16-24 septiembre. Dolores y Mercedes de María

Comienza hoy en muchos lugares la Novena de la Virgen de septiembre, entre el día de los Dolores de María (15-9) y el día de sus Mercedes (24.9). Quiero empezarla comentando los “dolores” de María, conforme a la palabra de Simeón: Una espada te atravesará el alma (la psyche, la vida).

          Es la espada de la historia de la vida de María, dolor por Jesús, por sus amigos (pobres, emigrantes, excluidos, cautivos…). Aprender a sufrir, acompañar a los demás.  Al final de estos días podré evocar con gozo la Merced/Mercedes de María, en unión a Cristo su Hijo.

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15.9.24. DOLORES UNA ESPADA ATRAVESARÁ TU ALMA

  •  Este ha sido puesto para caída y elevación  de muchos en Israel; y será un signo de contradicción 
  • —y a ti misma una espada te traspasará el alma—,
  •  para que sean revelados  los pensamientos de muchos corazones  (Lc 2,34-35). 

          Esta palabra de Simeón a María (una espada traspasará tu alma) reinterpreta el motivo central del canto de María derriba a los potentados... (Lc 1,52), pero con una diferencia. El canto de María presentaba la suerte de los seres humanos de un modo universal (no confesional: lo que define la vida de hombres y puebles  es el poder y la opresión, la riqueza y la pobreza (en una línea semejante a Gal 3, 28; cf. lc  1,51-53). Por el contrario, la profecía de Simeón ha de entenderse en un contexto israelita: La grandeza de Israel (=maría) ha de convertirse en servicio de entrega y muerte a favor de Israel y de todos los pueblos. 

 María es el pueblo de Israel, todo Israel, como madre mesiánica, que debe dar su propia vida, entregarse hasta la muerte, al servicio de los hombres. Vincularse a Cristo significa morir con él y como él por los demás. No es dominar sobre los otros, sino dar la vida por ellos, de manera que la cruz (condena a muerte) se traduce para María, su madre (par Israel) en forma de espada[1].

          Una espada múltiple. De una forma muy precisa, esta “profecía de la espada de María”,  la presenta  como señal de contradicción: es signo o bandera donde vienen a expresarse y dividirse las suertes de los hombres. 

-Estaespada debe interpretarse en perspectiva israelita. Simeón estáanunciando la caída-elevación de los judíos  como pueblo que, al ponerse ante Jesús, que es piedra de tropiezo y signo discutido, aceptan su presencia salvadora o la rechazan. Sabemos por el contexto (Lc 2,19; cf. 2,51) que Cristo implica para Israel un tipo de espada o guerra interna, principio de guerra o lucha transformadora. 

-Esta es la espada  del conflicto entre Israel  las naciones (hoy en Gaza, en todo el mundo). Allí donde los judíos quieren mantener su identidad e independencia religiosa frente o contra los restantes pueblos de la tierra se destruyen a sí mismos. Significativamente, la señal de contradicción que se sitúa ante Israel (2,34) se identifica temáticamente con la palabra anterior de salvación «que has presentado ante todos los pueblos», es decir, ante judíos y gentiles (2,30-31).La misma fuerza salvadora, elevada como signo de Dios ante el conjunto de la humanidad, se ha venido a convertir en bandera de discusión para los israelitas. La salvación universal de Cristo (simbolizada en su Madre María) implica  un tipo de muerte para Israel como pueblo separado. Eso significa que Israel tiene que morir “como muere Cristo”, y con Israel tiene que morir (dar la vida) María, la madre mesiánica.

Visita de la Virgen María a su prima Santa Isabel. | Arte cristiano ...

Ésta es la espada de María del Magníficat (unir Lc 2,34  con Lc 1,51-53): Derriba del trono a los potentados, eleva a los humillados.  Ésta es la espada de los soberbios que atraviesa a los pequeños, expulsados, de la tierra. Allí donde Jesús ha ofrecido su evangelio a los pobres de la tierra se ha iniciado un camino de universalismo que supera las barreras económicas, sociales, religiosas de los pueblos, en una línea de bendición que sólo puede lograrse con dolor de muchos, entre ellos de María.    

