La Inmaculada y el Adviento

Iconografía moderna de la Inmaculada

Explicó brevemente san Pablo VI en la Marialis cultus el sentido de la Inmaculada y del Adviento al escribir: «Se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación esperanzada a la venida del Salvador y el feliz comienzo de la Iglesia, hermosa, sin mancha ni arruga» (n. 3).

San Juan Pablo II, por su parte, destacó en la Redemptoris Mater el carácter mariano del Adviento, al señalar que, en la liturgia de este tiempo, se refleja cada año el «preceder» de Santa María a la venida de Cristo: «[Ella] en la ´noche´ de la espera de adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera ´estrella de la mañana´ (Stella matutina). En efecto, igual que esta estrella junto con la ´aurora´ precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del Salvador, la salida del ´sol de justicia´ en la historia del género humano» (n.3).

La Inmaculada es el vértice de la obra redentora y santificadora de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo: «María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra [il capolavoro] de la misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos» (CEC, 721).

En la Virgen Inmaculada María se realiza el Misterio de la Navidad, de la Encarnación del Verbo. De ahí, pues, que, mientras nos disponemos a celebrar su venida, debamos aprender de ella a prepararla con esperanza. Una buena forma podría ser destacando, entre otros, los siguientes puntos de vista: el deseo, la alerta o vigilancia, el ánimo, la alegría, la fe, la humildad de corazón y la actitud de súplica.

a) «Dios todopoderoso -reza la oración del primer domingo de Adviento-, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene». Avivar el deseo de salir al encuentro de Cristo supone anhelar vivamente (viernes III) la venida del Señor; aspirar con vehemencia a conocerlo, y a encontrarnos con Él: «colma en tus siervos los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio admirable de la encarnación de tu Hijo».

San Agustín, en un texto que recoge el Oficio de Lecturas del viernes de la III semana de Adviento, relaciona el deseo y la oración. El deseo, nos dice, es una oración interior y continua: «Tu deseo es tu oración: si el deseo es continuo, continua es también tu oración» (In Ps. 37,14). Es una oración interior y continua... «Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo» (Ib.). «La frialdad en el amor es el silencio del corazón; el fervor del amor es el clamor del corazón» (Ib.).

b) Junto al deseo, la Liturgia de este tiempo nos exhorta a mantener una actitud de alerta, de vigilante espera: concédenos, Señor, «permanecer alerta a la venida de tu Hijo, para que cuando llegue y llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando su alabanza» (Lunes I). El Adviento es tiempo de preparación para la venida del Señor «en la humildad de nuestra carne», pero, igualmente, es tiempo de vigilancia para aguardar su segunda venida «en la majestad de su gloria» (cf. Prefacio I de Adviento).

c) El ánimo debe caracterizar la salida al encuentro de Cristo: «cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo» (domingo II). El ánimo es el valor, el esfuerzo y la energía, que se contrapone al acobardamiento. El que tiene ánimo no desfallece en la espera: «no permitas que desfallezcamos en nuestra debilidad los que esperamos... » (miércoles II).

d) Característica del Adviento es igualmente la alegría. Hemos de «esperar con alegría» (martes II), siguiendo el exhorto paulino: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra comprensión sea patente a todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp, 4, 4-5). El motivo de la alegría es la venida del Salvador («Haznos encontrar la alegría en la venida» - cf. Jueves III - ). Así como nos alegramos con el nacimiento de Jesús, pedimos a Dios poder alegrarnos con su segunda venida (21 Diciembre).

e) Esta alegría brota de la fe, porque se apoya en la fidelidad de Dios a su palabra. El Pueblo de Dios «espera con fe» el Nacimiento del Mesías (domingo III) y se prepara a «proclamar con fe íntegra» y a celebrar «con piedad sincera» el misterio de la Navidad (19 Diciembre).

f) Es también el Adviento tiempo de súplica. Al sabernos pobres y necesitados, imploramos a Dios que «acoja favorablemente nuestras súplicas... » (martes I). Suplicamos para que Dios Padre «prepare nuestros corazones con la fuerza de su Espíritu» (miércoles I); para que los despierte y los mueva «a preparar los caminos de su Hijo» (jueves II); para que nos «socorra con su fuerza» (jueves I) de modo «que su brazo liberador nos salve de los peligros» (viernes I).

Madre de la Iglesia

La Virgen Inmaculada, modelo de la espera del Salvador, es el «feliz exordio de la Iglesia». Ella es, verdaderamente, la Esposa Santa e Inmaculada, la imagen y primicia de la Iglesia - Esposa del Cordero - que responde con el don del amor al don del esposo (Mulieris Dignitatem, 27).

La Iglesia mira a María para contemplar en Ella lo que la Iglesia es en su Misterio, en su peregrinación de la fe, y lo que será en la patria definitiva al término de su camino, donde la aguarda, en la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad, en la comunión de todos los santos, aquella a quien la Iglesia venera como Madre de su Señor y como su propia Madre (cf CEC, 972).

