Cardenal Ottaviani, panadero e inquisidor
Sin entrar en Piazza San Pietro, me cobijé recorriendo el brazo izquierdo de la columnata del Bernini. Lloviznaba aquel 3 de febrero. En la recóndita Piazza del Sant'Uffizio surge, imponente, el renancentista Palazzo del Sant'Uffizio. En frente, el convento de los Agustinos.
Un amplísimo portón coronado por un balcón del seicento. Unas anchas escaleras de granito que conducen a la “loggia” que circunda el claustro medieval. Sandro, el conserje, me deja a merced de monseñor Agustoni, quien me trata de colega. Sin llamar, me introduce en un despacho no muy amplio, unos 30 m2.
¡Arriba España”. Su voz es fuerte, segura, amigable. Me sonríe con la mirada algo perdida. Luego aprenderé que está casi ciego. Su ceguera no le impedirá un minucioso y delicado trabajo en el departamento más sensible del Vaticano. Tampoco le privará del trato directo con cada uno de sus colaboradores. Nos llamará por nuestros nombres. Nos individuará por sola la respiración, al cruzarnos en pasillos y despachos. Prescindirá de intermediarios. Tiene al alcance de su mano una batería de botones. Corresponden al teléfono interno de cada oficial, unos treinta en total. Muchas veces , durante los 18 meses siguientes, me llamará al 4881. Le traduciré del español o portugués. Con sencillez, me pedirá consejo sobre los nihil obstat a candidatos al obispado y sobre problemas diversos, a veces muy delicados, gozosos o vergonzosos.
En más de una ocasión Ottaviani se definió como el “carabiniere della Chiesa”. Lo fue desde su cuartel inquisitorial durante 33 años. Pío XI, en 1935, le confió la ortodoxia ante la “desviación” modernista y el avance del ateísmo marxista. Primero como “asesor”, el segundo de abordo. Luego, como máximo responsable del “Supremo Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición”. Más tarde se llamaría simplemente “Santo Oficio”. El Concilio Vaticano II dulcificaría el nombre: “Sagrada Congregación para la Doctrina del la Fe”. Habia sido “asesor” de la Secretaría Papal con el Papa Ratti. Pío XII temía a Ottaviani, al tiempo que lo consideraba el bastión de la Iglesia. Se conocían de antaño. Habían nacido en la misma calle del Trastevere, la via Vascellari. Pacelli, algunos años antes, de “buena familia”. Ottaviani, el penúltimo de doce hermanos, tuvo como padre a un humilde panadero. Su madre, en horas libres, confeccionaba sobres por encargo. Sus hermanos no pasaron de la escuela primaria. Ottaviani estaba orgulloso de sus orígenes.
Don Plácido Fernández, el Rector del Colegio Español, fue enigmático. En el comedor del Altemps, se me acercó: “Monseñor Parente quiere verte. Es el asesor del Santo Oficio, el segundo de Ottaviani”. Fui al Palazzo. “El Concilio quiere internacionalizar la Curia. Hemos pensado en ti. Tu prelado, el Cardenal Quiroga, ya dió su asentimiento. Por cierto, hace de ti un panegírico. El Cardenal desea verte una vez que hayas defendido tu tesis bíblica. Te daremos el grado máximo en el escalafón: aiutante di studio. Aceptas?” Elogió a Jozef Tomko, el Capo Ufficio de la Sección Doctrinal a la que yo sería adscrito con otros seis nuevos fichajes de cuatro continentes.
Ahora, yo estaba delante del gran Ottaviani, el máximo inquisidor moderno, el terror de teólogos, el coco y la criba de obispos, el mentor de dos Papas, el político instigador del “Pacto de Letran” que en 1929 cerró los 60 años de desencuentro con la República Italiana, el único firme canditato al Papado de la facción perdedora en el Cónclave que prefirió a Roncalli, el elocuente orador en el Concilio, el canonista autor del texto “Derecho Público Eclesiástico” estudiado en casi todos los seminarios. Su presencia, su atuendo, su conversación, nada lo distinguia de un cura bonachón, amable, sin distintivos pontificales. Botones rojos en su sotana.