En este contexto empezamos hablando del sufrimiento israelita de María. El signo de Jesús, compartido por su madre, divide a los judíos: les enfrenta (les hace discutir) a unos con otros, les escinde (hace que unos caigan, otros o se eleven). Lógicamente, ella no puede quedar indiferente ante esa gran ruptura y crisis: es madre Israel, representante del pueblo mesiánico, como indicaba el Magníficat (Lc 1, 45-55). Por eso sufre: revive en sí el dolor entero de todo su pueblo.

Cada persona humana es un pequeño micro-cosmos: lleva en sí la vida y muerte del conjunto de la tierra. Pues bien, María viene a presentarse, de un modo especial, como es un micro-Israel: reasume en sí la historia, la esperanza y la tragedia del pueblo de la alianza. En nombre de su su pueblo ha dicho fiat (Lc 1, 37): se ha comprometido a encarnar y culminar en su persona la tarea que iniciaron la ley y los profetas. Ya no puede estar desentendida: no puede expulsar fuera de sí la lucha (ruptura, división, rechazo) de su pueblo.

Resonarán en sus entrañas los lamentos de Israel, retumbarán incesantes los tambores de la guerra israelita desatada en torno al Cristo, bandera discutida. Ella es desde ahora como una caracola marina donde llegan, se cruzan, combaten las olas de todos los mares. Así empiezan a dolerle en las entrañas los dolores del mesías sufriente que acuna en los brazos. Ha visto y cantado su gloria (Lc 1, 46-55). Ahora comparte su dolor, el llanto de cortante espada que divide a los judíos para que se revelen los pensamientos de muchos corazones (2, 35).

María no es madre/nodriza de un niño que invade tan sólo por nueve meses su cuerpo, para luego separarse de él, desentenderse, como si le fuera ajeno. María sigue llevando en su entraña de madre a ese niño nacido, hecho grande y convertido en bandera discutida. Por eso, la batalla por Jesús sigue librándose dentro de su entraña. Esta es una experiencia de solidaridad personal que quizá sólo una madre (o un enamorado) puede sentir de forma tan intensa. De ahora en adelante, la vida de María se conecta con la suerte de su hijo, como si un nuevo y más intenso (verdadero) cordón umbilical les vinculara. Desde ese fondo podemos dar algunos pasos y trazar otros momentos o aspectos de esta espada solidaria del hijo y de su madre[2]. 

  Espada de fe, espada de la vida, crisis mesiánica. María ha dicho fiat y ha seguido en manos del misterio: ha dejado que su vida entera se haga espacio y tiempo para el nacimiento del mesías. Pero el Cristo está ya vivo y concreto (independiente) entre sus brazos y ella, haciéndose madre, ha de aprender a caminar con él en andadura de padecimiento. Habrá un influjo doble. 

(a) María enseñará a Jesús, ofreciéndole brazos y sus manos, su mirada, su cariño. Le dará amor y palabra, le irá haciendo persona en su verdad humana, hasta el día en que él empiece ya a ocuparse por sí mismo de las cosas de mi Padre (Lc 2, 49).

(b) Jesús enseñará a María en un camino largo, iluminado y doloroso, de maduración creyente. Ella tendrá que superar su vieja seguridad israelita para seguir a Jesús, tomando su cruz y negándose a sí misma (Lc 9, 23).

(c) María se inicia de esa forma noche oscura de la travesía mesiánica, pues quien quiera salvar su vida la perderá; quien pierda por mí su vida la ganará (Lc 9, 24). Ésta es la paradoja más fuerte de la espada: María da la vida a su hijo para que luego el mismo hijo se la pida. Es hijo difícil; seguirle en el camino habrá de ser parto muy duro, de novedad en novedad, de sobresalto en sobresalto. 

Pues bien, María no rechazará la espada de su hijo, no renunciará a su sufrimiento mesiánico,  como certifican Lc 2, 41-52 y Hch 1, 13-14. En el lugar donde el dolor ha sido más intenso y el corte más sangrante ha querido a mantenerse siempre, para renacer así en Jesús, para ganar y recibir la vida verdadera. Ha sabido hacer el fuerte camino de la fe, en andadura que le ocupará la vida entera.

