7.10.18. Serán una sola carne: matrimonio (Mc 10, 2-9 par)
La palabra matrimonio significa etimológicamente munus o tarea de madre, al servicio de la gestación y educación de los hijos. Pero según el evangelio de Jesús el matrimonio es algo anterior: es la “matriz” o fuente común de vida donde dos personal (en general un varón y una mujer)con‒viviendo y existen co‒existiendo.
Significativamente, al referirse al matrimonio, Jesús ha puesto de relieve la fidelidad o comunión de dos personas, que son al con‒vivir, por humanidad, antes de toda ley positiva de poder de uno sobre otro (en este caso del marido).
Este evangelio plantea la gracia original del matrimonio rechazando la pregunta de poder, según ley, del fariseo: ¿Puede el hombre despedir a la mujer? (Mc 10, 2). Ésta es una pregunta patriarcal que se plantea desde el poder del hombre sobre la mujer, poder que Jesús rechaza, con palabras de la misma tradición israelita (Gen 1, 27; 2, 24-25).
Ésta era la pregunta que por entonces planteaban ciertos grupos, más interesados por resolver el tema en clave de ley, con superioridad del varón (como en ciertos lugares "cristianos" de la actualidad), que por descubrir y potenciar el principio superior de vida en comunión, en línea de fidelidad personal y de igualdad en la tarea de hacerse personas, uno al otro y en el otro.
‒‒ Los fariseos (Mc 10, 1-2) suscribían un tipo de “ley” (Dt 24, 1-3) que concede a los varones el poder de expulsar a las mujeres (divorciarse de ellas) con la condición de darles un documento (libelo) de repudio, pues para ellos el matrimonio es una relación de poder y conveniencia, no de Reino de Dios. Así defendían un tipo de patriarcalismo, aunque “moderado por ley” (la mujer tenía el derecho de exigir un documento de libertad, al ser expulsada)
‒‒ Jesús relativiza esa ley, al entenderlo como una concesión («por la dureza de vuestro corazón... »), apelando a la palabra originaria del Génesis que vincula de forma radical a los esposos, declarando que el varón no tiene poder para expulsar a su mujer según ley (ni viceversa), pues el matrimonio como toda relación radicalmente humana va más allá de toda forma de dominio de unos sobre otros (patriarcalismo) o de un tipo de ley que se impone sobre todos.
En este pasaje ofrece Jesús su palabra originaria sobre el matrimonio, oponiéndose al poder que los maridos sobre las mujeres, insistiendo en el don y tarea de la fidelidad personal dentro de su proyecto de familia mesiánica, abierta a los pobres y extendida hasta abarcar cien madres-hermanos-hijos (tema central del evangelio de Marcos en todo lo que sigue: Mc 10‒11).
Al final quedan pendientes muchos temas, que el Papa Francisco ha planteado en parte en su ministerio pastoral (y en su documento sobre la familia: Amoris Laetitia, 2016...), con escándalo y rechazo de algunos, que indica la importancia, y la belleza, la novedad y dificultad de la propuesta de Jesús.
Antes de seguir comentando el texto (a la luz de algunas cosas que he escrito sobre el tema) he de volver a recordar que Jesús no trata (en este contexto) de los hijos, que son importantes, pero vienen más tarde. El tema son los mismos esposos: la capacidad que tienen de fundar y desplegar una vida de fidelidad y unión definitiva, desde la igualdad y libertad de ambos.
Imagen 1: matrimonio judío,una puerta abierta y misteriosa, otra cerrada
Imagen 2: ante el riesgo de la ley, un anillo en el aire
Imagen 3: una palabra del papa Francisco.
Palabra central (Mc 10, 2-9), una carne
Este pasaje, enigmáticamente denso, recoge una sentencia de Jesús, reformulando el sentido de la vinculación original de los seres humanos entre sí. Unos fariseos quieren tentarle, afirmando que su proyecto de familia va en contra de la “ley” que concede a los varones el poder de “expulsar” a sus mujeres, con tal de darles un documento o “libelo” de repudio. Jesús rechaza esa concesión, apelando al principio del Génesis, donde se afirma que ambos, marido y mujer, forman una sola carne, y que su proyecto de humanización compartida es anterior a toda ley.
