«Mis ovejas escuchan mi voz»
Frase de Jesús en el curso de un tenso diálogo mantenido con los judíos durante la fiesta de la Dedicación (Jn 10,22). Frase, por cierto, que guarda consonancia con la catequesis del buen Pastor impartida minutos antes (Jn 10,11-18). Con la misma boca de Ezequiel, que para este inefable oficio es profeta esencial, Dios anuncia que suscitará un solo pastor: «Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios» (Ez 34,31).
Al declarar que «el buen pastor da su vida por las ovejas» (v.11b), Jesús plantea, reparemos en ello, una reivindicación mesiánica: «Yo soy el buen pastor: y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí» (v.14). De conocer sale conocimiento. Y de pastor, pastoral, término en el que anida el corazón mismo de la teología toda. Ahora bien, en la Biblia (cf. Os 2,22), el conocimiento no procede de una actividad puramente especulativa, sino de una existencia, más bien, experiencial que acaba recalando necesariamente en el amor. Para Oseas profeta, el «conocimiento de Yahveh» acompaña al jésed (término éste que viene a ser expresión de un vínculo, de un compromiso).
Frente a este comportamiento, Jesús alza bandera-paradigma de su amor a las ovejas: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,14s).
Tenemos a la vista, pues, con la bella imagen de Jesús el buen Pastor, una de las estampas iconográficas más antiguas del cristianismo. Ya he dicho que de pastor sale pastoral, calificativo que san Juan XXIII quiso para el concilio Vaticano II, entre cuyas constituciones destaca la famosa Constitución pastoral Gaudium et spes. Los documentos de la Santa Sede con tan emblemático adjetivo en cabecera son, por otra parte, innumerables: Pastores dabo vobis; Pastor Bonus; Pastor Aeternus, y así seguido.
Pastor de los pastores según san Agustín, puesto ya uno en el admirable marco de la patrística, no es que Jesús sea solo buen pastor. Es el buen pastor; el pastor por antonomasia, de quien Fray Luis escribió con tanta belleza lirica como agudo pensamiento que su obrar de Pastor es amor, el cual «excede todo cuanto se puede imaginar y decir […]. Porque antes que le amemos nos ama; y […] no puede tanto la ceguedad de mi vista ni mi obstinada dureza, que no pueda más la blandura ardiente de su misericordia dulcísima». De suerte que «no duerme ni reposa, sino, asido siempre a la aldaba de nuestro corazón» (Los nombres de Cristo. L.1. Pastor).
No perdamos de vista, si queremos abarcar todo el contexto, las primeras apariciones de este buen Pastor recién resucitado. Primero, el saludo que emplea: «Paz a vosotros» (Jn 20,19). Es, ciertamente, un saludo común que, sin embargo, adquiere ahora significado nuevo, porque produce un cambio interior. Es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación prometido durante sus discursos de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27).
Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf. Jn 20,20), signos de lo que sucedió y nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece «herida». Gesto es éste que tiene como fin confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre los suyos es una persona real, el mismo que tres días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la Pascua, los discípulos captan el sentido salvífico de su pasión y muerte. De la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. Tristeza y llagas a una se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de «ver al Señor» (Jn 20,20).
Además de confirmar la nueva realidad de la Resurrección, el citado gesto alberga otro cometido no pequeño para la Iglesia naciente: combatir algunas herejías de índole cristológica, como el arrianismo y el docetismo. De los cuatro Evangelios, será sobre todo el cuarto, es decir el de san Juan, el que prevenga de estos peligros. En el cuarto Evangelio encontramos episodios cuya finalidad es certificar que el cuerpo resucitado de Jesús es un cuerpo verdadero, real. En modo alguno aparente o ficticio. Durante su predicación, Jesús se había encargado de alertar más de una vez y más de dos a sus discípulos: «¡Ánimo!, que soy yo; no temáis» (Mt 14,27).
Esto mismo, pero ya resucitado el Señor, se repite en otros episodios del Jesús pascual. ¿Cómo olvidar lo de Tomás?: «Mete tu mano, mete tus dedos; y no seas incrédulo sino creyente». Notemos bien que en dichos episodios Jesús nos sale al encuentro en nuestro encuentro con él. Y ya no será igual que cuando estaba en vida mortal durante su vida pública. Ahora lo hace como el Resucitado, el Señor, inundando nuestro corazón de alegría pascual.
De hecho, añade: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la muerte.
En el kerygma (anuncio) original, transmitido de boca a boca, merece señalarse el uso del verbo «ha resucitado», en lugar de «fue resucitado», que habría sido más lógico utilizar, en continuidad con el «murió» y «fue sepultado». La forma verbal «ha resucitado» se eligió para subrayar que la resurrección de Cristo influye hasta el presente de la existencia de los creyentes: podemos traducirlo por «ha resucitado y sigue vivo» en la Eucaristía y en la Iglesia. Así todas las Escrituras dan testimonio de la muerte y la resurrección de Cristo, porque —como escribió Hugo de San Víctor— «toda la divina Escritura constituye un único libro, y este único libro es Cristo» (De arca Noe, 2,8). Si san Ambrosio de Milán pudo decir que «en la Escritura leemos a Cristo», es porque la Iglesia de los orígenes leyó todas las Escrituras de Israel partiendo de Cristo y volviendo a él.
Cada año, celebrando la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la del encuentro con Él resucitado: el evangelio de Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección, llamado después «domingo», «Día del Señor», de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su propio culto, que es la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio, de aquel Sabbat judío.
Es muy importante lo que refiere el evangelio, de que Jesús, en las dos apariciones a los apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «La paz con vosotros» (Jn. 20,19.21.26). El saludo tradicional judío: shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, para derramar toda su sangre, como cordero manso y humilde, «lleno de gracia y verdad» (Jn. 1,14).
El drama de los discípulos de Emaús, por otra parte, es como un espejo de la situación de muchos cristianos de hoy. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.
También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad.
La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, de una experiencia mística. Es acontecimiento que sobrepasa ciertamente la historia, pero sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús. Es una luz diferente, que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios.
«En tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la tierra». En el cielo, todo es paz y regocijo. Pero en la tierra, lamentablemente, no es así. En nuestro mundo, el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades, guerras, violencia. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto: a causa de nuestros pecados de hoy, y para redimir nuestra historia de hoy.
Grande, misteriosa, definitiva es la la importancia de la resurrección de Cristo en el momento actual. Es ella, sin duda, la que puede hacer nuevas todas las cosas. De ahí que Jesús insista hoy como el primer día de Pascua en la necesidad de escuchar su voz:
«Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todo, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,27-30). ¡Acertó, pues, san Agustín definiendo la Pascua como la Maravilla de las maravillas!