«La Virgen está encinta y da a luz un Hijo»

Las cuatro velas de la Corona de Adviento

La misión evangelizadora de la Iglesia responde al grito parusíaco «¡Ven, Señor Jesús!» (Marana-tha), que atraviesa toda la historia de la salvación y sigue brotando de los labios creyentes. «¡Ven, Señor, a transformar nuestros corazones, para que la justicia y la paz se difundan en el mundo!».

La presencia de Dios viene a nosotros, nos alcanza en Navidad, es don capaz de hacernos «vivir en el abrazo universal de los amigos de Dios», en la «red de amistad con Cristo, que une el cielo y la tierra» y orienta la libertad humana hacia su realización plena y florece «con un amor gratuito y enteramente solícito por el bien de todos los hombres».

Nada más urgente y hermoso, por eso, que volver a dar gratuitamente a los hombres lo que gratuitamente de Dios se recibe. La alegría de la Navidad, anticipadamente  experimentada al llenarnos de esperanza, nos impulsa al mismo tiempo a anunciar la presencia de Dios en medio de nosotros.

La Virgen María no comunicó al mundo una idea (algo), sino a Jesús mismo (Alguien), el Verbo encarnado. Ella es así modelo incomparable de evangelización. Cumple, pues, invocarla con filial confianza, para que la Iglesia anuncie también en nuestro tiempo a Cristo Salvador.

Que cada cristiano y cada comunidad experimenten la alegría de compartir  con los demás la buena nueva de que Dios «tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo unigénito para que el mundo se salve por medio de él» (Jn 3,16-17) es la gran verdad que en este Domingo nos convoca; es el auténtico, el genuino sentido de la Navidad, que debemos siempre redescubrir, vivir intensamente y transmitir por los cuadrantes todos del orbe.

Recorremos ya la recta final del Adviento, días que la sagrada liturgia aprovecha para llegarse a Belén describiendo todo lo que mira al Misterio. En este IV Domingo del Ciclo A, la sagrada liturgia nos invita a contemplar de modo especial a la Virgen María y a san José, que vivieron con intensidad única el tiempo de la espera en esperanza, o sea de la preparación al nacimiento de Jesús.

Limitémonos un instante a san José: el evangelista san Lucas presenta a la Virgen María como «desposada con un hombre llamado José, de la casa de David»(Lc 1,27). Es, sin embargo san Mateo quien da mayor relieve al padre putativo de Jesús, subrayando que, a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como «hijo de David».

El ángel le habló en sueños a José

Desde luego que la función de san José no ha de reducirse a este aspecto legal. Es modelo del hombre«justo» (Mt 1,19), que en perfecta sintonía con su esposa acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. De ahí que en los días prenavideños sea más que oportuno entablar un coloquio espiritual con el Santo Patriarca, para que nos ayude a vivir en plenitud este gran misterio de la fe.

San Juan Pablo II, muy devoto del santo, nos dejó una admirable meditación josefina en la exhortación apostólica Redemptoris Custos («Custodio del Redentor»). Pone muchos aspectos de relieve, es cierto. Por ejemplo, el del silencio. Aquel silencio de san José estuvo ungido de contemplación del misterio de Dios, con una actitud de total disponibilidad a la voluntad divina.

Un silencio gracias al cual san José, al unísono con María, guardó la palabra de Dios, conocida a través de las sagradas Escrituras, confrontada continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús. Un silencio, el suyo, entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia.«El silencio de José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el «justo» (Mt 1,19) [RC,17].

«También el trabajo de carpintero en la casa de Nazaret está envuelto por el mismo clima de silencio que acompaña todo lo relacionado con la figura de José. Pero es un silencio que descubre de modo especial el perfil interior de esta figura. Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José «hizo»; sin embargo permiten descubrir en sus «acciones» —ocultas por el silencio— un clima de profunda contemplación. José estaba en contacto cotidiano con el misterio «escondido desde siglos», que «puso su morada» bajo el techo de su casa» (RC,25).

