Estar desnutrido en una tierra fértil
(JCR)
Maíz, cacahuetes y yuca. Todo el mundo, invariablemente, cultiva lo mismo y de la misma manera en este rincón de la República Centroafricana. Hace pocos años una ONG italiana distribuyó semillas de arroz y desde entonces
algunas personas, no muchas, se animaron a plantarlo para variar algo su dieta. Por lo demás, es raro encontrar cualquier otro cultivo que se salga de la pauta de lo que siempre han hecho todos. En el mercado de Obo no se encuentra ni un tomate, ni una berenjena, ni siquiera una triste cebolla. Desde que llegué hace casi tres meses no he comido un solo huevo, y no será por falta de gallinas. Ningún niño toma leche, a pesar de que los Peul de esta región son experimentados pastores de vacas. Y no mencionemos las legumbres, ricas en proteínas, porque como nadie ha plantado nunca ni ha comido alubias o guisantes para qué va a tener alguien la osadía de hacer algo nuevo. Podría ser acusado por sus vecinos de arrogante e incluso de brujo.
Con tan poca variedad en la alimentación sorprende poco que en Obo, como en todo el país, se encuentre uno con infinidad de casos de raquitismo entre los niños y de enfermedades que son consecuencia de la falta de vitaminas y proteínas; en definitiva, de una alimentación poco equilibrada. Mientras escribo estas líneas en mi habitación, afuera llueve desde hace varias horas, llueve a cántaros y cuando pare saldrá el sol y hará germinar todo lo humanamente imaginable en el extraordinario suelo de este país donde el cielo descarga regularmente sus aguas nueve meses al año y su geografía está tapizada de abundantes selvas cruzadas por innumerables ríos. Aquí no estamos en el Sahel semi-desértico donde los cielos se niegan a abrirse, ni en Malaui o Zambia, países que soportan la maldición de unos suelos paupérrimos que apenas producen unos pocos tallos de plantas de maíz. En Centroáfrica –perdonen la exageración- plantas el palo de una escoba y a los dos días ya echa brotes, como si el contacto con esta tierra le hiciera morirse de ganas de producir unas papayas como melones de Alaejos.
Pienso en otros lugares similares de África que he conocido, sobre todo en el Kigezi ugandés, los dos Kivus del Este del Congo y las tierras altas kenianas cultivadas por los Kikuyus. En estas tres regiones, bendecidas también por terrenos de gran fertilidad regados constantemente, sus habitantes son consumados agricultores que trabajan de sol a sol y están orgullosos del fruto de su trabajo. En estos tres lugares he recorrido mercados en los que he comprado zanahorias, repollos, calabazas y aguacates de tamaños increíbles. Un Kikuyu, antes de partir a sus campos a las seis de la mañana dispuesto a comerse el mundo, se ha tomado su buen desayuno de alubias y maíz condimentado con cebollas y pimientos, costumbre que –por cierto- mi señora esposa aprendió de ellos durante sus años de trabajo en Kenia y que pone en práctica muy a menudo mientras se ríe de mis desayunos españoles consistentes por lo general en un café bebido de pie a toda prisa. Miras a los congoleños de los pueblos del Kivu y los ves altos y fornidos. Hasta fresas he comprado en el mercado de Kibumba, a 20 kilómetros de Goma. Te encuentras con unos niños en una escuela del Kigezi ugandés y ves que juegan lustrosos y sonrientes, creciendo felices mientras sus madres les crían con leche, carne, verduras y abundantes frutas.
Suele decir mi compañero de blog que “no hay mayor pobreza que la de la cabeza”, y lo que veo aquí sobre la deficiente alimentación de los Zande teniendo, como tienen, una tierra abundante y fertilísima, me confirma una vez más esta convicción. El aislamiento en el que siempre han vivido crea una mentalidad en la que no hay espacio para hace nada que se salga del patrón de lo que todo el mundo ha hecho siempre y de la misma manera. Cuando vives en un lugar donde no hay carreteras, ni radio, ni apenas escuelas, donde no se ve la presencia de un Estado que proporciona servicios para sus ciudadanos, y donde cada dos por tres te invade un grupo rebelde que te destruye la casa y arrambla con todo lo que tienes, terminas por agachar la cabeza y tener muy poca iniciativa. Para una persona que no ha salido nunca de su terruño y no tiene otros puntos de referencia, las cosas se hacen como siempre se han hecho y punto, sin la menor concesión a cualquier novedad que se salga del guión establecido.
Durante estos días llueve sin parar. La gente se mete en sus casas y esperan, sentados, a que escampe. Cuando sale el sol y el agua se ha asentado, caminan varios kilómetros para ir a sus campos y cosechar los cacahuetes, actividad que requiere un gran esfuerzo y que les ocupa todo el día. Por la tarde, agotados y sentados en sus casas, pasan el resto de la jornada arrancando pacientemente las semillas enfundadas en sus cáscaras, limpiándolas y poniéndolas a cocer. Una vez calientes, la madre descascarillará el preciado fruto y repartirá los cacahuetes frescos entre los niños de la casa para que llenen el estómago mientras en otra cacerola se preparan las hojas de mandioca, un plato conocido como “ngunja”, que se come –como no podría ser de otra manera- con el fufú de harina de mandioca. Se trata de un cultivo que apenas tiene valor nutricional y aporta poco aparte de llenar el estómago. Comerlo a diario como alimentación principal tiene como consecuencia un crecimiento inadecuado y defensas insuficientes ante cualquier enfermedad. Un niño mal alimentado poco podrá aprender en la escuela. Una madre con un cuerpo débil afrontará un embarazo y un parto como un gran riesgo para su salud. Las cosas podrían cambiar con una alimentación más adecuada. Pero para eso haría falta, en este caso, no una tierra mejor, sino otra mentalidad. Y cambiar las mentalidades en lugares aislados y donde nadie invierte en desarrollo llevará mucho, mucho tiempo.