Y acercándose unos fariseos, para ponerlo a prueba, le preguntaron si era lícito al varón despedir a su mujer. Y respondiendo les dijo: ¿Qué os prescribió Moisés? Ellos contestaron: Moisés ordenó escribir un documento de divorcio y despedirla. Jesús les dijo: Por la dureza de vuestro corazón escribió Moisés para vosotros este mandato. Pero al principio de la creación Dios los hizo macho y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una carne. Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre (Mc 10, 2-9).
Ésta es una pregunta con trampa, para tentar a Jesús (peiradsontes auton: 10, 2).
‒‒ Si él dice que el hombre no puede expulsar a la mujer, le acusarán de oponerse a la Escritura que lo permite (cf. Dt 24, 1.3).
‒‒ Si dice que puede expulsarla le acusarán de laxista pues deja desamparada a la mujer. En el fondo está el hecho de que una parte de la tradición israelita tiende a concebir el matrimonio como un contrato de dominio: el varón adquiere a la mujer y puede repudiarla (divorciarse de ella).
Desde ese contexto, los fariseos tientan a Jesús, para mostrar que su ideal de fidelidad resulta imposible y que, además, va en contra de la Ley, que concede al esposo el poder de regular el matrimonio, situándole jerárquicamente sobre la esposa.
Está en juego un tema de hecho (¡las cosas son así!) y otro de derecho: La Ley (Deuteronomio) ha dado la autoridad al marido (no al Estado o a la Iglesia, como en tiempos posteriores), pudiendo suponerse que allí donde esa ley jerárquica se anula y el varón pierde su derecho preferencial, la unión de los esposos quiebra y queda sin apoyo. Precisamente para asentar la unidad del matrimonio, los fariseos resaltan el poder de esposo, suponiendo que la mujer ha de permanecer sometida. El tema de fondo no es el divorcio en general, sino si el varón (anêr) puede expulsar (apolysai), a la mujer (gynê), según ley o concesión del Deuteronomio (Dt 24, 1-3).
1. Una interpretación radical de la Escritura.
Los fariseos tientan a Jesús con un texto De Moisés (del Deuteronomio) y Jesús les responde con otros anteriores (Gen 1, 27 y 2, 24-25) más importantes, que vienen del mismo Dios. Jesús supera así la ley particular de Dt 24 (restrictiva, creada por la dureza de corazón de algunos), para buscar la voluntad original de Dios, en una línea cercana a la que seguirá Pablo en Rom 5 (cuando ponga la fe y la promesa universal de salvación antes del cumplimiento de la ley israelita).
Como buen hermenéutica, este Jesús de Marcos pone la palabra original de Gen 1, 27 (varón y mujer los creó) y el comentario también original de Gen 2, 24-25 (serán una sola carne) por encima de la ley particular y patriarcal de Moisés (Dt 24), recuperando el sentido de la humanidad mesiánica. Todo nos permite suponer que esta primera respuesta ha sido formulada por el mismo Jesús:
− El un plano jurídico, Jesús acepta la Ley del divorcio (Mc 10, 3-4), concedida o, mejor dicho, presupuesta por Moisés (Dt 24, 1-3), pero sólo como una concesión (¡por la dureza de vuestro corazón...! Mc 10, 5), es decir, como una norma provisional, que sirve para sancionar jurídicamente unos hechos (el divorcio es una realidad), en un contexto de poder jerárquico, donde los más fuertes (varones) pueden controlar a sus mujeres, sin que pueda darse lo contrario (aunque se exigía a los varones que dieran a las mujeres divorciadas un documento de libertad y les impedía casarse de nuevo con ellas).
Pues bien, a juicio de Jesús, incluso con sus atenuantes (documento de repudio, prohibición de nuevo matrimonio del marido anterior con la divorciada…) esa ley refleja el duro corazón de algunos varones, su deseo posesivo, su violencia y, sobre todo, va en contra de la voluntad original de Dios que se expresa en Gen 1, 27 y 2, 24-25, donde se afirma que varón y mujer son iguales y que ambos forman una “carne”, es decir, una nueva relación o realidad humana.
