieve la exigencia de una insumisión creadora, al servicio de unas formas inmediatas (personales) de comunicación y de libertad. En esa línea, sin rechazar la dinámica que lleva a la creación de un gran Estado/Economía Mundial, con el desarme de los ejércitos menores (en una perspectiva que podría compararse a la del Imperio Romano en el Apocalipsis), quisiera que Benedicto XVI hubiera destacado mucho más el ideal y las implicaciones de una verdadera “desobediencia civil y militar”, en el plano de la insumisión y de la objeción de conciencia (en la línea abierta por el Vaticano II en la Gaudium et Spes), desde la raíz del cristianismo, como puso de relieve con lucidez extraordinaria el Apocalipsis, al proponer una desobediencia masiva de los cristianos, frente al sistema económico/militar de Roma.
Da la impresión de que Benedicto XVI (con una parte considerable de la jerarquía católica) sigue más en la línea de una “cristianización del Imperio Romano”, que se expresaría en forma de “mejora” del Sistema) que en la línea de la conversión radical y del rechazo mesiánico, es decir, de la “gran desobediencia” de Jesús (cf. Mc 1, 14-15) y del Apocalipsis, (cf. 13, 9-10), no para destruir con armas al imperio, sino para construir sin armas un tipo de humanidad y economía alternativa. Quizá tienen miedo a la desobediencia y al rechazo del orden establecido, por lo que eso puede implicar en un plano civil y religioso.
Ese miedo al rechazo del “orden establecido” (aunque sea violento e injusto) está en la línea del temor que paralizó a muchos alemanes ante el crimen abismal del nazismo y que nos sigue paralizando a nosotros ante la injusticia del gran sistema mundial (con miles y miles de muertos de hambre cada día). Un miedo menor, pero ciertamente grande, paraliza a muchos católicos actuales, que no se atreven a tomar una opción responsable en un línea de libertad, buscando formas de convivencia/economía alternativa ante el riesgo de un sistema total como el que parece defender todavía Benedicto XVI, cuando la reforma de las Naciones Unidas de los representantes del Mercado mundial, con pleno poder económico/militar para realizar así, desde arriba (desde el poder) las reformas necesarias.
Conclusión. La Santa desobediencia (Francisco, un camino abierto)
En un sentido, en plano de poder (pero no de evangelio) , lo que decía Benedicto XVI era muy valioso. Pero somos muchos los que pensamos que, en la actualidad, desde el movimiento de Jesús, tomado como base y principio de actuación, en el mundo de la vida, empieza a ser necesaria una “santa desobediencia”, es decir, una “huelga” desde abajo, en línea de insumisión económico/militar, como aquí estoy proponiendo. No voy en contra de un cambio en las Naciones Unidas (¡creo que es necesario!). Pero, al mismo tiempo, tengo miedo de ese cambio, si se realiza en línea de Poder, pues podría llevarnos a nuevas dictaduras (a más de lo mismo, en formas más sutiles).
Estoy convencido de que la aportación de la Iglesia debe hacerse en otra dirección, no con episcopados castrenses, sino desde comunidades y grupos de acción no violenta, no militar, en una línea de pacifismo activo.
En su forma actual, el episcopado castrense bendice y sacraliza un tipo de armas militares, una política de guerra. En las actuales circunstancias, puede ser un mal “menor”, pero es un mal, un signo fuerte de anti-cristianismo. No quiero que se suprima el episcopado castrense para abandonar sin más a los soldados reales, con sus familias…, sino todo lo contrario, para que el evangelio penetre en la estructuras y vidas de los soldados (y de los servidores del orden público), pero de un modo distinto.
Sería buenísimo que el episcopado español en su conjunto (con el visto bueno del nuncio y del Vaticano) renunciara a este tipo de episcopado castrense, con la crisis que ello supondría en relación con el rey (al que se le obliga a ser “creador” de obispos católicos, cosa que no es su cometido), con el cambio de concordato que ello implicaría, con el cambio en la forma de entender el compromiso fuerte al servicio de la libertad religiosa, del ecumenismo… y en último término de la paz cristiana.
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