Ella ha dado luz y carne humana al Hijo de Dios. Pero, a su vez, su hijo mesías abrirá para su madre un programa y misterio de mesianismo ce crus, como proclaman de un modo fuerte los tres anuncio de la muere en cruz, formulados por Mc 8, 31; 9, 31 y 10 32-34. Este hijo llenará, dará sentido y fuerza, pero también  entrega de vida y sufrimiento a su madre, que vendrá a ser madre mesiánica (cumpliendo el camino iniciado por Lc 1, 26-38) todo su existencia, has culminar su tarea formando parte del camino de la iglesia (Hch 1, 13-14).. Podría haber vivido más tranquila sin este hijo, como madre normal entre las madres y mujeres de la tierra. Pero ella ha respondido a Dios con fiat y se ha comprometido a mantener su gesto, a dar su vida por (con) el hijo de sangre y espada de su entraña. De ahora en adelante llevará en el corazón la espada fuerte de su pasión mesiánica[3].

          La espada de Jesús es, al mismo tiempo, espada de su pueblo y en especial espada de su madre, que lleva en su carne y padece el sufrimiento de su pueblo, conforme a la palabra radical de Pablo: «llevo una tristeza fuerte, un dolor de parto que no cesa; quisiera ser yo mismo un anatema en Cristo en favor de mis hermanos, compatriotas en la carne, los israelitas...» (Rom 9, 2-3).

          Aplicando estas frases a María, pudiéramos decir que ella no sufre sólo por la división interior del judaísmo (como señalábamos antes) sino también, y de una forma especial, por el rechazo ya concreto de aquellos que niegan al Cristo y, negándole, se pierden en caminos sin rumbo ni retorno.

Ella ha iniciado la andadura de la fe y sólo al fin (al interior) del sufrimiento que ella ha compartido con su hijo puede descubrir el gozo de la gloria de Jesús resucitado. Por eso debe padecer con Pablo y más que Pablo (cf. Gal 4, 19) este dolor de parto (odynê) que parece inútil, porque los judíos que se niegan a aceptar al Cristo destruyen su esperanza y vida . Este es, mirado en otra perspectiva, el mismo fuerte llanto y gran gemido de Raquel, la madre israelita, que llora inconsolable desde el fondo de su tumba por los hijos muertos, pues no quieren renacer, hallar la vida (cf. Mt 2, 16-18).

María es en Lc 2, 34-35 la madre israelita dolorida por la muerte de sus hijos. Ciertamente, ella no llora inconsolable como Raquel en Mt 2,18, pues la ruina de unos hijos significa el nacimiento en Cristo de otros muchos, conforme al sentido más profundo de la cita de Jer 31, 15 ss (que está al fondo de Mt 2,18). Pero es evidente que sufre el dolor de una espada en el alma: también eran sus hijos aquellos judíos que se pierden. Cuando acepta por su fiat el amor del Cristo, ella asume también el gran dolor de todos los que pueden perderse al rechazarle. 

 Espada personal de María. Pasión del Cristo, compasión de su madre (Jn 19, 25-27).  Simeón profeta, ha descorrido ante los ojos de María el velo de su historia (el futuro de su hijo) que recibe su sentido en la cruz, junto a la que ella ha de estar (cf. Jn 19, 25-27). Ordinariamente, la madre sólo experimenta el nacimiento; no ve morir al hijo. Esta profecía, en cambio, ha vinculado Navidad y Pasión, la madre engendradora y la que sufre por la muerte de su hijo.

Estamos ante un nacimiento de sangre. Precisamente allí donde la vida brota y salta, en promesa radiante de futuro, viene a abrirse la más fuerte profecía o, mejor dicho, promesa de muerte. Simeón es cantor de de gozo, siendo, al mismo tiempo, parece un profeta de dolores. Revivamos la escena. Estamos en el centro de una liturgia gozosa de nacimiento. Todo son parabienes a la madre, promesas de ventura para el hijo. Pues bien, sobre ese coro, creando un gran silencio de expectación admirada y de y miedo, se eleva la voz de Simeón que dice: ¡este niño morirá de muerte dura y tú, su madre, has de sufrirlo, llevando desde ahora la espada del dolor en tus entrañas!

Quizá no exista pasión (o compasión) más dolorosa. El niño es inocente (inconsciente): todavía nada sabe, sonríe y juega en la cuna (o en brazos de su madre), ajeno a todo lo que internamente sufren los que hablan a su lado. La madre, en cambio, sabe: tiene la certeza de que ha dado a luz un ser para la muerte y así lo va educando y madurando día a día, para que aprenda a morir, para que al fin lo crucifiquen. En ese sentido, María representa a las madres, pues todas engendran a sabiendas un ser para la muerte.

