Loba devoradora de sus cachorros
Espeluznante historia de una familia "bien"
(Cambiados datos identificativos)
A la tercera, la vencida. Tres suicidios. Sobre la mesilla, un tubo con cuatro pastillas. Había añadido una más. Exhibición a la desesperada. Traslado al hospital. Lavado de vísceras. Esta vez no resultó. Los “hijos” lloraron su muerte “natural”. Un funeral cristiano, emotivo. Subido al púlpito, un hijo pronunció un delicioso poema. La madre, la única, la que lo llevó en su seno, la cariñosa, la mártir. Los asistentes conteníamos la respiración. Algunos sollozaban. El féretro descansará sobre las cenizas de su esposo. Había muerto de infarto sólo dos años antes, diez después del divorcio, presumiblemente víctima del maltrato de su esposa. Fin de una tragedia. ¿Disimulada, ignorada, preterida?
Primeros meses de profesión. Éramos pocos los abogados matrimonialistas. Sólo los tribunales eclesiásticos podían romper una unión desgraciada o indeseada. En proyecto, la ley del divorcio civil.
Mi secretaria conocía y trataba la familia Andreu. Él, un reputado médico, políticamente muy activo. Ella, profesora de idiomas, dominaba varios. Guapa, elegante, admirable don de gentes, vasta cultura. Sonia les había hablado de mí, de mis conocimientos y de mis anteriores actividades en el Vaticano.
Sin previa cita, el doctor Andreu se presentó en mi despacho. Rojos sus ojos, moratones en su cara, gafas rotas, traje arrugado, ánimo decaído. Sonia, sorprendida, me lo presentó. Sería el comienzo de un intenso trato profesional y, sobre todo, de amistad. Sólo su muerte, veinte años más tarde, truncaría nuestra relación. De abogado pasé a ser confidente, su paño de lágrimas. Mi despacho fue su refugio, incluso para ahogar sus penas en alcohol. En todo momento él demostró sinceridad, paciencia, humildad, desprendimiento. También, pusilanimidad y una buena dosis de pesimismo.
Basilio Andreu y Marta Doria se habían enamorado en el extranjero. Ambos eran lo equivalente a actuales becarios Erasmus. Un destacado joven médico y una bellísima culta cosmopolita. Boda en un famoso santuario europeo. Prometía lo que tantos esposos esperan de la formalización de su unión: felicidad, hijos, prosperidad, carrera. Las desavenencias surgieron de inmediato. Ella se manifestó caprichosa, egocéntrica, dominante, megalómana, sádica. Cualidades todas ellas que florecieron ante la apocada personalidad de Basilio y su loco enamoramiento.
Las continuas trifulcas no se reducían a palabras. Ella tenía manos largas. Cualquier pretexto servía para agredir fisicamente a su esposo. Aún así, la convivencia dio como fruto la gravidez de Marta. Ambos estaban ilusionados con el nascituro. Pero todo se torció. En un arrebato de sadismo, Marta hirió a su marido allí donde más podría dolerle: en su propio vientre. Lo hizo delante de él para incrementar hasta el infinito su dolor. Siguió la hemorragia, el traslado al hospital, el aborto y, como consecuencia indeseada por ambos, el diagnóstico de sucesiva definitiva infertilidad. Basilio se deprimió. Sufrió impotencia sexual permanente, y, al parecer, no sólo con respecto a su esposa. Cohabitaban, pero se sentían cada día más distanciados.
Un buen día Basilio observó el vientre prominente de su esposa, vestida como estaba. “Vamos a tener un hijo”, dijo Marta ante el asombro de Basilio. Y le explicó que todo estaba tramado con unas amigas monjas. Con frecuencia, neonatos eran abandonados por chicas irresponsables en la Maternidad que regentaban. Ella aparentaría ser gestante y parturienta. Mostraría con orgullo su estado de buena esperanza ante convecinos y amigos, en la vida normal y en actos protocolarios. El día adecuado sería hospitalizada contemporáneamente a la madre biológica. Así de simple. La criatura pasaría de un lecho a otro lecho.
Basilio se quedó de piedra. Pensó que era una locura y un delito. Otra locura de una mujer histérica, aparentemente esquizofrénica. No se atrevió a contradecirla. Sería inútil. Además, la idea de tener un hijo o hija cubría cualquier reparo. Aunque irregular e ilegal, se trataba de una adopción. Asimiló la idea y contribuyó a la realización de aquella hazaña. Fue un niño. Durante un par de años contribuyó a limar asperezas, dentro de intermitentes riñas, reproches y agresiones.