A Ella, a la Santa Madre del Redentor, a la Virgen Inmaculada, dirigimos, con toda la Iglesia, nuestros ojos en esta espera gozosa del Adviento:

Sin embargo, la valoración del Adviento como tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor no quiere decir que este tiempo se deba presentar como un mes de María. La solemnidad de la Inmaculada (8 de Diciembre), profundamente sentida por los fieles, da lugar a muchas manifestaciones de piedad popular, cuya expresión principal es la novena de la Inmaculada.

No hay duda de que el contenido de la fiesta de la Concepción purísima y sin mancha de María, en cuanto preparación fontal al nacimiento de Jesús, se armoniza bien con algunos temas principales del Adviento: nos remite a la larga espera mesiánica y recuerda profecías y símbolos del Antiguo Testamento, empleados también en la Liturgia del Adviento.

El más hermoso regalo que hoy le podemos ofrecer a la Virgen, el que más le agrada, es nuestra oración, la que llevamos en el alma y encomendamos a su intercesión. Son, digamos, invocaciones de gratitud y súplica: gratitud por el don de la fe y por todo el bien que diariamente recibimos de Dios; y súplica por las diferentes necesidades, por la familia, la salud, el trabajo, por todas las dificultades que la vida nos lleva a encontrar.

Cuando acudimos a la Virgen, es mucho más importante lo que de Ella recibimos que lo que a Ella ofrecemos. Ella, en efecto, nos da un mensaje destinado a cada uno de nosotros.

Y ¿qué nos dice María? Nos habla con la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno. Su «mensaje» no es otro sino Jesús, él que es toda su vida. Gracias a él y por él ella es la Inmaculada. Y como el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros, también ella, su Madre, fue preservada del pecado por nosotros, por todos, como anticipación de la salvación de Dios para cada hombre.

Así María nos dice que todos estamos llamados a abrirnos a la acción del Espíritu Santo para poder llegar a ser, en nuestro destino final, inmaculados, plena y definitivamente libres del mal. La mirada de María es la que Dios dirige a cada uno de nosotros. Ella nos mira con el amor mismo del Padre y nos bendice. Se comporta como nuestra «abogada» y así la invocamos en la Salve Regina: «Advocata nostra». Aunque todos hablaran mal de nosotros, ella, Madre, hablaría bien, porque su corazón inmaculado está sintonizado con la misericordia de Dios.

Dámaso Alonso

La Madre nos mira como Dios la miró a ella, joven humilde de Nazaret, insignificante a los ojos del mundo, pero elegida y preciosa para Dios. ¿Quién conoce mejor que ella el poder de la divina Gracia? Nadie. ¿Quién sabe mejor que ella que nada es imposible a Dios, capaz incluso de sacar el bien del mal? Nadie. Y hoy nos dice: sed santos como nuestro Padre, sed inmaculados como nuestro hermano Jesucristo, sed hijos amados, todos adoptados para formar una gran familia.

Así lo supo decir el maestro Dámaso, con profundo sentimiento y belleza poética, en versos memorables: 

«Déjame ahora que te sienta

humana,

madre de carne sólo,

igual que te pintaron tus más

tiernos amantes,

déjame que contemple, tras

tus ojos bellísimos,

los ojos apenados de mi

madre terrena,

permíteme que piense

que posas un instante esa

divina carga

y me tiendes los brazos,

acunas mi dolor,

hombre que lloro.

Virgen María, madre,

dormir quiero en tus brazos

hasta que en Dios despierte»

(Dámaso Alonso)

El II Domingo del Adviento nos exhorta a preparar el camino del Señor. Un camino de búsqueda, de esperanza y de conversión, tres palabras definitorias y definitivas del Adviento. Es la dimensión del Adviento, pues, universal: Cristo viene a todos. A Cristo lo anunciaron los profetas todos. La Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres. Cristo, dijimos el domingo pasado, vino y sigue viniendo, viene.

Búsqueda, esperanza y conversión

Un camino el del Adviento, en consecuencia:

1.- De búsqueda (Is 11,1-10). «…buscarán los gentiles…» la justicia). Sin recorrer este camino, será imposible llegar a Belén.

2.- De esperanza (Rm 15,4-9). «Entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras» Cristo mismo nos exhorta para que velemos en oración y cantemos su alabanza. Cristo, en fin, nos dispone a esperar su venida en esperanza.

3.- De conversión (Mt 3,1-12):  El Señor «reprende a quienes saben juzgar del aspecto del cielo y no saben descubrir el tiempo de la fe en el reino de los cielos que se acerca. El Señor se dirigía a los judíos, pero sus palabras se extienden también a nosotros. El mismo comenzó la predicación de su Evangelio así: «Haced penitencia, pues se acerca el reino de los cielos» (Mt 6,17). Y análogamente san Juan el Bautista: «Haced penitencia, porque se acerca el reino de los cielos» (Mt 3,2).

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