Notas con acento Abogados y picapleitos 13.II..2019
“En nuestra profesión de abogados, la buena fe es innecesaria. Yo diría que es incluso nociva… Impide ver claro el interés del cliente” (Gaston Leroux. La Maison des Juges).
Tan sorprendente criterio, en quien fuera cronista judicial, además de periodista y escritor de apasionantes novelas policíacas, pudiera tolerarse si fuera un desliz o una debilidad aislada, la excepción que confirma una regla, Pero ¿es realmente una excepción? Sin afirmarlo ni negarlo, sin caer en demasías y tampoco en ingenuidades, porque las cosas son como son y no siempre como debieran ser, pensemos un poco en ello al aire de cosas que hoy mismo vemos pasar ante los ojos. Quizás, el sorprendente criterio deba mirarse como algo más que una gota de agua negra en un inmenso mar azul. Quizás…..
+++++
Ayer mismo lo apuntaba al intuir, en el día a día de nuestro tiempo, señales de agotamiento de la capacidad de asombro. Son tan recurrentes las envites que, al paso que vamos, el asombro quedará neutralizado por el empuje descarado de la estupidez. Y cuando ni el asombro quede para indicar desacuerdo con algo, ¿cómo percibirán los hombres que se pisan líneas rojas o se camina sobre arenas movedizas, si todo es igual y nada suscita el asombro que precede a la rebeldía y al no?
Me refiero –esta vez- al sorprendente papel desarrollado ayer, ante el Tribunal Supremo de España, en la primera sesión del juicio del “procés” catalán, por los abogados de los independentistas, encausados, no por sus ideas sino por violación de las leyes en vigor. Sus modos y maneras, al parecer y visto lo visto, han sido mitinescas, aprioristas, extravagantes, falsarias, sin tocar la tierra de los hechos que han de ser, en todo juicio, la raíz, causa y razón, el objeto primordial y la única razón de su ser de tal. Irse por las ramas como han hecho; tirar balones fuera; cobrar un “pastón” sin dar un palo al agua revuelya y dejando de lado la técnica jurídica para fiar la defensa pegada del todo a la visión subjetiva del cliente, va directamente contra la misma esencia de la función letrada. Para ese papel, como suele decirse, no se necesitaban “las alforjas” de presuntas técnicas.
El método –dicho en plata- equivale a trocar el noble papel -arte incluso, si se prefiere- del abogado por el de “picapleitos”; sometiendo su esencia -cooperar al encuentro con la verdad y la recta justicia amparando al cliente sin atentar contra la razón de la justicia- a gratuitas –por no decir amorales- interpretaciones holgadas en otros apaños, pero sin base jurídica.
Comentemos un poco.
Si por abogado se ha de entender al profesional que usa de su técnica jurídica en defensa de su cliente pero sin atentar contra la justicia como digo, “picapleitos” llamo a ese mismo profesional en cuanto sea persona dada en andar en pleitos, ducha en artes mentirosas u obstruccionistas, avezada o fértil en argucias, embustes, farsas, etc., , como los viejos diccionarios de la Lengua dejan ver al buscar y dar significado a la palabreja en cuestión (cfr. Novísimo Diccionario de la Lengua Castellana, Garnier Hnos. Paris 1896, v. “picapleitos”). En todo caso y a mi ver, por la idea de “mentira” que se le asocia, “picapleitos” es matiz que deshonra, rebaja y pone a “los pies de los caballos” la noble función de defensa que integra por esencia el nobilísimo menester judicial de ayudar al encuentro con la Justicia pero no a obstaculizarlo.
++++++
Y como estas reflexiones me vienen al paso, a modo de “flash” vivo y noticia con acento, sólo volcaré al aire alguna ulterior puntada.
- En primer lugar, líbrese el abogado de mimetizarse de tal modo con el cliente que su persona –y por tanto la defensa que haga- sea un facsímil de la querenciosa personalidad del mismo, rebosando hacia su propia personalidad la subjetiva y por tanto corta visión del cliente. Sería falseamiento de la profesión y mala táctica jurisdiccional. Valdría para esto lo que aconseja Kalil Gibrán en El profeta a los que se casan. “Permitid que haya espacios que os separen aunque estéis muy unidos; dejad que corra el aire entre los dos.” Aunque se trate de realidades muy distintas en uno y otro caso, respetar la distancia de rigor parece cosa de buena ley y por supuesto de sentido común
- Lo acabo de oír en un comentario al tenor de la intervención de los letrados de la defensa en este caso: “Escucha lo que dice el abogado defensor del encausado y verás de inmediato la fuerza real de sus razones y argumentos”. Suele pasar, cuando el letrado se sale de su papel. Defender y suplir la ignorancia jurídica del cliente no está en darle la razón por principio ni en hacerse esclavo de sus “razones”. Y además entrañaría deslealtad hacia uno mismo y ausencia de pundonor o entereza, lo cual –aunque parezca mentira- se da con frecuencia aunque sea en verdad la peor de las deslealtades.