− Superando pues la ley “posterior” de Dt 24, Jesús apela a la fidelidad original de la alianza de Dios, que no ha rechazado a su pueblo, como prueba el texto del Génesis: «Al principio (arkhê) Dios los hizo macho y hembra... de manera que no han de ser ya dos, sino una carne» (Mc 10, 6-9). Al responder con este pasaje, uniendo dos citas bíblicas (cf. Gen 1, 27; 2, 24), él ha querido situar al ser humano en su mismo origen, esto es, en el lugar donde un varón y una mujer pueden vincularse para siempre, en igualdad (sin dominio de uno sobre otro), de manera que surge así entre los dos una sola carne.
Por encima de una ley que reprime o regula la vida en línea jerárquica (patriarcal), en perspectiva de uno (del varón), Jesús apela a la experiencia originaria y más alta de la creación de una realidad más alta, es decir, de una “carne”, una persona dual. En un plano antiguo son dos (cada uno independiente del otro). Pero en otro plano ellos son “uno”, una “carne” de amor y de vida. No se trata, pues, de una carne puramente sexual y pasajera, formada por un hombre y una mujer, sino de “una carne interpersonal” definitiva, un hombre y una mujer que se elevan de nivel al encontrarse y al unirse, pudiendo así aparecer como signo concreto de la experiencia y mensaje de los grandes profetas (cf. Tema 5) que habían vinculado el monoteísmo con la monogamia..
Jesús ha unido así dos pasajes fundamentales del principio de la Escritura, Gen 1, 27 (varón y mujer los creo) y Gen 2, 24 (de manera que no son ya dos, sino una carne), interpretando el uno desde el otro (y superando desde los dos la visión de otro pasaje: Dt 24, 1-3), conforme a una técnica exegética que podían emplear (y han empleado) en un plano formal diversos grupos judíos de su tiempo. De esa manera ha querido poner de relieve la importancia del camino de encuentro personal de dos seres humanos (varón y la mujer), antes de toda imposición de un sexo sobre el otro, y de toda ley patriarcalista que concede a los varones el derecho al divorcio, para controlar de esa manera a las mujeres.
Ésta es para Jesús una experiencia de comunión definitiva: El “hombre” que abandona a su padre a su madre (superando de esa forma su familia antigua, terminado el proceso de su crecimiento) puede crear y crea otra familia con su esposa. Interpretando así los textos antiguos, Jesús ha sido el más judío de todos los judíos, llevando hasta el final una línea exegético-religiosa que está en la raíz de la experiencia israelita, ratificando así el sentido original de la “relación” de los esposos, por encima de todo individualismo, de uno o de otro.
2. Volver a las raíces, fidelidad de Dios.
Al negar al varón el derecho de expulsar a su mujer, Jesús sitúa a los dos ante las fuentes de la creación, tal como ha sido propuesta en la Escritura (Génesis), en línea de encarnación personal (uno en el otro y con el otro). En ese sentido podemos afirmar que él redescubre y ratifica en su verdad más honda (en su proyecto mesiánico) la raíz de la Escritura Israelita: Que hombres y mujeres puedan unirse (vincularse) en igualdad y entrega mutua, para siempre, sin dominio de uno sobre el otro, creando así una realidad distinta, que antes no existía. En voz de oponerse a la tradición original judía, Jesús la retoma y vuelve a la arkhê ktiseôs (10, 6), al principio de la creación, distinguiendo, según eso, dos niveles.
‒ En el principio (Gen 1-2) está la voluntad de Dios, expresada a modo de igualdad de varón y mujer, pues ambos forman una sola carne, en el nivel de “las cosas que Dios ha unido” (Mc 10, 9), en clave de entrega mutua de la vida, y no de dominio o poder de unos sobre otros (en contra de Pedro, cf. Mc 8, 33). La fidelidad del Dios de la alianza (tal como aparece en los profetas de Israel) funda el pacto fiel del matrimonio, que puede compararse y se compara con el amor de Dios por Israel (profetas) y con la entrega mesiánica de Jesús (evangelio).