          Esta perspectiva ha destacado su aportación originaria junto a Cristo. María es más que un signo de Israel que cae y se levanta, más que una expresión de los creyentes que permiten que la espada de Jesús (la cruz) les purifique. En el momento final de su camino, culminados los aspectos anteriores, ella viene a presentarse como aquella que responde con su propia compasión materna y servicial a la pasión fundante de Cristo en el Calvario, de manera que siendo el redentor han podido llamarle a ella  corredentora.        

            Para que se revelen los pensamientos. María ha traducido el camino de Jesús en forma de meditación interior, del corazón (Lc 2,19), viviendo y convirtiendo ese camino en vida de su vida, en un proceso de participación cordial que le lleva hasta la pascua, cuando ella ha transmitido su riqueza de creyente al resto de la Iglesia (Hch 1,14). Desde ese fondo hemos de unir los dos aspectos de la com-pasión de María: (a) Ella  conserva en su corazón y medita interiormente los aspectos del camino de Jesús. (b) Ella comparte en su alma (psyche, proyecto vital), la purificación de Jesús. Ella es corazón: interioridad (cf. Lc 2,19.51). 

          El canto del Magníficat presenta a María como un alma que engrandece al Kyrios (Lc 1,46): alma era el deseo de su vida abierta hacia el Señor en actitud de admiración y de alabanza. Pues bien, ahora María se descubre como un alma atravesada: en el deseo de su vida ha introducido Dios la espada de Jesús, aquella «palabra poderosa y muy cortante que penetra hasta las mismas junturas del alma-espíritu, juzgando (desnudando) los deseos y pensamientos más profundos del mismo corazón» (cf. Heb 4,12-13). Bajo el juicio de esa gran palabra se descubre María penetrada, iluminada y recreada en el dolor por esa llama de Dios que es Jesucristo.

          Ella asume la cruz anticipada de aquel que lleva entre sus brazos (cf. Lc 9,23). La admiración y gozo de su canto (1,46-55) han recibido así forma de espada, conforme a lo que dice Heb 5,8 de su hijo Jesucristo: «ha conocido padeciendo». Ha descubierto la verdad de Dios en el dolor de su existencia, en un camino de maduración creyente que sólo adquiere sentido y plenitud por medio de la pascua.

          Hemos esbozado ya los rasgos distintivos de la cruz y de la espada. La cruz es signo de condena externa: me la ponen desde fuera y me obligan a llevarla, por la fuerza, hasta clavarme en su madera. Por eso, es señal de conflictividad social: proviene de los grandes que colocan su peso en las espaldas de los pobres, hasta destruirlos así de un modo infame. También la espada es signo de violencia: es la expresión privilegiada de la guerra, del enfrentamiento exterior entre los pueblos. Pero, en nuestro caso, ella parece independiente de la guerra: se presenta más bien como señal interior de la tragedia integral de la existencia.

          De forma quizá un poco apresurada, pudiéramos decir: espada es la forma interior de la crucifixión; por eso la padecen, de manera especial, los compañeros y amigos de los crucificados. María recorre así el camino de su fe (adquiere madurez creyente) en la medida en que, acogiendo a Jesús, le acompaña en el dolor de su entrega. De esa forma se hace signo de todos los creyentes de la Iglesia que «están crucificados con Jesús» (cf. Rom 6,6; Gál 2,19), completando (= traduciendo en clave humana) el misterio y amplitud de sus padecimientos (cf. Col 1,24).

Precisamente en esta espada se refleja el dolor de la “lucha de liberaciòn” que proclamaba María por su canto: «derriba a los potentados..., eleva a los oprimidos; llena de bienes a los hambrientos, vacía a los ricos» (Lc 1,52-53). Esa utopía tiene un precio y nadie puede excusarse de pagarlo diciendo: ¡es cosa de otros! Uniéndose a Jesús hasta el final, acompañándole en su entrega y padeciendo como espada su pasión, María encarna en su propia vida el tema del canto que ha cantado. Sólo de esa forma completa su tarea en la nueva comunión de liberados que es la Iglesia (Hch 1,14).