“Arriba España”. Poco más sabía de español. Y me habló de política. Admiraba a Franco, era entusiasta de nuestro nacionalcatolicismo. Había visitado España. Recordaba con ternura al Cardenal Segura, maltratado por los rojos. “España es la reserva de la Iglesia. No como otros países, por ejemplo, Holanda”. Me entregó una carta sellada y lacrada. “Es tu nombramiento pontificio”, me dijo. “Debes entregársela en mano al Cardenal Fernando Quiroga. Te esperamos dentro de este mes de febrero”. Me despedí.
Pocos saben que Ottaviani, desde siempre, tenía otras ocupaciones, otras pasiones, al margen de su función de cancerbero de la Iglesia. El “Pontificio Oratorio di San Pietro” fue la niña de sus ojos durante toda su vida. Se trataba de un Colegio para niños del Trastevere romano, con sede en un anexo del Palazzo del Sant'Uffizio. A su Oratorio dedicaba los fines de semana y sus horas de asueto. Hacia esa institución desviaba buena parte de las rentas del importante patrimonio del Santo Oficio que el Cardenal administraba sin trabas. El Oratorio estuvo presente en las negociaciones con el gobierno de Mussolini. En efecto, fue Ottaviani quien sugirió que el Palazzo del Sant'Uffizio no fuera formalmente incluido en la Ciudad Estado del Vaticano, no obstante estar dentro de sus muros. Los Pactos Lateranenses califican el Palazzo del Sant' Uffizio como extraterritorial, lo mismo que las tres basílicas mayores y la residencia de Castel Gandolfo. ¿El motivo? Ottaviani alertó al Cardenal Gasparri, plenipotenciario del Papa, sobre un eventual peligro para la educación de los niños trastiberinos. La nueva República Italiana, ahora reconocida, podría dificultar o prohibir el acceso al nuevo Estado de la Ciudad del Vaticano. Eso no sucedería si el Palazzo era meramente extraterritorial, por analogía con los otros inmuebles homónimos.
Un mes después de la mentada entrevista, volví a Roma y me establecí en el Ponticio Colegio Español, el Palazzo Altemps, de Via Sant'Apolinare 8. No por mucho tiempo, porque el Cardenal pensó en mi y me animó a aceptar un apartamento propiedad del Santo Oficio, sito en Via di Pietro Venturi, por una renta testimonial. No sólo. Apenas un mes después, me llamó. “Deberás echar raíces en Roma y tener un automóvil como la mayor parte de tus compañeros”. Cuando le dije lo que él se esperaba, me sorprendiò paternalmente: “no importa, vete de mi parte a monseñor Masci (era el administrador, maestro di casa, así era llamado) y que te dé cuanto necesites para comprarte un buen auto. Devolverás lo prestado cuando puedas y como quieras”. Dos semanas después, tomaba mis primeras vacaciones veraniegas con mi flamante Volkswagen 1600.
Ése era Alfredo Ottaviani. No sólo el martillo de heterodoxos, reales o supuestos. Estaba seguro de todo. Los dogmas eran indiscutibles, sin matizaciones. Concebía a la Iglesia como una pirámide jerárquica, bien trabada, sociedad perfecta, con poderes divinos. El Primado romano tenía poderes absolutos y prevalentes. Además, era infalible. Así lo había instituido Jesús de Nazaret. Lo vivía, lo había enseñado en el Ateneo Lateranense y lo había escrito en su libro. Era doctor en Derecho Eclesiástico. ¿Teología?, la del Denzinger. Quien obedece no se equivoca. Mandaban los Concilios de casi dos milenios, el dogma, que por eso es dogma. No podía admitir de buen grado el revisionismo del Vaticano II. Se consideraba un importante órgano del Primado, del Papado. Su responsabilidad le había llevado a deliberar sobre la posible deposición del Papa Roncalli, en base a doctrina de teólogos salmantinos. A su entender, Roncalli rozaba la heterodoxia. Y su Iglesia necesitaba una cabeza sana que encarnara el Primado diseñado por el Vaticano I. Sufría con los cambios que él no lograba detener. Era autenticamente espiritual. De una pieza.
Despues de medio año en via Pietro Venturi, Ottaviani me ofreció un apartamento dentro del mismo Palazzo, 1ª planta. Acepté. Él residía dos plantas más arriba. Ottaviani tenía por costumbre rezar el Breviario paseando por la terraza del Palazzo, ático, quinta planta. No leía, sabía el oficio de memoria. Lo recitaba en voz alta, siempre con algún oficial. Me llamaba algunas veces, cuando los habituales Casazza o Agustoni no podían acompañarlo. Jamás vi a Ottaviani enfadado. Jamás me regañó. Y creo que lo merecí más de una vez.
