Es fundamental que entendamos la pascua, no como un hecho acabado, consumado, sino como un proyecto de cambio, como un proceso. Ésa es la palabra adecuada: proceso. Porque hay de por medio una idea dinámica, de movimiento ascendente y de desarrollo. Una idea de cambio. Lo que comenzó en Jesús, su transformación personal, hay que llevarlo adelante. La pascua acaeció primero en Jesús, pero no ha concluido en él. La historia es considerada como la plataforma sobre la cual hay que llevar a cabo todo el proceso de liberación pascual.
Esta insistencia en interpretar la pascua, no como una realidad acabada, sino como un proceso en desarrollo, encuentra un apoyo importante en la filosofía del conocido filósofo marxista alemán, Ernst Bloch, muy interesado en temas relacionados con la esperanza y con la utopía. Él llama a esa filosofía ontología del no-ser-todavía. Se trata de «una filosofía sustentada sobre un saber fundamental, cuyo objeto sea no la realidad entendida como algo acabado y cerrado sobre sí misma, sino la realidad concebida procesualmente, tendencialmente, como algo abierto y en continuo hacerse» (Tamayo).
En este sentido la pascua debe ser considerada como una realidad en desarrollo que, sólo al final de los tiempos, se manifestará en su ser completo y real, en su plenitud.
He utilizado la palabra liberación. Porque el proceso de transformación regeneradora puede entenderse también en términos de liberación. Al hablar de liberación me refiero al conjunto de traumas congénitos que nos condicionan a los hombres, tanto a nivel personal como a nivel colectivo, y que con frecuencia dificultan o bloquean nuestras posibilidades de desarrollo. El conjunto de esos traumas se caracteriza por la tendencia imparable, fruto de nuestros egoísmos, a crear rupturas y tensiones entre nosotros, a provocar violencias y situaciones injustas e insolidarias, a dejarnos llevar por egoísmos personales o colectivos, etc. Todo este cúmulo de tendencias conduce inexorablemente al caos, a toda clase de rupturas y enfrentamientos, al desorden más radical, a la incoherencia, a la disolución y a la mentira.
Frente a esta lacra se yergue la propuesta cristiana de una humanidad nueva caracterizada por el afán de reconciliar y unificar lo disperso, de convertir el caos en un cosmos armónico y coherente.
Frente al abuso y permanente despojo de los bienes naturales la propuesta cristiana ofrece un programa de acercamiento y respeto de la naturaleza, a una actitud de enriquecimiento y promoción de los bienes que la naturaleza nos brinda gratuitamente. Siempre permanecen en la conciencia de los creyentes, como una consigna iluminadora, las palabras que se repiten como un sonsonete en el primer capítulo del Génesis: «Y vio Dios que era bueno». Toda la creación es buena y enriquecedora. Sólo la codicia del hombre y su afán de explotación destructora, ha sido capaz de provocar tensiones y rupturas entre la naturaleza y el hombre. En el proyecto cristiano, surgido de la resurrección, en el que
se anuncia la futura «creación nueva», el «cielo nuevo» y la «tierra nueva», se abre un horizonte prometedor de reconciliación del hombre con el universo.
Reconciliación también del hombre consigo mismo. Aparece aquí el gran trauma que arruina a la persona humana: el desajuste entre lo que uno es y lo que aparenta, entre lo que uno dice y lo que piensa, entre lo que promete y lo que cumple, entre lo que cree y lo que practica, etc. Visto el hombre desde este ángulo ofrece una imagen de absoluta incoherencia, de absoluta deslealtad. El hombre se convierte en una gran mentira. De este modo, la persona humana aparece completamente rota, carente de solidez y de espesura. Frente a esta escandalosa lacra, la imagen del hombre nuevo se perfila como un proyecto de coherencia y de lealtad del hombre consigo mismo. Frente al hombre roto aquí se ofrece la imagen del hombre de una sola pieza, cabal, leal con su propia conciencia. Frente al hombre sumido en el caos interior surge aquí el hombre íntegro, reconciliado consigo mismo. Frente al hombre mentira, surge el hombre verdad.
Frente a los egoísmos insolidarios y frente a las injusticias colectivas, el hombre nuevo está abierto a la fraternidad y al encuentro comunitario. El proceso pascual embarca al creyente en una aventura difícil y complicada con el intento de reconciliar y recomponer todo lo disperso, todo lo que ha sido roto y fragmentado. El proceso pascual intenta reconducir al hombre a su proyecto inicial de construir la unidad a toda costa. Esa fue la meta original, la meta primitiva, inscrita por Dios como una ley ancestral en el corazón del hombre. Sólo los egoísmos individuales y colectivos desdibujaron esa tendencia innata a la unidad, y donde hubiera debido reinar la unidad solidaria se instalaron la disolución y el caos. Ahora el proceso pascual impulsa a los creyentes a construir la unidad fraterna en todos los frentes, a estrechar vínculos de comunión y de solidaridad, a compartir los bienes de la tierra respetando las exigencias de la justicia. Donde antes había enemigos ahora han aparecido hermanos y amigos; donde antes había contrincantes, ahora hay gente solidaria; donde antes había violencia, ahora se han construido la paz y el amor.
Esta es la meta escatológica del hombre nuevo surgido en la resurrección. Esta es la gran utopía del reino.
Queda el último nivel de este proceso progresivo de reconciliación, de superación de traumas. A mi juicio es el más importante, el más radical, el más hondo. Me refiero a la liberación del pecado y a la recuperación de la comunión con Dios. El pecado representó para el hombre una fractura, una ruptura de comunión con Dios, un alejamiento. Por el contrario, el hombre nuevo es, sobre todo, el hombre en comunión con el Padre, el hombre reconciliado e incorporado a la amistad con Dios, el hombre transfigurado y convertido en hijo de Dios.
Finalmente, me parece importante asegurar que el nivel fontal y básico, en el que se apoya todo ese proyecto reconciliador, es la reconciliación con Dios, la recuperación de la amistad con el Padre. No en vano, por encima de todo, el contenido fundamental del mensaje de Jesús se centra en habernos hecho descubrir que Dios es nuestro Padre y que todos nosotros somos hermanos.