          A partir de aquí se puede interpretar ya el contenido general del texto. Son muchos los investigadores que, de forma expresa o más velada, entienden el pasaje mariano de Lc 2,35 en forma de paréntesis, de modo que el mensaje principal del texto seguiría inalterado aunque no hubiera esas palabras de la espada de María. Sólo el niño ha sido puesto para caída-elevación y como signo discutido (2, 34). Sólo en su presencia se desvela el pensamiento de muchos corazones. 57

          Pues bien, después de todo lo indicado, pienso que no existe tal paréntesis. El texto ha de entenderse en su unidad, dejando que nos sobrecoja la extrañeza radical de su mensaje. Sólo Jesús es principio de caída-elevación, bandera discutida que decide el juicio de la historia, en perspectiva que se encuentra cerca de Jn 3,18. 35-36: es juicio donde viene a decidirse el camino de los hombres. Pero, en un segundo momento, Lc 2,35 ha introducido la figura de María en ese juicio: «y a ti misma una espada te atravesará el alma, de manera que sean revelados los pensamientos de muchos corazones»[4].

          Al fondo de esta asociación mariana puede hallarse el influjo de Is 7,14 donde el mismo Dios ofrece una señal de juicio y salvación para los hombres: «he aquí que una joven (virgen) está en-cinta y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, Dioscon nosotros» 59.Mt 1,23 asume expresamente esa señal y es muy probable que ella esté influyendo también en Lc 2,12.16. Pues bien, esa señal no es sólo un niño: es el niño con la madre, tal como supone nuestro texto (Lc 2,34-35).

          Sobre ese fondo aparece María. Ella está al lado de Jesús, con una espada en sus entrañas, para que «se revelen (apokalyphthosin) los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). El término recibe aquí el segundo de los sentidos arriba indicados. Ciertamente, se supone una revelación activa de Dios que viene a explicitarse por Jesús, bandera de discusión a cuyo lado está María, atravesada por la espada. Pero aquí destaca ya la revelación responsiva: el signo de Jesús, unido con la espada de María, hace que se desplieguen, manifiesten y expresen plenamente muchos pensamientos.        Resulta significativo el modo de entender esos pensamientos. 

- El canto de María (Lc 1,51) presenta a los soberbios como enemigos de Dios por «el pensamiento de sus corazones» (dianoia kardias autón). Soberbios, autores de su propia condena, son aquellos que se elevan a sí mismos frente a Dios, a través de un pensamiento torcido del corazón que se traduce en la injusticia económico-social que ellos imponen por encima de los pobres (Lc 1,52-53).

- La profecía de Simeón ha explicitado esa misma soberbia de los pensamientos del corazón (kardión dialogismoi) en forma cristológica y mariana: se destruyen y condenan aquellos que rechazan el signo de Jesús, tal como viene a reflejarse también en la espada de la madre.  

          Siguiendo en esta línea podemos dar un paso más. El Magníficat condensa la reconciliación escatológica a través de un signo mariano: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (1,48): María expresa con su vida y canto aquella bienaventuranza originaria de los pobres que Jesús ha presentado como signo de su Reino (cf. Lc 6,20-21).

           Dios no ha derrotado los pensamientos soberbios de los hombres a través de otros pensamientos más soberbios. No ha vencido a la fuerza con la fuerza, en una especie de talión sacralizante. Ha dispersado a los soberbios (Lc 1,51) y ha revelado la vanidad de los pensamientos-obras injustas de los hombres por medio de la entrega de su Hijo Jesucristo, en gesto de amor humilde y gratuito. Asociada a ese gesto hallamos a María, la mujer crucificada por la espada.

          Este signo de dolor y juicio de María no puede interpretarse en sentido falsamente femenino, como si el varón fuera activo y dominante, redimiendo a los otros por su fuerza, mientras la mujer queda pasiva y sólo redime o ayuda con su llanto. El varón sería para luchar, conquistar y defender lo conquistado por la fuerza. La mujer, en cambio, estaría para acompañar y premiar al soldado vencedor, llorándole después en su derrota. Esta visión resulta, a mi entender, no sólo falsa sino también anticristiana.

          María, la mujer atravesada por la espada no es un signo simplemente femenino de impotencia, dolor o masoquismo. Ella es compendio de todos los varones y mujeres, de todos los humanos que reciben en su vida el signo de la cruz y que acompañan a Jesús en el dolor y la tarea redentora. En esta línea ya no existe varón dominador o victorioso ni mujer pasiva y resignada. Sólo existe el hombre nuevo que sigue a Jesucristo asumiendo su camino activo-pasivo de entrega creadora y fraternidad abierta (cf. Gál 3,28). Pues bien, como signo de ese hombre nuevo, universal, creador y reconciliado desde Cristo, nos presenta Lc 2,35 la persona de María. 