Jesús no formula aquí el fondo cristológico del tema (como hará Ef 5, 21-33), pero ese fondo está en la base de la unidad originaria del hombre y la mujer: Él se ha “entregado” a favor del Reino, en gesto de fidelidad; de un modo semejante han de entregarse varón y mujer, sin que uno pueda expulsar a la mujer (o viceversa). Por su fidelidad matrimonial, esposo y esposa pueden ser y son un signo de la fidelidad que Dios muestra hacia su pueblo (es decir, hacia la humanidad), tal como lo expresa Jesús en su mensaje de Reino. Por eso, en este contexto, podemos y debemos hablar de matrimonio por el Reino de los cielos, como supone el texto clave de Mt 19,12 cuando habla de “eunucos por el Reino de los cielos”.
‒ En contra de esa voluntad de Dios (que se es fidelidad) se alza un tipo de deseo que no es simplemente de tipo sexual, sino quizá más hondo, de búsqueda de poder (=dureza de corazón) de aquellos varones (cf. Mc 10, 5) que quieren regular por sí mismos (en casamiento y divorcio) su autoridad sobre la mujer («separando aquello que Dios ha unido»: 10, 9). Esos varones piensan al modo de los hombres, como se dice de Pedro, no al modo de Dios (cf. Mc 8, 33). Por eso, en este caso concreto, Jesús supone que algún aspecto de la Ley de Moisés es una “concesión” (un mal menor), que no responde a la voluntad original de Dios de manera que, a su juicio, el divorcio, en la línea de Moisés, es sólo un “remedio inapropiado”, una “excepción” (mientras dure el “mal” de los varones).
De esa manera, Jesús se atreve a proponer a los hombres y mujeres que se casan el mismo ideal y camino de fidelidad de Dios: Como Dios es fiel a su opción creadora (es decir, a la humanidad, al pueblo de Israel), marido y mujer han de ser fieles al amor (es decir, al compañero de vida) que ellos mismo escogen. Al casarse (es decir, al darse mutuamente una palabra de pacto), hombre y mujer aparecen como “imitadores” de Dios, representantes de su fidelidad definitiva.
Al interpretar así la Ley, Jesús choca con la exégesis normal de muchos escribas, pues declara que una parte de su Ley (que está al fondo de Dt 24, 1-3), es creación de hombres varones, y no expresión de la voluntad original de Dios, pero con eso no la destruye, sino que la confirma en su raíz. Ciertamente, la reinterpretación (y superación) de un pasaje bíblico por (con) otro forma parte de la exégesis judía, y son muchos los rabinos de su tiempo que podrían haber entendido de esa forma los pasajes evocados; pero Jesús lo ha hecho de forma radical, en línea mesiánica.
Esta interpretación bíblica de Jesús es radicalmente israelita, pero va en contra de la que ofrecen los fariseos en este pasaje (cf. Mc 10, 1-2), donde aparecen como tentadores, con su visión del divorcio. Ellos necesitan regular por ley la relación del hombre con la mujer, y así tienden a pensar, además, que entre el origen (creación) y la promulgación positiva de las leyes de Moisés existe una identidad de base. Pues bien, en contra de eso, Jesús descubre un desfase entre ambos planos, de manera que a su juicio el “judaísmo legal” (más centrado en Moisés) representa una caída respecto al origen (Génesis), donde se revela la identidad del ser humano.
‒ Según Gen 1, 27, Dios no creo al varón con poder sobre la mujer (como suponen los fariseos), sino que los creo varón y hembra (arsen kai thêly: Mc 10, 6; cf. Gen 1, 26-27). En este contexto no se puede hablar, por tanto, de un Adam/primero y de una Eva/posterior o derivada (como podría suponer el nuevo relato de la creación, en Gen 2, 5-25), sino que ambos han surgido al mismo tiempo, como seres complementarios de una humanidad dual. Conforme a este pasaje, el anêr/varón fariseo (Mc 10, 2) no puede arrogarse el poder de expulsar a la gynê/mujer, pues ambos se hallan principio en igualdad, sin que uno pueda presentarse como superior al otro. Según eso, la superioridad del varón sobre la mujer en el caso del matrimonio va en contra del relato originario de la creación en Gen 1, 27.