Pablo VI, aconsejado por nuevos banqueros -léase Marcinkus-, decidió unificar las diversas Administraciones de la Santa Sede. Ello significaba suprimir la autonomía económica del Santo Oficio. También la de otros dicasterios. No la de Propaganda Fide. Conocí la decepción de Ottaviani. Resultó infructuosa una especial audiencia con el Papa para que desistiera de ese propósito. En una conversación con pocos oficiales, Ottaviani manifestó su profunda preocupación por el Oratorio di San Pietro y también por tener que prescindir de secretas inconfesables ayudas económicas.
Algunas de estas ayudas eran hurtadas al mismo Papa. No era por el Papa personalmente. Era por los adláteres que podrían conocer y difundir lo que debe ocultarse a toda costa. Un secreto deja de serlo cuando se sale de dos. Eclesiásticos degenerados, algunos de altísimo rango, en vías de recuperación, enclaustrados por sus delitos, o castigados con remoción de cargo y de lugar. Compensaciones económicas por reales abusos sexuales, o de otra índole, celados a la opinión pública. Seguimiento, patrocinio y colaboración con el partido demócrata cristiano de Don Sturzo. Identificación, marginación y persecución de los comunistas, enemigos de la Iglesia.
Pude verlos casualmente. El armario no estaba cerrado. Dentro había cientos de carpetas desordenadas con miles de fichas. Pregunté a un veterano colega. “Son las fichas de militantes comunistas del Partido de Togliati. Debemos bajarlas al Archivo”. Eran los años del bipartidismo italiano. Los comunistas pisaban los talones a los demócratacristianos. Éstos buscaban el apoyo del Vaticano. Sin ese apoyo hubieran perdido. La cruzada jesuítica, impulsada por Pio XII, había declinado. Pero el Decreto de 1949, redactado por Ottaviani, seguía vigente. El Comunismo era perverso y condenable. Excomunión automática a los católicos que se afiliaran o colaboraran. Ottaviani no podía, no quería, aflojar.
Pero Ottaviani tuvo que tolerar, más que aceptar, el Concilio Vaticano II. También vi los voluminosos “esquemas” elaborados en el Santo Oficio bajo los auspicios y la ideología del Santo Oficio. Estaban a punto para ser propuestos a los Padres Conciliares. Convencido como estaba de su ortodoxia y de su oportunidad, el Cardenal esperaba su consecuente aprobación. Todos sabemos lo sucedido. Desde el primer día, tras el discurso del Cardenal francés Liénart, el Concilio derivó en motín contra la Curia personificada en Ottaviani. Fue abucheado, pitado. Se calló, pero no cedió. Sólo le quedó la sensación de que el Concilio se había equivocado. La doctrina conciliarista del siglo XV ya había sido definitivamente abolida por Pío IX y su Vaticano I. La Iglesia era una, romana, dogmática, divina, y semper idem.
Pablo VI decidió desembarazarse de Ottaviani. Sabía que Ottaviani no ejecutaría el Concilio sin una dura lucha cotidiana. Montini ideó la jubilación forzosa generalizada a los 75 años, 80 años para entrar en el Cónclave. Se comentaba entre nosotros. El Papa hamlético resolvió un problema particular con una norma general. Ottaviani, 78 años, dimitió. Sobreviviría 11 años a su defenestración. Seguí de vecino suyo en el Palazzo durante otros siete años. Asistía a las reuniones de los miércoles como miembro de la Plenaria. Seguro de sí mismo, fiel a sus convicciones, a sus amigos, a sus muchachos del Oratorio, a su Iglesia. Desaparecido Montini, Ottaviani sin mando, un nuevo Papa integrista llegó de la Polonia resistente y martirizada. El Concilio es frenado por la Curia, la fiel poderosa hija de Ottaviani. Seper, su sucesor, un croata débil e inexperto, se encoge de hombros o se deja enredar por los neocons. Y viene Ratzinger quien hace bueno a Ottaviani, mi superior, mi amigo.