Apenas el niño había cumplido dos añitos cuando Marta repitió su falso embarazo. Lo hizo, una vez más, sin consultar a su marido. Podemos imaginar la indignación de éste. La increpó. Le amenazó con no colaborar y con sopesar una eventual denuncia. Claro que no podría denunciarla porque correría el riesgo de destapar la anterior usurpación. Amaba a su “hijito”. Por él estaba dispuesto a todo. Así lo entendió Marta. Siguió adelante con su propósito. Después de pocos meses vino a casa con un bebé, una preciosa niña.
Parecería que ahí se acotaría la prole. Pues no. Pasaron tres años y nuevamente el vientre de Marta se iba rellenando de fajas y algodones hasta dar la impresión de un embarazo de cuatro meses, cinco, seis, siete... Basilio sufrió una depresión de caballo. Tampoco en este campo era capaz de controlar la situación. Ante la nueva locura, habló en serio de separación. Pero él también amaba a sus dos “hijos”. Nada pudo hacer para impedir que un nuevo bebé, otro varoncito, viniera a aumentar la familia. Con el mismo proceder, con la misma colaboración ilícita, aunque bien intencionada, de las monjitas.
Ya eran una familia numerosa. Ahora estaban muy ocupados en cuidar a sus tres “hijos”. Los mútuos reproches disminuyeron. Pero Marta no dejaba de exhibirse, de llamar la atención ante amistades y compañeros/as, particularmente en los ambientes profesionales de su marido y de ella misma. Imprudentemente presumía de hijos y de sus conocimientos lingüísticos. Con gran realismo y convicción evocaba las molestias y dolores habidos en sus tres embarazos y partos. En su delirio megalómano, se inventó una ascendencia aristocrática, contactos con personajes políticos y eclesiásticos. Llamó a las puertas del Opus Dei y aseguraba ser amiga de Escrivá. No fue suficiente. Un día su hijita mayor, alarmada, llamó a su padre para que acudiese a casa. Su madre estaba muy enferma. Había ingerido medio tubo de un fuerte fármaco tranquilizante. En el hospital la limpiaron.
Los insultos y las físicas agresiones continuaron y se incrementaron. Incluso delante de los niños, provocaba a su marido para que le pegara y poder así denunciarlo. Esperaba que una tal denuncia desprestigiaría a Basilio y podría encarcelarlo por algún tiempo. Basilio se sulfuraba y sólo correspondía con palabras gruesas. Con frecuencia, ante los ataques de Marta, se ausentaba o se dejaba abofetear.
Así fue, así sucedió, la víspera de la visita que inesperadamente recibí en mi despacho. Había dormido fuera del hogar. Era la primera vez. Por mi consejo y ayuda, nunca más dormiría en su casa.
La batalla legal comenzaba. Basilio presentó demanda de nulidad matrimonial. Intenté, sin éxito, una amistosa separación. Es lo que él pretendía. Cuatro años de litigio. Marta sabía el dolor que causaba a su marido el secuestro de los hijos. Es la perversa venganza femenina “de libro” en casos semejantes. Sistemáticamente incumplía las “medidas judiciales”. Ocultaba a sus hijos y los malmetía contra su padre. En sus arrebatos, descargaba su cólera en uno de sus hijos, el menos dócil, al que un día espetó que era hijo de un marqués. Una consecuencia, le dijo, de la impotencia de tu padre. Para colmo, ideó un refinado maltrato. No lo escolarizaba. Siendo el padre una persona ilustrada, eso le hería de manera especial. Ante estos hechos, Basilio luchó por obtener la custodia de los menores. Un juez dictaminó que, “no obstante esa deplorable actitud, la madre continuaba siendo la más idónea para cuidar y proteger sus cachorros” (sic).
Por fin, la sentencia de nulidad con oposición de la esposa. Paulatinamente, los “hijos”, ya crecidos, se fueron de casa. Marta se sintió sola. No tenía a quien agredir ni ante quien airear su victimismo. Un día aprovechó la visita de su hija para fingir nuevo suicidio tomando cantidad de pastillas. Acudió su ex-marido. Nueva hospitalización. Nuevo lavado de estómago. No iba a ser la definitiva. Un año después, la última, muy semejante a las dos anteriores, la separó para siempre de sus hijos, de sus imaginarios admiradores, de todos los que alguna vez la trataron o conocieron, del mundo de los vivos.