IMAGENES RELIGIOSAS: LA VIRGEN DE LA MERCED

  1. 24.9.24.MERCEDES DE MARÍA 

A principios del siglo XIII, algunos caballeros catalanes, bajo la dirección de Pedro Nolasco, se empeñaron en liberar a los cristianos cautivos, poniéndose bajo la protección y signo de la madre de Jesús. Pues bien, María misma se les muestra, fundando y promoviendo su camino redentor, como indica la tradición más antigua de sus seguidores.

Ella les dice que «siguiendo las huellas de Jesús, con obras adecuadas de misericordia, se dediquen a visitar y liberar a los cristianos que se encuentran cautivados, ofreciendo por ellos su propia vida». Nolasco pregunta: «¿quién eres tú que me aconsejas realizar tal gesto de caridad...?». Ella le responde:

Yo soy María y en mi seno, de mi purísima sangre, tomó su carne el Hijo de Dios, para reconciliación del género humano. Soy aquella a la que dijo Simeón, cuando ofrecí mi Hijo en el templo: Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel y como señal de contradicción; y a ti misma una espada te atravesará el alma[5].   

En su sobriedad, este pasaje, que la tradición medieval ha recreado y transmitido de diversas formas, nos conduce al centro del misterio mariano, tal como ha sido actualizado por la Iglesia. Tres son, a mi juicio, sus aportaciones, que ahora podemos valorar desde el trasfondo exegético indicado de Lc 2,35.

          En primer lugar, Esta revelación mariana reinterpreta el sentido de la maternidad de María, poniéndola en clave de sangre, es decir, de entrega de la vida por el Cristo (para el Cristo). El texto evangélico (Lc 1,26-38; 2,1-21; Mt 1,18-25) resulta muy sobrio y no dice nada sobre el modo biológico de la concepción virginal y el nacimiento de Jesús. Algunos exegetas han querido replantear el tema a partir de Jn 1,13, aplicando a Jesús (en forma singular) las palabras que la tradición manuscrita más extensa atribuye a los creyentes que «no han nacido ni de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón sino de Dios». Si el texto tratara de Jesús nos mostraría que ha nacido sólo desde Dios y no de la voluntad-carne de varón ni de la sangre «materna» o de las sangres uterinas de la mujer  . Sea como fuere, el texto medieval se sitúa en otra perspectiva, interpretando la sangre en un sentido más teológico y, al mismo tiempo, más antropológico.

Sangre es la expresión de la vida más profunda. Conforme a Lc 1,38, María ha engendrado humanamente a su hijo a partir de su propia palabra de consentimiento (¡genoito!), que viene a vincularse a la Palabra eterna de la generación trinitaria. Pues bien, nuestro pasaje ha traducido esa «palabra personal» como una entrega profunda o de sangre: María debe ofrecer su misma vida para el surgimiento de su Hijo Jesucristo 65.

La maternidad implica donación gratuita de la madre que, en gesto martirial fundante, debe derramar su propia sangre para el surgimiento de su hijo; es regalo, amor creador, vida que se entrega al servicio de la vida. De esa manera, ofreciendo su sangre a Jesús (por Jesús) María se presenta como mártir: su muerte personal ha comenzado en el momento en que responde a Dios y concibe a su Hijo Jesucristo. No tiene que esperar hasta el momento del Calvario. No tiene que aguardar la profecía de Simeón, el anciano. Desde el principio de su maternidad, María lleva en sus entrañas de mujer-persona el misterio de la muerte de Jesús; como una espada le clava, haciendo que su sangre brote como fuente y principio de la vida[6].

En segundo lugar, María se presenta, según esto, como Madre de Dolores. La palabra de Simeón (Lc 2,35) ha explicitado y presentado de manera universal el tema precedente. No se trata de una espada nueva, es la anterior: la herida de la concepción y maternidad continúa abierta en el seno de María a lo largo de la historia.

Camino de sangre (de espada)  fue la vida de María sobre el mundo, como se resaltaba en la piedad de aquel momento (siglos XIII-XIV): la espada se convierte en siete espadas, el dolor pasajero en sufrimiento permanente, pues María ratifica desde el cielo su actitud de entrega redentora por los hombres

El Vaticano II ha venido a recoger esta visión cuando nos habla de María como madre de amor y de dolores que sigue sufriendo y acompañando a «los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias» sobre el mundo (Sobre la Iglesia, 62).