‒ Según Gen 2, 24, el anthropos/varón dejará al padre/madre y se unirá a su gynê/mujer y serán ambos una sola sarx o realidad humana (Mc 10, 7-8). Pasamos así de Gen 1 (texto más sacerdotal) a Gen 2 (texto más profético), donde parece que la historia empieza a contarse desde la perspectiva del varón/Adán, del que provendría la mujer/Eva), pero añadiendo, en ese mismo contexto, que, para realizarse en su verdad, el hombre/varón ha de "superar" su origen (padre/madre) y vincularse en unidad definitiva y concreta con su esposa (formando una sarx con ella). En esa línea, el mismo varón, que podría parecer anterior a la mujer, debe abandonar su origen (padre y madre), para vincularse de manera definitiva con la mujer (cf. cap. 1), conforme a una visión que ha sido retomada de forma clásica por el Cantar de los Cantares (cf. tema 6).
Ciertamente, en un plano, en una sociedad determinada, el varón puede arrogarse el derecho jurídico de expulsar a la mujer, como suponían los fariseos en Mc 10, 2, apelando a Dt 24; pero ese derecho va en contra de la intención fundamental de Dios. Al criticar de esa manera ese “derecho”, Jesús está rompiendo la espina dorsal del patriarcalismo, fundado en el dominio del varón/esposo sobre su mujer y sus hijos, no para dejar las cosas al arbitrio de cada uno, sino para poner el matrimonio en manos de la fidelidad mutua del varón y la mujer.
De esa forma, Jesús ha vinculado el matrimonio (unión de un hombre y una mujer) con la revelación del Reino de Dios, tal como se anuncia ya en el relato de la creación, donde se dice el varón debe abandonar su ventaja anterior (casa propia, padre y madre) para vincularse a su mujer (cf. Gen 2, 24 y Mc 10, 7), recorriendo así un camino mayor, para introducirse en un espacio de vida definida por la esposa.
Matrimonio y creación.
Varón y mujer forman una sarx (carne), es decir, una relación personal definitiva de un hombre y una mujer como personas. Al decir que no pueden separarse, Jesús no les encierra en una especie de “cárcel legal”, sino que les ofrece la posibilidad unirse para siempre, por opción personal, por pacto de fidelidad. En esa línea ha interpretado el matrimonio desde la fidelidad del pacto, como vinculación definitiva de Dios con los hombres y de los hombres entre sí (monoteísmo y monogamia, como habían visto los profetas cf. cap. 8). Desde ese fondo podemos insistir de nuevo en los dos niveles del matrimonio:
‒ Hay un matrimonio por ley, representado por los fariseos que ratifican el presupuesto patriarcalista de Dt 24, 1-3, que concede al varón autoridad sobre la mujer, tanto al escogerla (en contrato realizado con su padre, no con ella) como al expulsarla después, si él quiere (Mc 10, 2.4). Ese matrimonio no se instaura ni define sobre bases de unidad y vinculación personal, sino de contrato de intereses, ratificando en ese plano el dominio del varón sobre la mujer. Ciertamente, podía haber y había gran amor y gratuidad en muchísimos matrimonios de tipo judío (fariseo), pero la estructura de fondo de ese matrimonio, avalado por una ley de varones, era de tipo contractual y jerárquico (matrimonio de interés, al servicio del dominio sobre unos hijos), de manera que la mujer aparecía como posesión del marido.
‒ Matrimonio en comunión de vida.
Superando ese nivel de ley, Jesús funda el matrimonio en aquello que pudiéramos llamar la esencia originaria de la vida, que no proviene de la ley del varón, sino de la misma realidad humana, creada en dualidad de varón/mujer (Gen 1). En este contexto histórico, el varón es quien más ha de romper (debe separarse de los padres) y arriesgar (entregarse a la mujer) para formar un verdadero matrimonio, en una línea que podríamos llamar “matronímica”, pues el esposo ha de abandonar a sus padres (casa-clan) para unirse a la esposa (cf. Gen 2, 23-24). Sólo a través de la entrega mutua de varón y mujer, surge ese matrimonio, pero de tal forma que al final no debe existir matronimia (prioridad de la madre), ni patronimia (prioridad del padre), sino comunión dual fecunda, de manera que varón y mujer se vinculen gratuitamente, sin dominio de uno sobre el otro de forma que el varón no puede expulsar a la mujer cuando desea, ni casarse con ella cuando le apetezca o convenga, sino que han de actuar ambos en común, según el modelo de la alianza divina.