Nota aclaratoria.- Este artículo fue publicado en enero 2010 y colgado en varios portales. Algunos lectores, conocedores de su existencia, lo echaron de menos en mi blog y me lo piden. Lo reproduzco ahora con el fin de facilitar el acceso al mismo.
Un amplísimo portón coronado por un balcón del seicento. Unas anchas escaleras de granito que conducen a la “loggia” que circunda el claustro medieval. Sandro, el conserje, me deja a merced de monseñor Agustoni, quien me trata de colega. Sin llamar, me introduce en un despacho no muy amplio, unos 30 m2.
¡Arriba España”. Su voz es fuerte, segura, amigable. Me sonríe con la mirada algo perdida. Luego aprenderé que está casi ciego. Su ceguera no le impedirá un minucioso y delicado trabajo en el departamento más sensible del Vaticano. Tampoco le privará del trato directo con cada uno de sus colaboradores. Nos llamará por nuestros nombres. Nos individuará por sola la respiración, al cruzarnos en pasillos y despachos. Prescindirá de intermediarios. Tiene al alcance de su mano una batería de botones. Corresponden al teléfono interno de cada oficial, unos treinta en total. Muchas veces , durante los 18 meses siguientes, me llamará al 4881. Le traduciré del español o portugués. Con sencillez, me pedirá consejo sobre los nihil obstat a candidatos al obispado y sobre problemas diversos, a veces muy delicados, gozosos o vergonzosos.
En más de una ocasión Ottaviani se definió como el “carabiniere della Chiesa”. Lo fue desde su cuartel inquisitorial durante 33 años. Pío XI, en 1935, le confió la ortodoxia ante la “desviación” modernista y el avance del ateísmo marxista. Primero como “asesor”, el segundo de abordo. Luego, como máximo responsable del “Supremo Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición”. Más tarde se llamaría simplemente “Santo Oficio”. El Concilio Vaticano II dulcificaría el nombre: “Sagrada Congregación para la Doctrina del la Fe”. Habia sido “asesor” de la Secretaría Papal con el Papa Ratti. Pío XII temía a Ottaviani, al tiempo que lo consideraba el bastión de la Iglesia. Se conocían de antaño. Habían nacido en la misma calle del Trastevere, la via Vascellari. Pacelli, algunos años antes, de “buena familia”. Ottaviani, el penúltimo de doce hermanos, tuvo como padre a un humilde panadero. Su madre, en horas libres, confeccionaba sobres por encargo. Sus hermanos no pasaron de la escuela primaria. Ottaviani estaba orgulloso de sus orígenes.
Don Plácido Fernández, el Rector del Colegio Español, fue enigmático. En el comedor del Altemps, se me acercó: “Monseñor Parente quiere verte. Es el asesor del Santo Oficio, el segundo de Ottaviani”. Fui al Palazzo. “El Concilio quiere internacionalizar la Curia. Hemos pensado en ti. Tu prelado, el Cardenal Quiroga, ya dió su asentimiento. Por cierto, hace de ti un panegírico. El Cardenal desea verte una vez que hayas defendido tu tesis bíblica. Te daremos el grado máximo en el escalafón: aiutante di studio. Aceptas?” Elogió a Jozef Tomko, el Capo Ufficio de la Sección Doctrinal a la que yo sería adscrito con otros seis nuevos fichajes de cuatro continentes.
Ahora, yo estaba delante del gran Ottaviani, el máximo inquisidor moderno, el terror de teólogos, el coco y la criba de obispos, el mentor de dos Papas, el político instigador del “Pacto de Letran” que en 1929 cerró los 60 años de desencuentro con la República Italiana, el único firme canditato al Papado de la facción perdedora en el Cónclave que prefirió a Roncalli, el elocuente orador en el Concilio, el canonista autor del texto “Derecho Público Eclesiástico” estudiado en casi todos los seminarios. Su presencia, su atuendo, su conversación, nada lo distinguia de un cura bonachón, amable, sin distintivos pontificales. Botones rojos en su sotana.
“Arriba España”. Poco más sabía de español. Y me habló de política. Admiraba a Franco, era entusiasta de nuestro nacionalcatolicismo. Había visitado España. Recordaba con ternura al Cardenal Segura, maltratado por los rojos. “España es la reserva de la Iglesia. No como otros países, por ejemplo, Holanda”. Me entregó una carta sellada y lacrada. “Es tu nombramiento pontificio”, me dijo. “Debes entregársela en mano al Cardenal Fernando Quiroga. Te esperamos dentro de este mes de febrero”. Me despedí.