 De esta forma se traduce, en ámbito mariano, el tema de Jesús el sacerdote, que sigue ofreciéndose ante el Padre, vestido de su sangre, hasta el final del tiempo (cf. Heb 8-10). Pues bien, asociada al sacrificio de Jesús, María se presenta a Pedro Nolasco llevando clavada en sus entrañas la espada del cautiverio de la historia.

De esta forma, el descubrimiento de la opresión del mundo se convierte en revelación del misterio de María. Al lado de Jesús, ella aparece como signo universal de dolor sobre la tierra: ha concentrado el sufrimiento de los hombres de la historia, de manera que la misma voz del juicio de Mt 25,31-46 podría aparecer de alguna forma como dicha así por ella, es decir, por María:

  • «tuve hambre, tuve sed,
  • estuve exila, fui cautiva y enferma sobre el mundo».

Enraizada en el misterio de la solidaridad cristológica, María se ha presentado en la Iglesia como portadora del sufrimiento de los pobres y cautivos. Por eso sigue derramando sangre sobre el mundo. Lleva en su alma la espada y cautiverio de la historia. Por eso no alcanza su gloria y descanso mientras siga sin cumplirse plenamente su palabra de justicia y libertad, fijada en el Magníficat (Lc 1,46-55).

Pero el texto implica un tercer rasgo: el mandato liberador de María convierte a Pedro Nolasco y a sus amigos en servidores de su amor y libertad sobre la tierra. De esta forma ha vinculado Mt 25,31-46 con el canto del Magníficat. El Magníficat era palabra de visión y profecía de la nueva humanidad que ya se cumple en Jesucristo. Allí se proclamaba la grandeza del Dios que «derriba del trono a los potentados y exalta a los humildes, que llena de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos» (Lc 1,51-53).  

          La palabra era hermosa, pero faltaba mediación concreta para realizarla. Pues bien, ahora sabemos que esa mediación fundamental es Jesucristo, con su entrega hasta la muerte, reflejada en la espada de María.

Desde ese fondo ha de entenderse la mariofanía que estamos comentando. María se presenta como madre de Merced, es decir, liberadora de cautivos. Ciertamente, está exaltada sobre el cielo y por eso, unida a Cristo, puede revelar su voluntad sobre la tierra. Pues bien, esa voluntad se expresa como voz liberadora: en nombre de Jesús, ella ha mandado a Pedro Nolasco que funde un movimiento concreto de liberación, comprometiéndose en favor de los hermanos cautivos, hasta el extremo de «entregar por ellos la propia sangre y vida», si es que fuere necesario. La espada de dolor que atraviesa el alma de María viene a presentarse de esa forma como espada creadora: ofrenda de la propia vida, en favor de los cautivos. Así se expande a todos (varones y mujeres) el signo fundante de la sangre de María.

          Esta interpretación de Lc 2,35 presenta a María como signo de humanidad y redención dentro de la Iglesia. Ella es signo de la humanidad sufriente, como centro donde vienen a expresarse y condensarse, en forma personal, materna, humana, los dolores de la historia. Pero, al mismo tiempo, es signo de acción liberadora: ha inaugurado un movimiento de servicio interhumano, dirigido hacia la plena redención de los cautivos y oprimidos sobre el mundo. Vinculando así los temas (Lc 1,46-55; 2,35) la Madre de Jesús se expresa como signo de la nueva humanidad fundada en Cristo, en solidaridad, entrega mutua, gozo y esperanza.

          La fuente de su sangre maternal se ha convertido así en señal de vida entregada a favor de los hombres; todos nosotros, varones y mujeres, podemos ofrecer nuestra existencia en gesto de amor liberador sobre la tierra. Obrando así descubriremos que María, unida a Jesús, es la primera persona realizada de la historia. No ha dado su sangre como madre-esclava sino como persona libre, dueña de sí misma, en apertura al Reino. 

NOTAS

[1] He desarrollado el tema en Orígenes de Jesús,  Sígueme, Salamanca 1976; María liberadora. Trasfondo evangélico y novedad mariana del Magnificat, en Ephemerides Mariologicae 38 (1988) 295-334; Hija de Sión. Origen y desarrollo del símbolo, EphMar 44 (1994) 9-43; Santa María de la Merced. Introducción bíblica, Subsidios 1, Roma 1995, 148-171.