(Cambiados datos identificativos)
A la tercera, la vencida. Tres suicidios. Sobre la mesilla, un tubo con cuatro pastillas. Había añadido una más. Exhibición a la desesperada. Traslado al hospital. Lavado de vísceras. Esta vez no resultó. Los “hijos” lloraron su muerte “natural”. Un funeral cristiano, emotivo. Subido al púlpito, un hijo pronunció un delicioso poema. La madre, la única, la que lo llevó en su seno, la cariñosa, la mártir. Los asistentes conteníamos la respiración. Algunos sollozaban. El féretro descansará sobre las cenizas de su esposo. Había muerto de infarto sólo dos años antes, diez después del divorcio, presumiblemente víctima del maltrato de su esposa. Fin de una tragedia. ¿Disimulada, ignorada, preterida?
Primeros meses de profesión. Éramos pocos los abogados matrimonialistas. Sólo los tribunales eclesiásticos podían romper una unión desgraciada o indeseada. En proyecto, la ley del divorcio civil.
Mi secretaria conocía y trataba la familia Andreu. Él, un reputado médico, políticamente muy activo. Ella, profesora de idiomas, dominaba varios. Guapa, elegante, admirable don de gentes, vasta cultura. Sonia les había hablado de mí, de mis conocimientos y de mis anteriores actividades en el Vaticano.
Sin previa cita, el doctor Andreu se presentó en mi despacho. Rojos sus ojos, moratones en su cara, gafas rotas, traje arrugado, ánimo decaído. Sonia, sorprendida, me lo presentó. Sería el comienzo de un intenso trato profesional y, sobre todo, de amistad. Sólo su muerte, veinte años más tarde, truncaría nuestra relación. De abogado pasé a ser confidente, su paño de lágrimas. Mi despacho fue su refugio, incluso para ahogar sus penas en alcohol. En todo momento él demostró sinceridad, paciencia, humildad, desprendimiento. También, pusilanimidad y una buena dosis de pesimismo.
Basilio Andreu y Marta Doria se habían enamorado en el extranjero. Ambos eran lo equivalente a actuales becarios Erasmus. Un destacado joven médico y una bellísima culta cosmopolita. Boda en un famoso santuario europeo. Prometía lo que tantos esposos esperan de la formalización de su unión: felicidad, hijos, prosperidad, carrera. Las desavenencias surgieron de inmediato. Ella se manifestó caprichosa, egocéntrica, dominante, megalómana, sádica. Cualidades todas ellas que florecieron ante la apocada personalidad de Basilio y su loco enamoramiento.
Las continuas trifulcas no se reducían a palabras. Ella tenía manos largas. Cualquier pretexto servía para agredir fisicamente a su esposo. Aún así, la convivencia dio como fruto la gravidez de Marta. Ambos estaban ilusionados con el nascituro. Pero todo se torció. En un arrebato de sadismo, Marta hirió a su marido allí donde más podría dolerle: en su propio vientre. Lo hizo delante de él para incrementar hasta el infinito su dolor. Siguió la hemorragia, el traslado al hospital, el aborto y, como consecuencia indeseada por ambos, el diagnóstico de sucesiva definitiva infertilidad. Basilio se deprimió. Sufrió impotencia sexual permanente, y, al parecer, no sólo con respecto a su esposa. Cohabitaban, pero se sentían cada día más distanciados.
Un buen día Basilio observó el vientre prominente de su esposa, vestida como estaba. “Vamos a tener un hijo”, dijo Marta ante el asombro de Basilio. Y le explicó que todo estaba tramado con unas amigas monjas. Con frecuencia, neonatos eran abandonados por chicas irresponsables en la Maternidad que regentaban. Ella aparentaría ser gestante y parturienta. Mostraría con orgullo su estado de buena esperanza ante convecinos y amigos, en la vida normal y en actos protocolarios. El día adecuado sería hospitalizada contemporáneamente a la madre biológica. Así de simple. La criatura pasaría de un lecho a otro lecho.
Basilio se quedó de piedra. Pensó que era una locura y un delito. Otra locura de una mujer histérica, aparentemente esquizofrénica. No se atrevió a contradecirla. Sería inútil. Además, la idea de tener un hijo o hija cubría cualquier reparo. Aunque irregular e ilegal, se trataba de una adopción. Asimiló la idea y contribuyó a la realización de aquella hazaña. Fue un niño. Durante un par de años contribuyó a limar asperezas, dentro de intermitentes riñas, reproches y agresiones.
