Obispo emérito prelado de Cafayate (Argentina) Monseñor Mariano Moreno: "Gozaba haciendo felices a los demás"
Tenía el hondo sentido de la percepción, la sutil perspicacia de la realidad para intuir carencias y descubrir necesidades.
Sus emotivas y vibrátiles palabras el día de mi efeméride las guardo como oro en paño, cual piadosas reliquias en el fondo de mi corazón. Fueron los suyos consejos fervientes dichos desde las airosas cumbres de lo armonioso y teologal.
De la cercanía se las arreglaba para hacer virtud; de la distancia, sendero transitable; de la compasión, el sutil toque samaritano del Buen Pastor; de la convivencia agustiniana, fraternidad a raudales; de la desgracia ajena un comentario todo bondad; del dolor, en suma, presencia llena de ternura.
Monseñor Mariano tenía sobradas razones para elevar el Ut unum sint de Cristo en la última Cena (Jn 17,21) al frontis mismo de su escudo episcopal.
«Para que todos sean uno», resultó, en definitiva, el lema episcopal con que se fue adentrando en los sencillos corazones de aquella humilde y pobre gente de los valles calchaquíes y de tantos otros contornos abiertos por Dios al paso de su ministerio apostólico.
De la cercanía se las arreglaba para hacer virtud; de la distancia, sendero transitable; de la compasión, el sutil toque samaritano del Buen Pastor; de la convivencia agustiniana, fraternidad a raudales; de la desgracia ajena un comentario todo bondad; del dolor, en suma, presencia llena de ternura.
Monseñor Mariano tenía sobradas razones para elevar el Ut unum sint de Cristo en la última Cena (Jn 17,21) al frontis mismo de su escudo episcopal.
«Para que todos sean uno», resultó, en definitiva, el lema episcopal con que se fue adentrando en los sencillos corazones de aquella humilde y pobre gente de los valles calchaquíes y de tantos otros contornos abiertos por Dios al paso de su ministerio apostólico.
«Para que todos sean uno», resultó, en definitiva, el lema episcopal con que se fue adentrando en los sencillos corazones de aquella humilde y pobre gente de los valles calchaquíes y de tantos otros contornos abiertos por Dios al paso de su ministerio apostólico.
Agustino burgalés de Milagros (1938), sacerdote sencillo y cordial, religioso dotado de formidable prodigalidad evangélica, obispo misionero de corazón inquieto y generosa entrega por las remotas tierras cafayateñas de los valles calchaquíes (2008-2014), monseñor Mariano Anastasio Moreno García, dejando atrás la oscura noche de su ausencia terminal en Madrid, donde residía los último meses de su preciosa existencia, se nos fue el 16 de agosto del corriente 2023, a la casa el Padre, para celebrar por siempre con Cristo la Pascua de la Luz, el agustiniano Gaudium de Veritate.
Biografía sustantiva la suya, de cabal plenitud, con un sinfín de adjetivos por florida corte - llegados estos días, algunos, en forma letánica incluso-, ayudarían a definir su rica personalidad, nunca decreciente, siempre curtida, elevada y valiente, saludable a la vez que esperanzadora para conocidos y extraños. Porque todos se le hacían hermanos.
Su infancia, su adolescencia, su juventud y madurez revelan las genuinas, ancestrales y profundas raíces de Milagros. Uno recuerda todavía su guardapolvos de preceptoría y oblatura en Palencia, por ejemplo; las horas al piano con el Manual de Czerny, o, ya en el Monasterio de Santa María de La Vid, rendido a los sonoros acordes del divino Bach, que luego, con el paso de las noches y los días, irían diluyéndose un tanto a medida que llegaba rompiendo marcha el no menos difícil andante spianato de la formación humana y sacerdotal a la juventud.
De dirigir la música en el coro, a formar jóvenes religiosos y sacerdotes desde el tempero en los cargos directivos de la Provincia Agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de España media sin duda cierta distancia de gracia y diversidad, aunque ambos extremos ayuden a tender puentes y acumular virtud.
Concluida la Licenciatura en Ciencias de la Educación por la Universidad de Salamanca, fueron abriéndose paso en él los nombramientos: director espiritual del Colegio Seminario San Agustín, en Palencia (1968-69), llamado entonces Escuela Apostólica San Agustín; maestro de profesos y profesor en La Vid (1969-77), consejero provincial (1977-83), secretario provincial (1978-83), prior provincial de la citada Provincia -fue reelegido para un segundo periodo- (1983-1987.1987-1991) y prior local del Monasterio de Santa María de La Vid (Burgos [1991-1995]).
Aquellos cargos / cargas, con sus frecuentes viajes de oficio a tierras argentinas de Salta, Catamarca y Tucumán posiblemente contribuyeran a facilitar su proximidad religiosa y sentimental, y su querencia por supuesto, a la entraña misionera de Cafayate, Prelatura salteña de sus últimos años evangelizadores, ya en la edad madura.
Cuando buena parte de lo que antecede estaba todavía por venir, cuando apenas llevaba dos años de andadura ministerial dispensando la palabra y el sacramento desde la carta 21 de san Agustín, uno, con aire de hermano y amigo, paisano al fin, le echó ya el ojo para ocupar púlpito en el cantamisa de la iglesia parroquial de San Martín de Tours, levantada entre bendiciones y dádivas por el hijo del pueblo y segundo obispo de Popayán, el venerable Fray Agustín de Coruña. Sus emotivas y vibrátiles palabras el día de mi efeméride las guardo como oro en paño, cual piadosas reliquias en el fondo de mi corazón. Fueron los suyos consejos fervientes dichos desde las airosas cumbres de lo armonioso y teologal.
