Mucho monseñor para tan poco feligrés
(JCR)
“Bonjour, monseigneur!” Cuando el cura centroafricano que tengo enfrente responde a la llamada telefónica con tono de Paternóster y saluda con tanto respeto a su interlocutor me viene a la mente
preguntarle si le llaman de algún dicasterio del Vaticano. Pero no, no es ningún cardenal, ni siquiera el obispo de su diócesis, sino el vicario general de la misma, un cura joven y simpático al que saludé hace dos días en la pista de aterrizaje donde paramos siempre a repostar. Viéndole encima del remolque, con su impermeable, abriendo los bidones de combustible para ajustar la manguera, tenía poca pinta de monseñor y bastante de hijo del hombre que no ha venido a ser servido sino a servir.
Servidor de ustedes, que en sus años de estudiante de Teología, tenía el Derecho Canónico entre sus asignaturas favoritas (y el que quiera reírse, que se ría), no recuerda jamás haber leído en ninguna parte que los vicarios generales de las diócesis tengan título de monseñor. Además, los españoles, en general, solemos ser gente muy de andar por casa y la mayor parte de las veces los títulos nos la traen al pairo, y por lo que se refiere al mundo eclesiástico entras en una parroquia en España y si oyes a varios jóvenes que gritan: “Oye, Paco”, sabes que están llamando al párroco, aunque sea vicario de zona o arcipreste, que incluso lo más seguro es que los chavales ni siquiera sepan que Paco ejerce semejantes funciones. Uno, sin embargo, a base de recorrer mundo y conocer otras culturas, ha aprendido que una dosis justa de formalidades para expresar el respeto no viene mal y, por ejemplo, cuando estoy en países francófonos y me presentan a un cura, aunque sea veinteañero, les llamo siempre “mon père” y de usted, por lo menos hasta que pase el tiempo y vayamos cogiendo confianzas.
En Gulu, la diócesis en la que trabajé 18 años en el Norte de Uganda, en los años 80 teníamos sólo un monseñor que era el vicario general. Al obispo todo el mundo le llamaba “my lord” excepto yo porque me entraba la risa. El título de monseñor se lo mandaron al vicario del Vaticano y en su despacho lo tenía, escrito en latín, bien exhibido en un marco para que nadie le tosiera. Monseñor Celestino Odongo, se llamaba, aunque sus modales un tanto autoritarios le valieron entre los curas diocesanos el apodo de “Gadafi”, sin monseñor delante. Cuando “my lord”, que llevaba varios años en tratamiento de diálisis, se retiró por razones de salud, monseñor movió todos los hilos que pudo y azuzó a todo ser viviente con sotana para sentarse en la sede episcopal. Cuando nombraron obispo de Gulu a otro sacerdote, venido de fuera de la diócesis, y al llegar descubrió el pastel prescindió de sus servicios y prefirió quedarse sin vicario general hasta que se calmaran las aguas. Cuando finalmente, al cabo de diez años, nombró un nuevo vicario general, al joven cura, de nombre Mateo, empezaron a llamarle también monseñor. Así que cuando oías hablar de que “monseñor viene mañana” o que “monseñor ha dicho que le ha gustado mucho la misa de la fiesta patronal” no sabías si hablaban de Gadafi o de Mateo.
Pasados unos años al nuevo obispo le cambiaron de diócesis, Gulu se convirtió en sede metropolitana y el nuevo prelado vino con el título de arzobispo, así que ya no le llamaban “my lord” sino “your grace”, que es más solemne y es algo así como su eminencia reverendísima. El nuevo pastor, no obstante, ha sido siempre un hombre muy sencillo y cuando te llama por teléfono suele decir “buenos días, soy John Baptist”. Al cabo de un año el buen señor nombró dos vicarios de zona y cada uno de ellos recibió también el título de monseñor. Si con dos monseñores en la diócesis me hacía un lío, con cuatro era ya demasiado y renuncié a aclararme de quién hablaban cuando alguien mencionaba que “monseñor presidirá mañana la vigilia solemne” o “a monseñor le vuelven loco los espagueti a la carbonara”, aunque si se trataba de temas culinarios solía sospechar que se trataba de monseñor Sebastián, un orondo cura que pasaba sobradamente de los ciento diez kilos y al que salía más barato hacerle un traje que invitarle a cenar.
Tengo la impresión de que muchos cristianos en África ven a la Iglesia como un lugar donde funcionan los escalafones y en donde se otorgan ascensos por méritos, como si se tratara del ejército. Caí en la cuenta de esto un día que el padre Tarcisio, un veterano misionero comboniano italiano, me contó que durante el tiempo en que el general Tito Okelo fue presidente de Uganda se acercó a visitarle a la parroquia de Namukora, en la que se encontraba su pueblo natal. El viejo general compartió con el padre Tarcisio su preocupación como cristiano: “No puede ser que usted lleve aquí de párroco tantos años y aún no le hayan hecho monseñor. Si necesita una carta de recomendación dígamelo y yo mismo se la escribo. Y si es cuestión de dinero, no se preocupa que se lo paga la presidencia”. El bueno de Tarcisio se doblaba de la risa cuando me lo contaba. Gulu tiene hoy tres monseñores porque Gadafi pasó ya a mejor vida. Dos de los cuatro arciprestes se han quejado varias veces de que también ellos tienen derecho a ostentar el título. Cuando vaya la próxima vez por allí de visita preguntaré, por si acaso, cuántos monseñores hay en circulación para no meter la pata.
