Acentos patrísticos en la Navidad

Belén – Tierra Santa

A todo buen aprendiz en liturgia se le alcanza que la Pascua es lo primero y las otras fiestas vienen después. Lo que no impide asegurar, sin embargo, que numerosos Padres de la Iglesia dejaron probada constancia de su buen hacer teológico y de su mejor pensar ascético en torno al misterio navideño. Veamos algunos ejemplos de lo que digo.

Según san Juan Crisóstomo, por ejemplo, pañales y pesebre señalan un nacimiento humano. «Muchas veces -dice- habían aparecido ángeles en la tierra con forma humana, incluso el mismo Dios. Ahora bien, tal como aparecía no era la verdad de la carne, sino una acomodación». Pero ahora es distinto. Ahora «fue alimentado, y fue puesto en un pesebre, no en un cuarto pequeño ni en un salón delante de una gran muchedumbre, como la gente da a conocer su nacimiento. Incluso las profecías habían predicho mucho tiempo antes que no sólo iba a ser un hombre, sino que también sería concebido, que nacería y que sería alimentado como los demás niños» (Contra los anomeos, 7,6).

Y es que el Verbo de Dios se encarnó, se hizo un humilde niño. De modo que, como asegura san Ambrosio de Milán, «Él ha sido pequeño, Él ha sido niño, para que tú puedas ser varón perfecto; Él ha sido ser desligado de los lazos de la muerte. Él ha sido puesto en un pesebre, para que tú puedas ser colocado sobre los altares; Él ha sido puesto en la tierra, para que tú puedas estar entre las estrellas; Él no tuvo lugar en el mesón, para que tú tengas muchas mansiones en los cielos. Él, siendo rico, se ha hecho pobre por vosotros, a fin de que su pobreza os enriquezca. Luego mi patrimonio es aquella pobreza, y la debilidad del Señor es mi fortaleza.

Prefirió para sí la indigencia, a fin de ser pródigo con todos. Me purifican los llantos de aquella infancia que da vagidos, aquellas lágrimas han lavado mis delitos. Te debo más, ¡oh Señor Jesús!, por tus sufrimientos que me redimieron, por tus obras que me crearon. De nada me hubiera servido haber nacido sin el provecho de la redención. Ves que está entre pañales, no ves que está en los cielos. Oyes el vagido del niño, no sientes el mugido del buey que reconoce a su Señor» (Exposición sobre el Evangeliode Lucas, 2, 41-42).

Recurre el Monje de Belén a la antítesis, tan propio de los Padres latinos por otra parte, cuando afirma que «Dios viene a nacer en la tierra y no dispone de una celda propia […] No halla lugar entre los hombres: no lo encuentra en Platón ni en Aristóteles, sino en un pesebre, entre jumentos y animales irracionales, entre los simples y los inocentes» (Tratado sobre los Salmos, 131).

San Agustín y la Navidad

Menos lírico tal vez, Orígenes escala, sin embargo, mayor altura teológica: «El Señor vino a la tierra –precisa- para restablecer la paz  por medio de su sangre derramada en la cruz, tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales. Por eso los ángeles quieren que los hombres se acuerden de su Creador.

Ellos han hecho todo lo que han podido para curar a los hombres pero los hombres no han querido recibir la curación. Los ángeles también miran hacia el que ha podido curarlos y le glorifican diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra» (Homilía sobre el Evangelio de Lucas 13,3).

No deja por eso de impresionar su análisis de los pastorcillos que acuden a Belén, sobremanera por su relación a la Jerarquía. Porque los pastores de la Iglesia necesitan la presencia de Cristo. « ¡Escuchad,  pastores de las Iglesias, pastores de Dios! –matiza- Que su ángel descienda siempre desde el cielo y os anuncie que hoy os ha nacido el Salvador, el Cristo Señor.