Pocos saben que Ottaviani, desde siempre, tenía otras ocupaciones, otras pasiones, al margen de su función de cancerbero de la Iglesia. El “Pontificio Oratorio di San Pietro” fue la niña de sus ojos durante toda su vida. Se trataba de un Colegio para niños del Trastevere romano, con sede en un anexo del Palazzo del Sant'Uffizio. A su Oratorio dedicaba los fines de semana y sus horas de asueto. Hacia esa institución desviaba buena parte de las rentas del importante patrimonio del Santo Oficio que el Cardenal administraba sin trabas. El Oratorio estuvo presente en las negociaciones con el gobierno de Mussolini. En efecto, fue Ottaviani quien sugirió que el Palazzo del Sant'Uffizio no fuera formalmente incluido en la Ciudad Estado del Vaticano, no obstante estar dentro de sus muros. Los Pactos Lateranenses califican el Palazzo del Sant' Uffizio como extraterritorial, lo mismo que las tres basílicas mayores y la residencia de Castel Gandolfo. ¿El motivo? Ottaviani alertó al Cardenal Gasparri, plenipotenciario del Papa, sobre un eventual peligro para la educación de los niños trastiberinos. La nueva República Italiana, ahora reconocida, podría dificultar o prohibir el acceso al nuevo Estado de la Ciudad del Vaticano. Eso no sucedería si el Palazzo era meramente extraterritorial, por analogía con los otros inmuebles homónimos.
Un mes después de la mentada entrevista, volví a Roma y me establecí en el Ponticio Colegio Español, el Palazzo Altemps, de Via Sant'Apolinare 8. No por mucho tiempo, porque el Cardenal pensó en mi y me animó a aceptar un apartamento propiedad del Santo Oficio, sito en Via di Pietro Venturi, por una renta testimonial. No sólo. Apenas un mes después, me llamó. “Deberás echar raíces en Roma y tener un automóvil como la mayor parte de tus compañeros”. Cuando le dije lo que él se esperaba, me sorprendiò paternalmente: “no importa, vete de mi parte a monseñor Masci (era el administrador, maestro di casa, así era llamado) y que te dé cuanto necesites para comprarte un buen auto. Devolverás lo prestado cuando puedas y como quieras”. Dos semanas después, tomaba mis primeras vacaciones veraniegas con mi flamante Volkswagen 1600.
Ése era Alfredo Ottaviani. No sólo el martillo de heterodoxos, reales o supuestos. Estaba seguro de todo. Los dogmas eran indiscutibles, sin matizaciones. Concebía a la Iglesia como una pirámide jerárquica, bien trabada, sociedad perfecta, con poderes divinos. El Primado romano tenía poderes absolutos y prevalentes. Además, era infalible. Así lo había instituido Jesús de Nazaret. Lo vivía, lo había enseñado en el Ateneo Lateranense y lo había escrito en su libro. Era doctor en Derecho Eclesiástico. ¿Teología?, la del Denzinger. Quien obedece no se equivoca. Mandaban los Concilios de casi dos milenios, el dogma, que por eso es dogma. No podía admitir de buen grado el revisionismo del Vaticano II. Se consideraba un importante órgano del Primado, del Papado. Su responsabilidad le había llevado a deliberar sobre la posible deposición del Papa Roncalli, en base a doctrina de teólogos salmantinos. A su entender, Roncalli rozaba la heterodoxia. Y su Iglesia necesitaba una cabeza sana que encarnara el Primado diseñado por el Vaticano I. Sufría con los cambios que él no lograba detener. Era autenticamente espiritual. De una pieza.
Despues de medio año en via Pietro Venturi, Ottaviani me ofreció un apartamento dentro del mismo Palazzo, 1ª planta. Acepté. Él residía dos plantas más arriba. Ottaviani tenía por costumbre rezar el Breviario paseando por la terraza del Palazzo, ático, quinta planta. No leía, sabía el oficio de memoria. Lo recitaba en voz alta, siempre con algún oficial. Me llamaba algunas veces, cuando los habituales Casazza o Agustoni no podían acompañarlo. Jamás vi a Ottaviani enfadado. Jamás me regañó. Y creo que lo merecí más de una vez.