“Bonjour, monseigneur!” Cuando el cura centroafricano que tengo enfrente responde a la llamada telefónica con tono de Paternóster y saluda con tanto respeto a su interlocutor me viene a la mente
Servidor de ustedes, que en sus años de estudiante de Teología, tenía el Derecho Canónico entre sus asignaturas favoritas (y el que quiera reírse, que se ría), no recuerda jamás haber leído en ninguna parte que los vicarios generales de las diócesis tengan título de monseñor. Además, los españoles, en general, solemos ser gente muy de andar por casa y la mayor parte de las veces los títulos nos la traen al pairo, y por lo que se refiere al mundo eclesiástico entras en una parroquia en España y si oyes a varios jóvenes que gritan: “Oye, Paco”, sabes que están llamando al párroco, aunque sea vicario de zona o arcipreste, que incluso lo más seguro es que los chavales ni siquiera sepan que Paco ejerce semejantes funciones. Uno, sin embargo, a base de recorrer mundo y conocer otras culturas, ha aprendido que una dosis justa de formalidades para expresar el respeto no viene mal y, por ejemplo, cuando estoy en países francófonos y me presentan a un cura, aunque sea veinteañero, les llamo siempre “mon père” y de usted, por lo menos hasta que pase el tiempo y vayamos cogiendo confianzas.
En Gulu, la diócesis en la que trabajé 18 años en el Norte de Uganda, en los años 80 teníamos sólo un monseñor que era el vicario general. Al obispo todo el mundo le llamaba “my lord” excepto yo porque me entraba la risa. El título de monseñor se lo mandaron al vicario del Vaticano y en su despacho lo tenía, escrito en latín, bien exhibido en un marco para que nadie le tosiera. Monseñor Celestino Odongo, se llamaba, aunque sus modales un tanto autoritarios le valieron entre los curas diocesanos el apodo de “Gadafi”, sin monseñor delante. Cuando “my lord”, que llevaba varios años en tratamiento de diálisis, se retiró por razones de salud, monseñor movió todos los hilos que pudo y azuzó a todo ser viviente con sotana para sentarse en la sede episcopal. Cuando nombraron obispo de Gulu a otro sacerdote, venido de fuera de la diócesis, y al llegar descubrió el pastel prescindió de sus servicios y prefirió quedarse sin vicario general hasta que se calmaran las aguas. Cuando finalmente, al cabo de diez años, nombró un nuevo vicario general, al joven cura, de nombre Mateo, empezaron a llamarle también monseñor. Así que cuando oías hablar de que “monseñor viene mañana” o que “monseñor ha dicho que le ha gustado mucho la misa de la fiesta patronal” no sabías si hablaban de Gadafi o de Mateo.
Pasados unos años al nuevo obispo le cambiaron de diócesis, Gulu se convirtió en sede metropolitana y el nuevo prelado vino con el título de arzobispo, así que ya no le llamaban “my lord” sino “your grace”, que es más solemne y es algo así como su eminencia reverendísima. El nuevo pastor, no obstante, ha sido siempre un hombre muy sencillo y cuando te llama por teléfono suele decir “buenos días, soy John Baptist”. Al cabo de un año el buen señor nombró dos vicarios de zona y cada uno de ellos recibió también el título de monseñor. Si con dos monseñores en la diócesis me hacía un lío, con cuatro era ya demasiado y renuncié a aclararme de quién hablaban cuando alguien mencionaba que “monseñor presidirá mañana la vigilia solemne” o “a monseñor le vuelven loco los espagueti a la carbonara”, aunque si se trataba de temas culinarios solía sospechar que se trataba de monseñor Sebastián, un orondo cura que pasaba sobradamente de los ciento diez kilos y al que salía más barato hacerle un traje que invitarle a cenar.
Tengo la impresión de que muchos cristianos en África ven a la Iglesia como un lugar donde funcionan los escalafones y en donde se otorgan ascensos por méritos, como si se tratara del ejército. Caí en la cuenta de esto un día que el padre Tarcisio, un veterano misionero comboniano italiano, me contó que durante el tiempo en que el general Tito Okelo fue presidente de Uganda se acercó a visitarle a la parroquia de Namukora, en la que se encontraba su pueblo natal. El viejo general compartió con el padre Tarcisio su preocupación como cristiano: “No puede ser que usted lleve aquí de párroco tantos años y aún no le hayan hecho monseñor. Si necesita una carta de recomendación dígamelo y yo mismo se la escribo. Y si es cuestión de dinero, no se preocupa que se lo paga la presidencia”. El bueno de Tarcisio se doblaba de la risa cuando me lo contaba. Gulu tiene hoy tres monseñores porque Gadafi pasó ya a mejor vida. Dos de los cuatro arciprestes se han quejado varias veces de que también ellos tienen derecho a ostentar el título. Cuando vaya la próxima vez por allí de visita preguntaré, por si acaso, cuántos monseñores hay en circulación para no meter la pata.