Apenas el niño había cumplido dos añitos cuando Marta repitió su falso embarazo. Lo hizo, una vez más, sin consultar a su marido. Podemos imaginar la indignación de éste. La increpó. Le amenazó con no colaborar y con sopesar una eventual denuncia. Claro que no podría denunciarla porque correría el riesgo de destapar la anterior usurpación. Amaba a su “hijito”. Por él estaba dispuesto a todo. Así lo entendió Marta. Siguió adelante con su propósito. Después de pocos meses vino a casa con un bebé, una preciosa niña.
Parecería que ahí se acotaría la prole. Pues no. Pasaron tres años y nuevamente el vientre de Marta se iba rellenando de fajas y algodones hasta dar la impresión de un embarazo de cuatro meses, cinco, seis, siete... Basilio sufrió una depresión de caballo. Tampoco en este campo era capaz de controlar la situación. Ante la nueva locura, habló en serio de separación. Pero él también amaba a sus dos “hijos”. Nada pudo hacer para impedir que un nuevo bebé, otro varoncito, viniera a aumentar la familia. Con el mismo proceder, con la misma colaboración ilícita, aunque bien intencionada, de las monjitas.
Ya eran una familia numerosa. Ahora estaban muy ocupados en cuidar a sus tres “hijos”. Los mútuos reproches disminuyeron. Pero Marta no dejaba de exhibirse, de llamar la atención ante amistades y compañeros/as, particularmente en los ambientes profesionales de su marido y de ella misma. Imprudentemente presumía de hijos y de sus conocimientos lingüísticos. Con gran realismo y convicción evocaba las molestias y dolores habidos en sus tres embarazos y partos. En su delirio megalómano, se inventó una ascendencia aristocrática, contactos con personajes políticos y eclesiásticos. Llamó a las puertas del Opus Dei y aseguraba ser amiga de Escrivá. No fue suficiente. Un día su hijita mayor, alarmada, llamó a su padre para que acudiese a casa. Su madre estaba muy enferma. Había ingerido medio tubo de un fuerte fármaco tranquilizante. En el hospital la limpiaron.
Los insultos y las físicas agresiones continuaron y se incrementaron. Incluso delante de los niños, provocaba a su marido para que le pegara y poder así denunciarlo. Esperaba que una tal denuncia desprestigiaría a Basilio y podría encarcelarlo por algún tiempo. Basilio se sulfuraba y sólo correspondía con palabras gruesas. Con frecuencia, ante los ataques de Marta, se ausentaba o se dejaba abofetear.
Así fue, así sucedió, la víspera de la visita que inesperadamente recibí en mi despacho. Había dormido fuera del hogar. Era la primera vez. Por mi consejo y ayuda, nunca más dormiría en su casa.
La batalla legal comenzaba. Basilio presentó demanda de nulidad matrimonial. Intenté, sin éxito, una amistosa separación. Es lo que él pretendía. Cuatro años de litigio. Marta sabía el dolor que causaba a su marido el secuestro de los hijos. Es la perversa venganza femenina “de libro” en casos semejantes. Sistemáticamente incumplía las “medidas judiciales”. Ocultaba a sus hijos y los malmetía contra su padre. En sus arrebatos, descargaba su cólera en uno de sus hijos, el menos dócil, al que un día espetó que era hijo de un marqués. Una consecuencia, le dijo, de la impotencia de tu padre. Para colmo, ideó un refinado maltrato. No lo escolarizaba. Siendo el padre una persona ilustrada, eso le hería de manera especial. Ante estos hechos, Basilio luchó por obtener la custodia de los menores. Un juez dictaminó que, “no obstante esa deplorable actitud, la madre continuaba siendo la más idónea para cuidar y proteger sus cachorros” (sic).
Por fin, la sentencia de nulidad con oposición de la esposa. Paulatinamente, los “hijos”, ya crecidos, se fueron de casa. Marta se sintió sola. No tenía a quien agredir ni ante quien airear su victimismo. Un día aprovechó la visita de su hija para fingir nuevo suicidio tomando cantidad de pastillas. Acudió su ex-marido. Nueva hospitalización. Nuevo lavado de estómago. No iba a ser la definitiva. Un año después, la última, muy semejante a las dos anteriores, la separó para siempre de sus hijos, de sus imaginarios admiradores, de todos los que alguna vez la trataron o conocieron, del mundo de los vivos.