Pablo VI, aconsejado por nuevos banqueros -léase Marcinkus-, decidió unificar las diversas Administraciones de la Santa Sede. Ello significaba suprimir la autonomía económica del Santo Oficio. También la de otros dicasterios. No la de Propaganda Fide. Conocí la decepción de Ottaviani. Resultó infructuosa una especial audiencia con el Papa para que desistiera de ese propósito. En una conversación con pocos oficiales, Ottaviani manifestó su profunda preocupación por el Oratorio di San Pietro y también por tener que prescindir de secretas inconfesables ayudas económicas.
Algunas de estas ayudas eran hurtadas al mismo Papa. No era por el Papa personalmente. Era por los adláteres que podrían conocer y difundir lo que debe ocultarse a toda costa. Un secreto deja de serlo cuando se sale de dos. Eclesiásticos degenerados, algunos de altísimo rango, en vías de recuperación, enclaustrados por sus delitos, o castigados con remoción de cargo y de lugar. Compensaciones económicas por reales abusos sexuales, o de otra índole, celados a la opinión pública. Seguimiento, patrocinio y colaboración con el partido demócrata cristiano de Don Sturzo. Identificación, marginación y persecución de los comunistas, enemigos de la Iglesia.
Pude verlos casualmente. El armario no estaba cerrado. Dentro había cientos de carpetas desordenadas con miles de fichas. Pregunté a un veterano colega. “Son las fichas de militantes comunistas del Partido de Togliati. Debemos bajarlas al Archivo”. Eran los años del bipartidismo italiano. Los comunistas pisaban los talones a los demócratacristianos. Éstos buscaban el apoyo del Vaticano. Sin ese apoyo hubieran perdido. La cruzada jesuítica, impulsada por Pio XII, había declinado. Pero el Decreto de 1949, redactado por Ottaviani, seguía vigente. El Comunismo era perverso y condenable. Excomunión automática a los católicos que se afiliaran o colaboraran. Ottaviani no podía, no quería, aflojar.
Pero Ottaviani tuvo que tolerar, más que aceptar, el Concilio Vaticano II. También vi los voluminosos “esquemas” elaborados en el Santo Oficio bajo los auspicios y la ideología del Santo Oficio. Estaban a punto para ser propuestos a los Padres Conciliares. Convencido como estaba de su ortodoxia y de su oportunidad, el Cardenal esperaba su consecuente aprobación. Todos sabemos lo sucedido. Desde el primer día, tras el discurso del Cardenal francés Liénart, el Concilio derivó en motín contra la Curia personificada en Ottaviani. Fue abucheado, pitado. Se calló, pero no cedió. Sólo le quedó la sensación de que el Concilio se había equivocado. La doctrina conciliarista del siglo XV ya había sido definitivamente abolida por Pío IX y su Vaticano I. La Iglesia era una, romana, dogmática, divina, y semper idem.
Pablo VI decidió desembarazarse de Ottaviani. Sabía que Ottaviani no ejecutaría el Concilio sin una dura lucha cotidiana. Montini ideó la jubilación forzosa generalizada a los 75 años, 80 años para entrar en el Cónclave. Se comentaba entre nosotros. El Papa hamlético resolvió un problema particular con una norma general. Ottaviani, 78 años, dimitió. Sobreviviría 11 años a su defenestración. Seguí de vecino suyo en el Palazzo durante otros siete años. Asistía a las reuniones de los miércoles como miembro de la Plenaria. Seguro de sí mismo, fiel a sus convicciones, a sus amigos, a sus muchachos del Oratorio, a su Iglesia. Desaparecido Montini, Ottaviani sin mando, un nuevo Papa integrista llegó de la Polonia resistente y martirizada. El Concilio es frenado por la Curia, la fiel poderosa hija de Ottaviani. Seper, su sucesor, un croata débil e inexperto, se encoge de hombros o se deja enredar por los neocons. Y viene Ratzinger quien hace bueno a Ottaviani, mi superior, mi amigo.
Nota aclaratoria.- Este artículo fue publicado en enero 2010 y colgado en varios portales. Algunos lectores, conocedores de su existencia, lo echaron de menos en mi blog y me lo piden. Lo reproduzco ahora con el fin de facilitar el acceso al mismo.