‒ Matrimonio de alianza, en línea de vinculación definitiva de amor de dos personas (varón y mujer) que descubren y despliegan la unidad originaria de Dios (monoteísmo) que se expresa en forma de amor personal con los hombres (monogamia). Estamos pues ante una condensación de amor de dos personas, vinculadas libremente para siempre, no para cerrarse entre ellas en egoísmo dual, sino para abrirse juntas y potenciar así un amor más hondo de las dos hacia los hijos comunes y hacia el resto de los hombres y mujeres. Éste es el esquema que he venido trazando en los capítulos anteriores: Hemos visto que el amor de Jesús (su celibato) está al servicio del Reino, de los niños y expulsados sociales, para formar así una familia más amplia (cien madre, cien hermanos, cien hijos…). Ahora descubrimos la importancia y necesidad del amor íntimo de dos (marido y mujer), no para negar el amor de Reino (hacia los niños y expulsados sociales), sino para potenciarlo. En ese sentido podemos hablar de matrimonio por el Reino de los cielos.
La razón farisea es comprensible en perspectiva histórica: el varón ha utilizado un tipo de “independencia” genética (no está “limitado” por menstruaciones o partos) y de poder físico (fuerza muscular) para controlar a la mujer, actuando así como si fuera dueño de ella. Pero la palabra de Jesús nos reconduce al principio de la “creación”, a la estructura original del ser humano, allí donde varones y mujeres emergen como iguales, y el varón ha de renunciar a su poder para unirse en paridad con su esposa. Es evidente que esa perspectiva se podría invertir y completar desde el punto de vista de la mujer, diciendo que también ella debe abandonar su posible independencia egoísta para unirse al varón, pues ambos forman una sola carne (eis sarka mian: 10, 9).
-- Matrimonio, palabra de Dios hecha carne. Esta “unidad de carne” (no de puro espíritu, ni de simple voluntad o poder) forma parte del proyecto creador de Dios, no es algo que varón y mujer puedan tomar o dejar a su antojo, sino expresión de un misterio de fidelidad (de creatividad mutua) que se materializa en forma de matrimonio “indisoluble” (es decir, duradero), como pacto de amor entre dos personas.
Jesús revela de esa forma la tarea del ser humano como exigencia de ruptura (cada uno debe superar su soledad precedente) y de fidelidad dual, entendida en clave de pacto (retomando, como he dicho, en otro plano, el tema de Abraham en Gen 12, 1-3). Ambos aparecen así como personas, cada uno responsable de sí mismo, como y mujer. Ambos crean de esa forma una “nueva realidad” que es relación de amor, carne compartida por el Reino, para el despliegue del proyecto creador de Dios.
En un sentido se podría decir que el varón pierde: ya no puede dominar a su mujer con el divorcio. Pero en sentido más profundo los dos ganan, viniendo a presentarse, de manera complementaria como iguales, iniciando un proceso de amor o fidelidad personal sin dominio de uno sobre el otro, amparados por el mismo Dios que se muestra como alianza de amor. Dios garantiza así el proceso de fidelidad, que empieza de nuevo en cada matrimonio.
Dios fundamenta la distinción de los sexos (arsen kai thêly) y de las misma personas, pero, al mismo tiempo, les conduce a un espacio más alto de comunión, en forma de matrimonio, de manera que hombre y mujer (anthropos kai gynê), o, en sentido más amplio, dos seres humanos (dos personas) se vinculan a nivel de carne (realización vital), al unirse como personas. Superando todas las posibles leyes de divorcio emerge así la experiencia bellísima y posible (siempre gratuita) de un encuentro personal permanente de un hombre y una mujer.