Y por fin un consejo, si a gentes asl se pueden dar consejos.
Que lean –aunque sea de pasada y por encima- ese gran libro genial de uno de los mayores y mejores epígonos del procesalismo contemporáneo, Piero Calamandrei. En italiano se titula este libro Elogio dei Giudici scritto da un Avvocato. En castellana traducen “Elogio de los jueces escrito por un abogado” y del mismo se han hecho ediciones múltiples (p. ej. Góngora Madrid 1936 o El Foro Buenos Aires 1997, por citar las más antiguas y conocidas).
Y, siendo una pieza maestra, que leyeran al menos el primer apartado del mismo que habla “De la fe en los jueces, primer requisito del abogado”; y –para que no se cansen leyendo más de lo debido- que lean hasta memorizarla sólo esa frase del segundo de los apuntes del capítulo; algo tan escueto pero tan atinado al momento como que “Para encontrar la justicia es necesario serle fiel”. Por algo, divagar o irse por las ramas desentona del oficio.
Es posible –me sigo diciendo- que estos insignes y magnificentes letrados –si estudiaran algo más y fardaran algo menos; si defendieran la justicia como debe ser en esta profesión y no se fueran por las ramas o anduvieran extravagando –en el sentido literal de lo “extra-vagante”-; si buscaran menos cómo hacer las trampas y más el auxilio a la justicia- serían sin duda decisivos instrumentos de la justicia y a la paz sociales. Que son –no se olvide- las piedras maestras de una sociedad civilizada y no bárbara, como -ya en pleno s. XVIII- proclamaba uno de nuestros clásicos procesalistas, Don J. Acedo y Rico con palabras que bien valen para cerrar hoy mis reflexiones. “Los hombres, que en su primitivo estado natural no reconocían superior que los defendiese de insultos, opresiones y violencias, estaban de consiguiente autorizados para hacerlo por sí propios; la experiencia les hizo entender los graves daños a que conducían estos medios; pues, o no podían defenderse por sí mismos o, excediendo los justos límites para conservarse, excitaban mayores turbaciones, a que eran consiguientes mayores desavenencias, injurias y muertes; y consultando otros medios que mejorasen la seguridad de sus personas, sin los riesgos anteriormente indicados, acordaron unirse en sociedades y confiar su defensa y la de todos sus derechos a una persona que, mirándolos con imparcialidad, les distribuyese sus derechos y los mantuviese en paz y en justicia” (Acedo y Rico, Instituciones prácticas de los juicios civiles, 1ª edic. Madrid 1792; 2ª edic. Madrid 1974, nro. 27, pp. 32-33). En su día, mi comentario a tan racional y verídica idea fue sólo este: “Son palabras que llevan a concluir que el paso de la barbarie a la civilización y al progreso social tiene uno de sus más claros y firmes puntos de apoyo en la organización social de la restauración de la justicia violada” (cfr. Temas procesales, Trivium Madrid, 1999, pag. 132).
Que conste que hoy haría el mismo comentario sin variar una tilde; si acaso, añadiendo , por un lado, que a la verdad y a la justicia en los procesos se deben los jueces ante todo, pero también los letrados; y, por otro, que –al hablar de violencia- no ha de ser de violencia sino de violencias, sin que se requiera –para que haya violencia grave- salir a la calle alborotando, a gritos, con metralleta en la mano y disparando. Reducir la “violencia” sólo a una metralleta disparando, a parte de ser ingenuo, no cuela en mentes lúcidas o ilustradas.
Será interesante seguir –al aire del juicio- los pasos de esta gavilla de letrados que, al menos en la primera sesión, han dejado ver más un plumero de “picapleitos” que de auténticos servidores de la verdad y de la justicia, exhibiendo al obrar una voluntad coherente de servir lealmente a sus clientes pero con pareja lealtad al otro y prevalente servicio.
