La pascua de Cristo es nuestra pascua

Efectivamente, en él, en Jesús resucitado, está ya presente, como en germen, toda la cosecha. Por eso le reconocemos como primicia. Él es el primer fruto de la nueva humanidad. Ahora, por tanto, hay que desdoblar y actualizar lo que en él está contenido en germen. Ésa es nuestra tarea; ése es nuestro reto.

En la experiencia de Jesús la muerte no fue en ningún caso el colofón trágico de su vida. Ya lo he apuntado muchas veces. La muerte no es el final. La meta para Jesús fue la resurrección. Ahí culmina la existencia de Jesús. Porque en la resurrección es aclarado el sentido de su vida y la verdad de su mensaje. Por otra parte, también en la resurrección, ha sido desvelada la verdad del hombre, de su verdadero ser, de su verdadera dimensión. A partir de ese momento el hombre toma conciencia de que está llamado a la comunión con Dios y a la fraternidad. En ese momento ha sido erigido el «hombre nuevo», el primer hombre nuevo.

Ese hombre nuevo, constituido en Jesús resucitado, representa igualmente la meta escatológica de toda la humanidad. Quiero decir con ello que toda la humanidad está llamada a integrarse y a configurarse según la imagen y a la medida de ese hombre nuevo instaurado en Jesús. Este hombre nuevo, surgido en la resurrección, constituye la meta de todas nuestras aspiraciones y de nuestros proyectos más globales y más radicales.

Hay más. Ese hombre nuevo, del que hablamos, además de ser una meta, un proyecto, es ya una realidad consolidada. No entre nosotros, sino en Jesús, en su humanidad regenerada. Lo cual es una garantía incuestionable de que el hombre nuevo y el mundo nuevo son posibles. Incluso podríamos alargar más esta apreciación y decir que, en cierto modo, ese hombre nuevo y regenerado puede considerarse ya como una realidad para toda la humanidad y no sólo para Jesús. Porque, siguiendo el sentido de la imagen antes esbozada, Jesús es la primicia de la nueva humanidad, y en la primicia está ya contenida, al menos en germen, toda la cosecha. Esto quiere decir que en la resurrección de Jesús está ya presente la resurrección (transformación) de toda la humanidad. Resumiendo, la humanidad transformada, glorificada, renovada en Jesús es ciertamente algo nuestro, algo que nos pertenece. Este lenguaje que estoy utilizando, aparentemente contradictorio e ilógico, no es sino la expresión de ese sinsentido que conlleva cualquier reflexión sobre la escatología. Es el «ya» pero «todavía no». Ya está presente y real el hombre nuevo, pero en germen, como promesa y como reto; todavía no en su plenitud definitiva y total.

En todo caso, ese futuro escatológico que para nosotros representa la trasformación definitiva de esta humanidad nuestra, hay que entenderlo como una promesa, en la que está empeñada la palabra de Jesús. Una promesa avalada y garantizada, además, por la presencia activa del Espíritu. Reconocemos, en este sentido, que la resurrección de Jesús ha dado un sentido nuevo al futuro de la humanidad y de la historia, inyectándo un dinamismo y una eficacia irreversibles. La humanidad, en su caminar y en su progreso, cuenta con una meta, una dirección y una garantía

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