Una relación de fidelidad, persona a persona
Partiendo de la discusión con los fariseos (sobre Dt 24, 1-3), Jesús ha subido de nivel, ofreciendo su más honda visión de la unidad matrimonial (desde Gen 1, 27 y 2, 23-24). Éste ha sido y sigue siendo uno de los “puntos” firmes de su magisterio, uno de los momentos fundamentales de su experiencia liberadora, allí donde él ha vinculado su doctrina sobre la acogida de los expulsados (abrir la familia a los pobres) con la apertura familiar (ciento por uno en madres, hermanos e hijos) y la fidelidad personal definitiva entre un hombre y una mujer.
Ésta ha sido su novedad, quizá su mayor aportación antropológica, en una línea que otros judíos habían explorado y entrevisto (buscando un matrimonio monogámico), pero que sólo él ha llevado que sepamos a las últimas consecuencias, atreviéndose a reformular el sentido de la creación (Gen 1-2), antes del pecado (Gen 3) o, mejor dicho, por encima del pecado.
En contra de esa intención básica de Jesús (desde una mala interpretación de Pablo: Rom 5, 1 Cor 7), algunos han seguido viendo en el mismo matrimonio un resto de pecado, una especie de concesión al deseo sexual. Pues bien, para Jesús el matrimonio no es una concesión, sino una revelación de la fidelidad definitiva de Dios, porque allí donde un esposo y una esposa se vinculan en una carne (antes de toda ley), no hay pecado, sino presencia y despliegue de la creación de Dios, reino de los cielos. Éste es un elemento clave del mensaje de Jesús sobre la familia. Tanto como lo que dice, importa lo que supone e implica su palabra, que podemos condensar en varios puntos:
‒ Jesús asume una larga tradición monogámica, expresada de un modo especial en el comienzo de la Biblia, para descubrir allí la voluntad original de Dios (apo tês arkhês ktiseôs: Mc 10, 6). Por eso, siendo nuevo, su mensaje retoma lo más antiguo, el principio de la creación, que no se centra en una ley particular, ni en un pueblo distinto (Israel), sino en el valor de la humanidad en cuanto tal, expresada en forma de varón y mujer. Es evidente que Jesús ha vinculado la unión varón/mujer con la de Dios con Israel (con la humanidad). El amor único de Dios se expresa en forma de amor único entre los esposos.
‒ Este retorno al principio de la creación es la clave hermenéutica del evangelio, antes de las diferencias introducidas por la ley israelita y por la historia de los pueblos. De esa forma, el Reino de Dios, siendo lo más nuevo, es lo más antiguo, lo más originario. Por encima de los restantes temas y motivos, lo que importa es la vida humana, como pacto personal del hombre y la mujer, capaces de suscitar en su misma unión una realidad más alta definida como sarx, una misma carne. El Dios uno de la tradición, que Jesús asume en su mensaje (kyrios heis estin, Mc 12, 29) se expresa en la carne una (sarka mian, Mc 10, 8) del hombre y la mujer.
‒ Esta formulación se arraiga en la palabra originaria de la Biblia, antes del surgimiento de las razas humanas, de la Ley de Moisés y del mismo Templo de Jerusalén, con sus sacerdotes, por poner unos ejemplos. Jesús retoma así la importancia de la vida (la humanidad en cuanto tal), entendida como unión de varón-mujer. De manera significativa, él no habla aquí de hijos (como tampoco lo hace Gen 2, 2324); no dice a los hombres y mujeres que se multipliquen, que llenen el orbe de la tierra, sino que vivan en fidelidad de alianza, sin que uno tenga poder sobre el otro, formando una comunión gratuita y permanente de vida.
‒ Varón y mujer (dos personas) se re-conocen y re-crean como iguales en el matrimonio, que es valioso en sí mismo, de manera que (en principio) no está al servicio de la generación, de una “gran familia”, sino que vale en sí mismo, como institución fundante de la vida humana. Entendido así, el matrimonio no depende del patriarcado (poder del padre sobre la hija), ni del patriarcalismo del varón (que puede expulsar a la mujer), sino de la unión (amor) de los esposos.