[2] En este contexto pueden entenderse las palabras igualmente proféticas de Ez 14,17: «si mando la espada contra ese país, si ordeno a la espada que atraviese el país...». Es la espada de la decisión y el juicio de Dios que discurre a través del pueblo israelita, destruyendo a los perversos y salvando a un resto de hombres fieles. Pues bien, María ha venido a presentarse en Lucas (cf. 1,28 a la luz de Sof 3,14-17; Zac 9,9; Jl 2,21.27) como Hija de Sión, resumen y verdad de todo el pueblo. Por eso, ha sufrido como propia la espada de la escisión israelita. Lógicamente, esa espada del juicio (cf. Ez 14,17) que aparece en Or Sib 3,316, viene a expresarse como medio de revelación escatológica del Siervo de Yahvé (cf. Is 49,2; ApJn 1,16; 2,12.16; 19,16.51). La novedad está en que ahora ella se centra en la persona y vida de María. Ella es el “resto” de Israel que se abre a su Mesías y de esa forma condensa y actualiza la tragedia de todo su pueblo. En nombre de Israel ha dicho el «fiat» humano de la encarnación de Dios (Lc 1,38). En lugar de Israel ha de asumir y sufrir todo el dolor de esa encarnación. Junto a Jesús, el hombre (ser humano) universal, está María como signo y plenitud del pueblo israelita. Por eso, su palabra de dolor y espada viene a presentarse como fuente de esperanza: su dolencia vicaria pertenece al camino redentor de Dios; ella padece por el pueblo al que está representando, para que Dios pueda salvarle.

[3][3][3][3] El mensaje de Jesús, consolador para los pobres-humildes de este mundo, es duro y exigente para aquellos que ponían su seguridad en la experiencia y familia israelita: «¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? Os aseguro que no, sino división...» (Lc 12,51). Mt 10,34 ha interpretado esa división como una espada (makhaira y no romphaia, como en Lc 2,35, pero con sentido semejante): El mismo Cristo es la espada que corta los lazos anteriores de la vida, que deja al hombre a solas frente al Reino, en el lugar donde se pierde todo (caída) o todo se construye (elevación). En esa línea, la espada de María «sugiere las angustiosas dificultades que ella misma va a experimentar para comprender que la obediencia a la palabra de Dios está por encima incluso de los más sagrados vínculos familiares», como muestran Lc 8,21; 11,27-28.

Espada significa prueba: María comparte la suerte de Jesús que es piedra de tropiezo (y decisión), que es signo discutido, padeciendo en carne propia la escisión del Reino» (cf. J. A. Fitzmyer, Luca 1, Paideia, Brescia 1983, 262). «En la caída y levantamiento de muchos en Israel, María figurará entre el reducido número de los que se levantan, pertenecerá a ese puñado de los 120 que saldrá del ministerio como una compañía de creyentes (Hch 1,12-15). Pero esto se deberá solamente a que ella, como los demás, ha superado la prueba y ha reconocido el signo» (Cf. R. E. Brown (ed.), María en el NT, Salamanca 21986, 154).

[4]  Sobre nephesh-psyche-alma en la tradición bíblica, cf. F. Lys, Néphésh. Histoire de l'ame dans la Révélation d'Israél au sein des religions procheorientales, Paris 1959; H. W. Wolff, Antropología del AT, Salamanca 1975, 25-45;  Cf. R. Kilian, Die Verheissung  Immanuels, SBS 35, Stuttgart 1968, 37. Cf. L. Legrand, L'Annonce a Marie (Le 1,26-38), Paris 1981, 76, 106, 114, etc.  

[5] Texto latino en N. Gaver, Speculum fratrum, en G. Vázquez, Monumento ad Historiam O. de Mercede, Toledo 1928, 4-5.

[6] Defienden la interpretación cristológico-mariana de Jn 1,13, entre otros, J. Galot, Etre né de Dieu. Jean 1,13, Roma 1969; P. Hofrichter, Nicht aus Blut sondern monogen aus Gott geboren (Joh 1,13-14), Würzburg 1978; In Anfang war der «Johannesprolog», Regensburg 1986; A. V. Cernuda, «Non da sangui». In mezzo all'incarnazione di Gv 1,13-14, en Sangue e antropologia nella Liturgia IV, 2, Roma 1984, 581-604.65. Este es un tema que ha sido elaborado por la tradición teológica medieval como muestra H. Graef, María. La mariología y el culto mariano a través de la historia, Barcelona 1968, 266, 271.

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