En efecto, si este Pastor no ha llegado todavía, los pastores de las Iglesias no podrán por sí mismos proteger bien a sus rebaños; su vigilancia sería pequeña a no ser que Cristo apaciente y custodie juntamente con ellos. Hemos leído en el Apóstol: Somos cooperadores de Dios». Un buen pastor que imita al Buen Pastor es cooperador de Dios y de Cristo. Por ello, un buen pastor es el que está unido al mejor de los pastores que le apacienta» (Homilías sobre el Evangeliode Lucas, 12,2).

El nacimiento del Hijo de Dios en Belén, Casa del Pan, de María Virgen, supone una revolución universal, un cambio radical de valores. Aquel niño del pesebre era la semilla de un hombre nuevo, que él llamaría Reino de Dios. Entre sonrisas y lágrimas nos gritaba que otro mundo es posible, si acertamos a poner los medios.

Porque: El camino de la felicidad pasa por la austeridad.  El de la paz, por la justicia. El de la abundancia, por la solidaridad. El de la liberación, por el esfuerzo. El de la recuperación, por la iniciativa. El de la convivencia, por la generosidad. El de la salvación por el amor.

Después de veinte siglos celebramos, sí, las «Navidades», pero no vivimos la Navidad. Las «Navidades» nos apaciguan, nos conforman, nos adormecen, nos regalan y nos engordan. La Navidad nos interpela, nos despierta, nos alegra, nos ilumina y nos llena de gozo. Pasan las Navidades. Permanece la Navidad. Las Navidades se dan la mano con las ilusiones. La Navidad, con la esperanza. Las Navidades se visten lujosa y escandalosamente. La Navidad se viste de austeridad. Las Navidades nos instalan. La Navidad nos estimula. Las Navidades convierten el misterio en consumo. La Navidad se arrodilla ante el misterio en adoración contemplativa.

San Gregorio de Nisa desarrolló en sus homilías navideñas el segmento del IV Evangelio y puso su morada entre nosotros, (Jn 1,14) aplicando el término morada a nuestro cuerpo, deteriorado y débil; expuesto por doquier al dolor y al sufrimiento. Y la aplica al cosmos todo, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho de haber visto las condiciones en que hoy se encuentra la tierra por causa del abuso de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin escrúpulo?

El establo navideño, a su juicio, representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su señorío: esto es lo que principia con la Navidad y hace exultar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sinfonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, reconquista su donosura.

Pastores de Belén

Así pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. Para los Padres forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos […] En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; y por dicha razón asimismo, brota de allí la alegría y nace el canto.

La más popular de las fiestas, la más ligada también a un folclore religioso, la Navidad, es, curiosamente, la más tardía de las grandes solemnidades de la Iglesia. No se fue afirmando sino poco a poco, cristianizando ritos paganos que, por desventura, pugnan todavía por reaparecer cada vez que el carácter religioso se debilita.

Los acentos patrísticos navideños constituyen un vibrante reclamo a la vida interior, a la sencillez, al encuentro del alma con el gran Misterio de Dios hecho hombre. Podrían quedar resumidos diciéndole al corazón humano adentrado en Belén: Reconoce, cristiano, tu dignidad. Así lo refrenda san León Magno, cantor de la cristología de Calcedonia, en uno de sus textos que el Oficio Divino de la Navidad recoge piadosamente. Dice así:

«Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida. Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo: porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos.

Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida. Pues el Hijo de Dios, al cumplirse la plenitud de los tiempos, establecidos por los inescrutables y supremos designios divinos, asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, de modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma  naturaleza gracias a la cual había vencido. Por eso, al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos de gozo: Gloria a Dios en el cielo, y proclaman: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.

Ellos ven, en efecto, que la Jerusalén celestial se va edificando por medio de todas las naciones del orbe. ¿Cómo, pues, no habría de alegrarse la pequeñez humana ante esta obra inenarrable de la misericordia divina, cuando incluso los coros sublimes de los ángeles encontraban en ella gozo tan intenso? Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó […] Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne.

Reconoce, cristiano, tu dignidad

Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste librado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios». (De los sermones de san León Magno, papa: Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1-3).

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