Esta “unidad de carne” del hombre y la mujer se sitúa en la línea de la encarnación de la Palabra (cf. Jn 1, 14), no para que ellos se aíslen (y desliguen de las tareas de la vida), sino para que, siendo pareja, puedan desarrollar un amor más grande al servicio de los demás. De esa forma, el matrimonio sólo puede entenderse como alianza creadora (y nueva creación carnal/espiritual) entre un hombre y una mujer. No es algo ya hecho, de antemano (por ley o por naturaleza), sino algo que antes no existía, pero que ellos, los esposos, hacen al hacerse de manera nueva y compartida (forman una carne), que les permite ser creadores de vida, como Dios
Al servicio del Reino de los cielos
Según eso, el matrimonio no es un contrato entre el padre (que entrega a su hija) y el marido (que la adquiere y acoge), sino una alianza personal en la que ambos (hombre y mujer, dos personas) se comprometen a crear “una carne”, una historia concreta de vida, a la luz de la fidelidad de Dios. Sólo en ese contexto se puede hablar de una nueva creación, del surgimiento de una humanidad de alianza.
En un sentido externo, la respuesta de Jesús ha sido muy sobria. Estrictamente hablando, él se ha limitado a negar el poder patriarcal del varón (que podía expulsar a la mujer), para volver al comienzo de la creación, donde el esposo y esposa aparecen como iguales (hombre y mujer los creo Dios: Gen 1, 27). Pues bien, en ese contexto, al seguir diciendo que ellos forman “una sola carne” (Gen 2, 24-25), es decir, una relación personal definitiva, él ha abierto un camino que, a mi juicio, no ha sido aún suficientemente recorrido por la teología cristiana.
Esta palabra (forman una sola carne…) abre un espacio y camino radical de transformación humana. Ciertamente, como he venido destacando, Jesús no se ha sentido obligado al matrimonio, sino que ha sido célibe, al servicio de los demás, desde las prostitutas y los pobres, los eunucos y leprosos. Más aún, él ha pedido a sus seguidores que acojan y ayuden a los marginados y que abran la familia de un modo generoso (cien madres, hermanos e hijos…), exigiendo que los hijos cuiden a sus padres ancianos (cf. Mc 7, 8-13). Pues bien, desde ese fondo, él ha proclamado esta palabra radical de unidad de matrimonio, de manera que, su misma visión del Reino incluye (integra, eleva) la gracia y exigencia de fidelidad matrimonial, que capacita al hombre y a la mujer (a los esposos) para entregar su vida al servicio de los demás.
En este contexto he hablado y quiero seguir hablando de “matrimonio por el reino”, retomando un término que Jesús aplica al “celibato” de los eunucos por el Reino de los Cielos (Mt 19, 12). De esa forma, su palabra sobre la unidad de hombre y mujer, que forman una sola carne, según la Palabra de Dios, ha de entenderse como cumplimiento de la creación de Dios (Gen 1-2) y anuncio de su manifestación definitiva (Ap 21-22; cf. cap. 14). De esa forma se implican y vinculan dos “movimientos”. (a) Por un lado, la apertura de los esposos hacia los de “fuera” (enfermos, excluidos, eunucos…), en gesto de justicia radical. (b) Por otro lado su vinculación hacia “dentro”, formando así “una carne” entre dos.
Se trata de dos movimientos no sólo relacionados sino esencialmente vinculados, como la sístole y diástole del corazón. Por un lado, el amor del Reino se abre a todos, en entrega generosa. Por otro lado, al mismo tiempo, ese mismo amor de Reino, se contrae en gesto de comunión personal definitiva (matrimonio). En esa línea, la fidelidad del matrimonio no es algo simplemente separado (privadísimo), sino que forma parte de la misma expansión del Reino, que se expresa en la entrega a los pobres-excluidos y en la formación de una familia extensa que se abre a todos los hombres y mujeres (cien madres, cien hermanos…), temas que nos han ocupado en los capítulos anteriores.
(Tema desarrollado en El evangelio de Marcos, Verbo Divino, Estella 2013 y en La familia en la Biblia, Verbo Diino, Estgella 2015)