Con las mañas que se han observado, Maquiavelo no anda lejos de sus hazañas. Maquiavelo, que fue sin duda una gran hombre del Renacimiento, al proclamar su consigna de que el fin justifica los medios, no sólo se hizo patrono de los “políticos de carrera” para quienes la verdad se confunde con la utilidad, sino de todos los que -en cualquier actividad humana- ponen la bolsa –es decir, los intereses- por encima de la vida o la razón. Así de claro y enjuto.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Tan sorprendente criterio, en quien fuera cronista judicial, además de periodista y escritor de apasionantes novelas policíacas, pudiera tolerarse si fuera un desliz o una debilidad aislada, la excepción que confirma una regla, Pero ¿es realmente una excepción? Sin afirmarlo ni negarlo, sin caer en demasías y tampoco en ingenuidades, porque las cosas son como son y no siempre como debieran ser, pensemos un poco en ello al aire de cosas que hoy mismo vemos pasar ante los ojos. Quizás, el sorprendente criterio deba mirarse como algo más que una gota de agua negra en un inmenso mar azul. Quizás…..
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Ayer mismo lo apuntaba al intuir, en el día a día de nuestro tiempo, señales de agotamiento de la capacidad de asombro. Son tan recurrentes las envites que, al paso que vamos, el asombro quedará neutralizado por el empuje descarado de la estupidez. Y cuando ni el asombro quede para indicar desacuerdo con algo, ¿cómo percibirán los hombres que se pisan líneas rojas o se camina sobre arenas movedizas, si todo es igual y nada suscita el asombro que precede a la rebeldía y al no?
Me refiero –esta vez- al sorprendente papel desarrollado ayer, ante el Tribunal Supremo de España, en la primera sesión del juicio del “procés” catalán, por los abogados de los independentistas, encausados, no por sus ideas sino por violación de las leyes en vigor. Sus modos y maneras, al parecer y visto lo visto, han sido mitinescas, aprioristas, extravagantes, falsarias, sin tocar la tierra de los hechos que han de ser, en todo juicio, la raíz, causa y razón, el objeto primordial y la única razón de su ser de tal. Irse por las ramas como han hecho; tirar balones fuera; cobrar un “pastón” sin dar un palo al agua revuelya y dejando de lado la técnica jurídica para fiar la defensa pegada del todo a la visión subjetiva del cliente, va directamente contra la misma esencia de la función letrada. Para ese papel, como suele decirse, no se necesitaban “las alforjas” de presuntas técnicas.
El método –dicho en plata- equivale a trocar el noble papel -arte incluso, si se prefiere- del abogado por el de “picapleitos”; sometiendo su esencia -cooperar al encuentro con la verdad y la recta justicia amparando al cliente sin atentar contra la razón de la justicia- a gratuitas –por no decir amorales- interpretaciones holgadas en otros apaños, pero sin base jurídica.
Comentemos un poco.
Si por abogado se ha de entender al profesional que usa de su técnica jurídica en defensa de su cliente pero sin atentar contra la justicia como digo, “picapleitos” llamo a ese mismo profesional en cuanto sea persona dada en andar en pleitos, ducha en artes mentirosas u obstruccionistas, avezada o fértil en argucias, embustes, farsas, etc., , como los viejos diccionarios de la Lengua dejan ver al buscar y dar significado a la palabreja en cuestión (cfr. Novísimo Diccionario de la Lengua Castellana, Garnier Hnos. Paris 1896, v. “picapleitos”). En todo caso y a mi ver, por la idea de “mentira” que se le asocia, “picapleitos” es matiz que deshonra, rebaja y pone a “los pies de los caballos” la noble función de defensa que integra por esencia el nobilísimo menester judicial de ayudar al encuentro con la Justicia pero no a obstaculizarlo.
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Y como estas reflexiones me vienen al paso, a modo de “flash” vivo y noticia con acento, sólo volcaré al aire alguna ulterior puntada.
- En primer lugar, líbrese el abogado de mimetizarse de tal modo con el cliente que su persona –y por tanto la defensa que haga- sea un facsímil de la querenciosa personalidad del mismo, rebosando hacia su propia personalidad la subjetiva y por tanto corta visión del cliente. Sería falseamiento de la profesión y mala táctica jurisdiccional. Valdría para esto lo que aconseja Kalil Gibrán en El profeta a los que se casan. “Permitid que haya espacios que os separen aunque estéis muy unidos; dejad que corra el aire entre los dos.” Aunque se trate de realidades muy distintas en uno y otro caso, respetar la distancia de rigor parece cosa de buena ley y por supuesto de sentido común
- Lo acabo de oír en un comentario al tenor de la intervención de los letrados de la defensa en este caso: “Escucha lo que dice el abogado defensor del encausado y verás de inmediato la fuerza real de sus razones y argumentos”. Suele pasar, cuando el letrado se sale de su papel. Defender y suplir la ignorancia jurídica del cliente no está en darle la razón por principio ni en hacerse esclavo de sus “razones”. Y además entrañaría deslealtad hacia uno mismo y ausencia de pundonor o entereza, lo cual –aunque parezca mentira- se da con frecuencia aunque sea en verdad la peor de las deslealtades.