No sería, pues, descabellado decir que Jesús aprendió precisamente de su “padre” José, en el plano humano, la fuerte interioridad que es como el presupuesto de la auténtica justicia, la “justicia superior”, que él un día enseñará a sus discípulos(cf. Mt 5,20). Dejemos, por tanto, que el silencio de san José nos atraiga, nos cautive, nos gane hoy más que nunca en este mundo tan ruidoso y frívolo, dado al estrépito, incapaz por eso mismo de favorecer el recogimiento y escuchar la voz de Dios. Esforcémonos en ello sobre todo en este tiempo de preparación a la Navidad.

Otro argumento a destacar, de este IV Domingo de Adviento, es que María concibió a Jesús permaneciendo virgen. En el trasfondo del acontecimiento de Nazaret se halla la profecía de Isaías. «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel»(Is 7,14). Esta antigua promesa tuvo superabundante cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios. De hecho, la Virgen María no sólo concibió, sino que lo hizo por obra del Espíritu Santo, o sea de Dios mismo. El ser humano que comienza a vivir en su seno toma la carne de María, pero su existencia deriva por completo de Dios. Es plenamente hombre, hecho de tierra —por usar el símbolo bíblico—, pero viene de lo alto, baja de arriba, del cielo.

Que María conciba permaneciendo virgen es, en suma, esencial para el conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque atestigua que la iniciativa fue de Dios y revela sobremanera quién es el concebido. Como dice el Evangelio:«Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús se garantizan recíprocamente.

Redemptoris custos

De ahí también la importancia de la única pregunta que María dirige al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). María no duda del poder de Dios, pero quiere entender mejor su voluntad, para adecuarse completamente a ella. María es superada infinitamente por el Misterio, y sin embargo ocupa perfectamente el lugar que le ha sido asignado en su centro. 

Su corazón y su mente son plenamente humildes, y, precisamente por su singular humildad, Dios espera el «sí» de esa joven para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El «sí» de María implica a la vez la maternidad y la virginidad, y desea que todo en ella sea para gloria de Dios, y que el Hijo que nacerá de ella sea totalmente don de gracia.

Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.

Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados» (Mt 1,18-24).

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: «La Virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel», que traducido significa: «Dios con nosotros». Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa.

«Comprended, hermanos -matiza una vez más san Agustín-, cuán grande era el deseo de ver a Cristo que tenían los antiguos […] Para que sepáis cuán grande era el deseo de los santos que conocían por la Sagrada Escritura que una virgen daría a luz, como oísteis cuando se leyó Isaías: He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y se llamará Emmanuel (Is 7,14). Qué significa Emmanuel nos lo descubrió el Evangelio al decir que se traduce por “Dios con nosotros” (Mt 1,23).

No te resulte extraño, alma incrédula, quienquiera que seas; no te parezca imposible que una virgen dé a luz y permanezca siendo virgen. Comprende que es Dios quien ha nacido y no te extrañará el parto de una virgen [El anciano Simeón] no esperó a oír hablar de Cristo, porque le reconoció cuando aún no hablaba» (Sermón  370,2).

El ángel revela a José  el misterio de la Encarnación. Ahora bien, revelar el misterio de la Encarnación significa que va más allá de aclararle que María no ha concebido de varón. Implica al propio José: le hace ver aquí su protagonismo: Y tú le pondrás por nombre Jesús (=Salvador), porque él salvará a su pueblo de los pecados. Es un misterio de Salvación.

«Probado, pues, que el nacimiento del Hijo fue obra del Padre, probemos también que lo fue del Hijo. ¿Qué afirmamos cuando decimos que el Hijo nació de la Virgen María? Que asumió la condición de siervo. ¿Qué otra cosa significa para el Hijo nacer, sino recibir la condición de siervo en el seno de la Virgen? También esto es obra del Hijo. Escúchalo: […] no juzgó objeto de rapiña el ser igual a Dios; antes se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo (Flp 2,6-7).

Emmanuel

Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer (Ga 4,4), nacido de la descendencia de David según la carne (Rm 1,3). Vemos, pues, que el nacimiento del Hijo es obra del Padre; mas como el mismo Hijo se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo (Flp 2,7), vemos que es también obra del Hijo» (San Agustín, Sermón  52,11).

El mensaje de este IV Domingo de Adviento dice, en resumen, quién es el que viene; más aún: que está en medio de nosotros (o sea, es Emmanuel); y que viene a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento (Prefacio III de Adviento).

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