Por aquel tornado de colaboración fraterna que su persona toda irradiaba, sobremanera siempre que se tratase de echar una mano -y hasta las dos, a veces- para rematar la faena, entraba mediante su sola presencia el mundo real de la grata compañía, del común hacer, del constructivo vivir-servir-convivir, del inconfundible ser a fuerza de saber estar cuando hay que estar. De ahí que no tuviera cabida el inhibicionismo en los recónditos pliegues de su alma grande y generosa. Tampoco las actuaciones frívolas, claro, ni las banalidades tópicas ni las exhibiciones egoístas.
De la cercanía -no sé cómo, pero se las arreglaba para salir siempre airoso-, sabía hacer virtud; de la distancia, sendero transitable; de la compasión, el sutil toque samaritano del Buen Pastor; de la convivencia agustiniana, fraternidad a raudales; de la desgracia ajena un comentario todo bondad; del dolor, en suma, presencia llena de ternura.
Gozaba haciendo felices a los demás. Nadie me ha causado tanta impresión en cosa de favores: tenía el hondo sentido de la percepción, la sutil perspicacia de la realidad, para intuir carencias y descubrir necesidades. Quiero con ello decir que se te adelantaba expeditivo y alegre para llevarte en coche a la estación, pongo por caso, o al aeropuerto, o a tu mismo pueblo si fuera preciso. Nunca te dejaba tirado. Al contrario, siempre compuesto y bien dispuesto.
Cómo olvidar la merienda-cena con él y sus hermanos Tere y Miguel subidos conmigo al castillo de mi pueblo, con la impresionante vista de la frondosa vega del río Arandilla y la imponente iglesia parroquial de Fray Agustín de Coruña y las cigüeñas al sol en lo alto de la torre. Me lo recordó muchas veces: las fotos de ese imborrable momento en familia que yo le hice llegar hicieron el resto. Sus largas cartas, intuitivas, cálidas, animadoras, informándome de su gestión provincial repleta de viajes inacabables, dejaban traslucir su tersura de alma, su sencillez de espíritu, su inefable bondad. Igual, por cierto, que sus lágrimas derramadas en los momentos difíciles, aquellos ojos azules aguachinados ante el imprevisto bloqueo y el oscuro problema, que sólo dejaban de llorar con ayuda de la fe.
Tenía palabras que no se le caían de los labios, dichas en trances de jubilosa convivencia, de compartida emoción. ¡«Genial»!, era una de ellas. Me viene también a la mente incluso una frase que nunca logré averiguar de dónde la había sacado, pero que trajo y llevó durante una larga temporada en que la repetía como eslogan dale que te pego. Era ésta: «No se hable más de la cuestión de la contumelia». Puede que proviniese de alguna conferencia. Tampoco sabría yo dar ahora mismo en el quid, pero lo cierto es que cuantas veces rezo en el oficio divino «El Señor tenga piedad y nos bendiga» (Salmo 66) me viene a la mente su apacible presencia en el coro.
Excelente lema episcopal el suyo: «Para que todos sean uno». Preciso rótulo y consigna ecuménica de arte mayor que pauta el quehacer pastoral de numerosos obispos en la Iglesia de nuestros días. Tenía monseñor Mariano sobradas razones para elevar el Ut unum sint de Cristo en la última Cena (Jn 17,21) al frontis mismo de su escudo episcopal. Iba a ser prelado-obispo de un Cafayate misionero que, como toda misión, guarda estrecho vínculo de fraternidad eclesial con el deber ecuménico, y eso lo llevaba nuestro benemérito protagonista en la entraña. Pero es que hay aún mayores motivos de conveniencia, si es que no de necesidad, a saber: el nuevo prelado cafayateño era, en religión, hijo de san Agustín, que hizo de su condición de Padre y Doctor de la Iglesia un paradigma de doctrina sólida y comportamiento rectilíneo en el régimen diario de sus disputas con los donatistas, controversia mayormente librada a base de insistir en la unidad de la Iglesia.
Monseñor Mariano había crecido desde su niñez en Milagros, a la vera del Riaza, entre viñedos y rastrojeras de rebaños lanares con los corderillos recentales detrás de sus madres a la busca de yerbezuelas sobrantes después del acarreo, y todo aquel movimiento rural y cervantino había dejado en él, más que una asignatura, una cultura rendida a las mismas costuras del Evangelio.
Europa y América, por eso, en su pastoral misionera, se uncían como bueyes mitológicos al yugo lingüístico del castellano más limpio y mejor hablado, a la gran lengua española que sigue hablándose en su amada Prelatura cafayateña con holgura, donosura, claridad y buena comunicación.
En vista de lo cual, ya digo, no es extraño que el tirón ecuménico que hoy se cierne por los cuadrantes todos del orbe, subiese limpio y sereno a su definitivo y definitorio escudo episcopal. Monseñor Mariano quedaba equipado así, en los años de su madurez prelaticia, para impartir en las religiosas tierras de Cafayate una amena lección de oratoria evangélica gozosa y creyente, enriquecida desde su juveniles pasos por La Vid y Palencia, con la caricia trigueña de la Virgen más bella de las Españas -La Vid- y el incansable trabajo junto a los jóvenes palentinos en marchas marianas y campamentos estivales.
«Para que todos sean uno», resultó, en definitiva, el lema episcopal con que se fue adentrando en los sencillos corazones de aquella humilde y pobre gente de los valles calchaquíes y de tantos otros contornos abiertos por Dios al paso de su ministerio apostólico. Hoy, cuando ya goza en / y del / más allá, quizás sea ésta la mejor lección que su persona delicada y detallista nos deje. La de Jesús en la hora de las despedidas: «Para que todos sean uno». Esa que yo también, mi querido hermano y amigo Mariano, pongo rendido a tus pies. Quisiera que acojas mi evocación como un centro floral de alegría.
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