Y por fin un consejo, si a gentes asl se pueden dar consejos.
Que lean –aunque sea de pasada y por encima- ese gran libro genial de uno de los mayores y mejores epígonos del procesalismo contemporáneo, Piero Calamandrei. En italiano se titula este libro Elogio dei Giudici scritto da un Avvocato. En castellana traducen “Elogio de los jueces escrito por un abogado” y del mismo se han hecho ediciones múltiples (p. ej. Góngora Madrid 1936 o El Foro Buenos Aires 1997, por citar las más antiguas y conocidas).
Y, siendo una pieza maestra, que leyeran al menos el primer apartado del mismo que habla “De la fe en los jueces, primer requisito del abogado”; y –para que no se cansen leyendo más de lo debido- que lean hasta memorizarla sólo esa frase del segundo de los apuntes del capítulo; algo tan escueto pero tan atinado al momento como que “Para encontrar la justicia es necesario serle fiel”. Por algo, divagar o irse por las ramas desentona del oficio.
Es posible –me sigo diciendo- que estos insignes y magnificentes letrados –si estudiaran algo más y fardaran algo menos; si defendieran la justicia como debe ser en esta profesión y no se fueran por las ramas o anduvieran extravagando –en el sentido literal de lo “extra-vagante”-; si buscaran menos cómo hacer las trampas y más el auxilio a la justicia- serían sin duda decisivos instrumentos de la justicia y a la paz sociales. Que son –no se olvide- las piedras maestras de una sociedad civilizada y no bárbara, como -ya en pleno s. XVIII- proclamaba uno de nuestros clásicos procesalistas, Don J. Acedo y Rico con palabras que bien valen para cerrar hoy mis reflexiones. “Los hombres, que en su primitivo estado natural no reconocían superior que los defendiese de insultos, opresiones y violencias, estaban de consiguiente autorizados para hacerlo por sí propios; la experiencia les hizo entender los graves daños a que conducían estos medios; pues, o no podían defenderse por sí mismos o, excediendo los justos límites para conservarse, excitaban mayores turbaciones, a que eran consiguientes mayores desavenencias, injurias y muertes; y consultando otros medios que mejorasen la seguridad de sus personas, sin los riesgos anteriormente indicados, acordaron unirse en sociedades y confiar su defensa y la de todos sus derechos a una persona que, mirándolos con imparcialidad, les distribuyese sus derechos y los mantuviese en paz y en justicia” (Acedo y Rico, Instituciones prácticas de los juicios civiles, 1ª edic. Madrid 1792; 2ª edic. Madrid 1974, nro. 27, pp. 32-33). En su día, mi comentario a tan racional y verídica idea fue sólo este: “Son palabras que llevan a concluir que el paso de la barbarie a la civilización y al progreso social tiene uno de sus más claros y firmes puntos de apoyo en la organización social de la restauración de la justicia violada” (cfr. Temas procesales, Trivium Madrid, 1999, pag. 132).
Que conste que hoy haría el mismo comentario sin variar una tilde; si acaso, añadiendo , por un lado, que a la verdad y a la justicia en los procesos se deben los jueces ante todo, pero también los letrados; y, por otro, que –al hablar de violencia- no ha de ser de violencia sino de violencias, sin que se requiera –para que haya violencia grave- salir a la calle alborotando, a gritos, con metralleta en la mano y disparando. Reducir la “violencia” sólo a una metralleta disparando, a parte de ser ingenuo, no cuela en mentes lúcidas o ilustradas.
Será interesante seguir –al aire del juicio- los pasos de esta gavilla de letrados que, al menos en la primera sesión, han dejado ver más un plumero de “picapleitos” que de auténticos servidores de la verdad y de la justicia, exhibiendo al obrar una voluntad coherente de servir lealmente a sus clientes pero con pareja lealtad al otro y prevalente servicio.
Con las mañas que se han observado, Maquiavelo no anda lejos de sus hazañas. Maquiavelo, que fue sin duda una gran hombre del Renacimiento, al proclamar su consigna de que el fin justifica los medios, no sólo se hizo patrono de los “políticos de carrera” para quienes la verdad se confunde con la utilidad, sino de todos los que -en cualquier actividad humana- ponen la bolsa –es decir, los intereses- por encima de la vida o la razón. Así de claro y enjuto.
SANTIAGO PANIZO ORALLO