Pascua de Pentecostés

Pentecostés de Titian – Tiziano Vecelli (1488-1576, Italy)

Vino el Espíritu Santo sobre los discípulos «todos reunidos en un mismo lugar», ágora hervorosa del Cenáculo sin duda, «sala grande en el piso superior» (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había con ellos celebrado la última Cena y se les había aparecido después de su resurrección: sala convertida de pronto en «sede» llameante de la Iglesia naciente. San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sin embargo, más que insistir en el lugar físico, quiere poner de relieve la actitud interior del grupo: «perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch 1, 14). La concordia de los discípulos, por tanto, es la condición para que el Espíritu Santo venga; y la concordia presupone la oración. Así que para no reducir Pentecostés a simple rito, habrá que disponerse con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez sea necesario que la Iglesia esté menos «ajetreada» en actividades y más dedicada a la oración. Lo dijo años atrás con certero diagnóstico Benedicto XVI.

El libro de los Hechos informando del Espíritu Santo utiliza dos grandes imágenes, muy plásticas por cierto: la de la tempestad y la del fuego. Los antiguos veían la primera como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. También como «viento impetuoso». De modo que lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la espiritual. Y así como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos (ahora que tanto se habla de la ecología sin vistosos resultados), también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la existencia espiritual. La metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio, el saludable del espíritu, que es el amor.

La otra imagen es el fuego. El hombre rehúsa hoy ser imagen de Dios, prefiere serlo de sí mismo. En las manos de un hombre que así piense, el «fuego» y sus enormes potencialidades resultarán peligrosos: pueden volverse contra la vida y contra la misma humanidad: ahí quedan de prueba, si no, las tragedias de Hiroshima y Nagasaki. Jesucristo no «trajo a la tierra» la fuerza vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que «renueva la faz de la tierra», a quien el humilde salmista proclama con aire de súplica: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra» (Sal 103).

El libro de los Hechos nos sugiere, además, otro pensamiento: el Espíritu Santo vence el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después del arresto de su Maestro y allí habían permanecido con el oído alerta por temor a correr su misma suerte. Después de la resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente. Llegado Pentecostés, sin embargo, cuando el Espíritu Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo y comenzaron a anunciar a todos con arrojo y con ímpetu la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. De miedo ya, nada de nada: se sentían en las manos del más fuerte.

Solemnidad de Pentecostés

El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: pase lo que pase, su infinito amor no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el intrépido ardor de los misioneros, la llaneza de los predicadores, el cabal ejemplo de los santos, la existencia misma, en fin, de la Iglesia, que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador.

Una y múltiple por su naturaleza, destinada a vivir en las naciones todas y en los más diversos contextos sociales, la Iglesia responde así a su vocación, o sea el ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano, sólo si es autónoma de todo Estado y de toda cultura particular. No cesa ella de recordarnos que el Espíritu creador de cuanto existe y el Espíritu Santo que Cristo hizo descender desde el Padre sobre la comunidad de los discípulos son uno y el mismo: creación y redención se pertenecen mutuamente y constituyen, en el fondo, un único misterio de amor y de salvación. 

Dice el pasaje evangélico que el Espíritu Santo se presenta como el soplo de Jesucristo resucitado (cf. Jn 20, 22). Retoma san Juan aquí, por tanto, una imagen del relato de la creación, donde se hace saber que Dios sopló en la nariz del hombre un aliento de vida (cf. Gn 2, 7). El soplo de Dios es vida, efectivamente. Ahora, el Señor sopla en nuestra alma un nuevo aliento de vida, el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y de este modo nos acoge en la familia de Dios.

Pascua de Pentecostés

Por último, el Evangelio de hoy nos entrega esta bellísima expresión: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 20). Palabras profundamente humanas y consoladoras. Porque el Amigo perdido no viene de un lugar cualquiera, sino de la noche de la muerte; ¡y él la ha atravesado! No es tampoco uno cualquiera, no. Se trata, más bien, de Alguien que es el Amigo y, al mismo tiempo, Aquel que es la Verdad que da vida a los hombres; y lo que da no es una alegría cualquiera, sino la alegría misma, don del Espíritu Santo.  

Es Pentecostés la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. La narración de Pentecostés en los Hechos (cf. Hch 2, 1-11) contiene en el fondo la antigua historia de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Porque hoy, con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, y orar a Dios así parece algo superado, inútil, ya que nosotros mismos podemos construir y realizar cuanto queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel.

La respuesta viene en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés, cuando la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos un fuego divino, de amor, capaz de transformar.

El Evangelio de hoy nos ofrece las palabras de Jesús: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo ha de vivir para ser lo que debe ser, esto es: el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad. Nos enseña igualmente que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el lazareto del propio «yo», sino acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor aún, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente.

El exhorto paulino «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga5, 16) refleja, en definitiva, la contraposición Babel / Pentecostés. Pone de relieve cuando menos que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. No podemos en absoluto ser, al mismo tiempo, egoístas y generosos; seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo será posible de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo.

San Agustín comenta la celebrada frase de Jesús transmitida por san Juan: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; «recibid el Espíritu Santo» (Jn 20 22): «A la doble glorificación de la resurrección y ascensión -precisa el santo de Hipona- correspondió una doble donación del Espíritu. Uno solo fue quien lo dio, un único espíritu fue lo que dio, a la unidad lo dio; pero dos veces lo dio. La primera vez, después de resucitar, cuando dijo a sus discípulos: Recibid el Espíritu Santo, y sopló sobre sus rostros (Jn 20,22). He aquí la primera vez. Luego prometió que aún enviaría el Espíritu Santo, diciendo: Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros (Hch 1,8); y en otro lugar: Permaneced en la ciudad, pues yo cumpliré la promesa que habéis oído de mi boca (Lc 24,49). Después de su ascensión, transcurridos diez días, envió al Espíritu Santo. Tal es la futura solemnidad de Pentecostés […] uno solo es el Espíritu y dos las donaciones del mismo. No fue dado uno antes y otro después, puesto que no es uno el amor que ama al prójimo y otro el que ama a Dios. No se trata, por tanto, de amores distintos. Amamos a Dios con el mismo amor con el que amamos al prójimo» (Sermón 265,8-9).

Parete dell’incarnazione Ascensione e Pentecoste

Razón que le sobra a san Basilio cuando escribe con mano maestra: «¿Quién, habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de verdad que procede del Padre; Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo son sus apelativos propios y peculiares. Hacia él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa […] Él es fuente de santidad, luz para la inteligencia; él da a todo ser racional como una luz para entender la verdad» (Lib. sobre el Espíritu Santo, c.9, n.22).

Cuesta por eso admitir que en algunos rezos del Oficio Divino el Septenario al Espíritu Santo, por ejemplo, pase prácticamente desapercibido y se prefiera, en cambio, rezar de la memoria de un santo, de un beato, de lo que sea, qué más da. Se ve que la Iglesia católica sigue teniendo liturgistas para quienes el Espíritu Santo, a pesar de los progresos del Concilio Vaticano II en pneumatología, sigue siendo el gran Desconocido. Así nos luce el pelo.

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