Maíz, cacahuetes y yuca. Todo el mundo, invariablemente, cultiva lo mismo y de la misma manera en este rincón de la República Centroafricana. Hace pocos años una ONG italiana distribuyó semillas de arroz y desde entonces
Con tan poca variedad en la alimentación sorprende poco que en Obo, como en todo el país, se encuentre uno con infinidad de casos de raquitismo entre los niños y de enfermedades que son consecuencia de la falta de vitaminas y proteínas; en definitiva, de una alimentación poco equilibrada. Mientras escribo estas líneas en mi habitación, afuera llueve desde hace varias horas, llueve a cántaros y cuando pare saldrá el sol y hará germinar todo lo humanamente imaginable en el extraordinario suelo de este país donde el cielo descarga regularmente sus aguas nueve meses al año y su geografía está tapizada de abundantes selvas cruzadas por innumerables ríos. Aquí no estamos en el Sahel semi-desértico donde los cielos se niegan a abrirse, ni en Malaui o Zambia, países que soportan la maldición de unos suelos paupérrimos que apenas producen unos pocos tallos de plantas de maíz. En Centroáfrica –perdonen la exageración- plantas el palo de una escoba y a los dos días ya echa brotes, como si el contacto con esta tierra le hiciera morirse de ganas de producir unas papayas como melones de Alaejos.
Pienso en otros lugares similares de África que he conocido, sobre todo en el Kigezi ugandés, los dos Kivus del Este del Congo y las tierras altas kenianas cultivadas por los Kikuyus. En estas tres regiones, bendecidas también por terrenos de gran fertilidad regados constantemente, sus habitantes son consumados agricultores que trabajan de sol a sol y están orgullosos del fruto de su trabajo. En estos tres lugares he recorrido mercados en los que he comprado zanahorias, repollos, calabazas y aguacates de tamaños increíbles. Un Kikuyu, antes de partir a sus campos a las seis de la mañana dispuesto a comerse el mundo, se ha tomado su buen desayuno de alubias y maíz condimentado con cebollas y pimientos, costumbre que –por cierto- mi señora esposa aprendió de ellos durante sus años de trabajo en Kenia y que pone en práctica muy a menudo mientras se ríe de mis desayunos españoles consistentes por lo general en un café bebido de pie a toda prisa. Miras a los congoleños de los pueblos del Kivu y los ves altos y fornidos. Hasta fresas he comprado en el mercado de Kibumba, a 20 kilómetros de Goma. Te encuentras con unos niños en una escuela del Kigezi ugandés y ves que juegan lustrosos y sonrientes, creciendo felices mientras sus madres les crían con leche, carne, verduras y abundantes frutas.
Suele decir mi compañero de blog que “no hay mayor pobreza que la de la cabeza”, y lo que veo aquí sobre la deficiente alimentación de los Zande teniendo, como tienen, una tierra abundante y fertilísima, me confirma una vez más esta convicción. El aislamiento en el que siempre han vivido crea una mentalidad en la que no hay espacio para hace nada que se salga del patrón de lo que todo el mundo ha hecho siempre y de la misma manera. Cuando vives en un lugar donde no hay carreteras, ni radio, ni apenas escuelas, donde no se ve la presencia de un Estado que proporciona servicios para sus ciudadanos, y donde cada dos por tres te invade un grupo rebelde que te destruye la casa y arrambla con todo lo que tienes, terminas por agachar la cabeza y tener muy poca iniciativa. Para una persona que no ha salido nunca de su terruño y no tiene otros puntos de referencia, las cosas se hacen como siempre se han hecho y punto, sin la menor concesión a cualquier novedad que se salga del guión establecido.
Durante estos días llueve sin parar. La gente se mete en sus casas y esperan, sentados, a que escampe. Cuando sale el sol y el agua se ha asentado, caminan varios kilómetros para ir a sus campos y cosechar los cacahuetes, actividad que requiere un gran esfuerzo y que les ocupa todo el día. Por la tarde, agotados y sentados en sus casas, pasan el resto de la jornada arrancando pacientemente las semillas enfundadas en sus cáscaras, limpiándolas y poniéndolas a cocer. Una vez calientes, la madre descascarillará el preciado fruto y repartirá los cacahuetes frescos entre los niños de la casa para que llenen el estómago mientras en otra cacerola se preparan las hojas de mandioca, un plato conocido como “ngunja”, que se come –como no podría ser de otra manera- con el fufú de harina de mandioca. Se trata de un cultivo que apenas tiene valor nutricional y aporta poco aparte de llenar el estómago. Comerlo a diario como alimentación principal tiene como consecuencia un crecimiento inadecuado y defensas insuficientes ante cualquier enfermedad. Un niño mal alimentado poco podrá aprender en la escuela. Una madre con un cuerpo débil afrontará un embarazo y un parto como un gran riesgo para su salud. Las cosas podrían cambiar con una alimentación más adecuada. Pero para eso haría falta, en este caso, no una tierra mejor, sino otra mentalidad. Y cambiar las mentalidades en lugares aislados y donde nadie invierte en desarrollo llevará mucho, mucho tiempo.